Mostrando postagens com marcador Damon Knight. Mostrar todas as postagens
Mostrando postagens com marcador Damon Knight. Mostrar todas as postagens

SERVIR AL HOMBRE — Damon Knight (1950)



SERVIR AL HOMBRE

Damon Knight


Los kanamitas no eran muy atractivos, es cierto. Parecían un poco cerdos y un poco hombres, y ésta no es una combinación agradable. Verlos por vez primera era un auténtico shock; éste era su handicap. Cuando una cosa con el aspecto de una fiera viene de las estrellas y te ofrece un regalo, te sientes inclinado a no aceptarlo.

No sé cómo esperábamos que fueran los visitantes interestelares…, es decir, los que habíamos pensado alguna vez en ello. Quizá ángeles, o bien algo demasiado extraño para ser realmente espantoso. Posiblemente fue por eso que nos horrorizamos tanto y experimentamos tal repugnancia cuando aterrizaron en sus grandes naves y vimos cómo eran en realidad.

Los kanamitas eran bajos y muy peludos…, con pelos gruesos y erizados de un color grismarrón en todo su cuerpo abominablemente rechoncho. Su nariz parecía una trompa y tenían ojos pequeños, y manos muy gruesas de tres dedos cada una. Llevaban tirantes de cuero verde y pantalones cortos, pero creo que los pantalones eran una concesión a nuestras ideas sobre decencia pública. La ropa estaba cortada a la última moda, con bolsillos verticales y medio cinturón en la parte posterior. Sea como fuere, los kanamitas tenían sentido del humor.

Había tres de ellos en aquella sesión de las N.U., y puedo asegurarles que su presencia en una solemne Sesión Plenaria resultaba muy extraña…, tres rechonchas criaturas con aspecto de cerdos, vestidas con tirantes verdes y pantalones cortos, sentadas a la larga mesa de debajo de la tarima, rodeadas por los bancos atestados de delegados procedentes de todas las naciones. Estaban correctamente erguidos, y miraban cortésmente a todos los oradores. Sus orejas planas caían por encima de los audífonos. Creo que más tarde aprendieron todos los idiomas humanos, pero en aquella época sólo sabían francés e inglés.

Parecían completamente a sus anchas… y esto, junto con su sentido del humor, fue algo que me impulsó a experimentar cierta simpatía hacia ellos. Yo formaba parte de la minoría; no creía que fueran a atacar el mundo. Habían explicado que lo único que querían era ayudarnos y yo les creí. Como traductor de las N.U., mi opinión no importaba, pero me pareció que su venida era lo mejor que había ocurrido jamás a la Tierra.

El delegado de Argentina se puso en pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la demostración de una nueva y barata fuente de energía, que los kanamitas habían realizado en la sesión precedente, pero que el Gobierno argentino no podía comprometerse en cuanto a su política futura sin un examen mucho más concienzudo.

Era lo que decían todos los delegados, pero yo tuve que prestar particular atención al señor Valdés, porque tenía cierta tendencia a tartamudear y su dicción era mala. No tropecé con demasiadas dificultades en la traducción, y sólo tuve una o dos vacilaciones, tras lo cual conecté la línea polaco-inglés para oír cómo se las arreglaba Gregori con Janciewicz. Janciewicz era la cruz que Gregori tenía que soportar, igual que Valdés era la mía.

Janciewicz repitió las observaciones anteriores con unas cuantas variaciones ideológicas, y entonces el secretario general cedió la palabra al delegado de Francia, que presentó al doctor Denis Lévéque, el criminalista, y se procedió a introducir una gran cantidad de complicados aparatos.

El doctor Lévéque hizo hincapié en que la cuestión que preocupaba a mucha gente había sido expresada por el delegado de la URSS en la sesión precedente, al inquirir: «¿Cuál es el móvil de los kanamitas? ¿Qué se proponen al ofrecernos estos regalos sin precedentes sin pedir nada a cambio?» A continuación, el doctor dijo:

—A petición de varios delegados y con el pleno consentimiento de nuestros huéspedes, los kanamitas, mis compañeros y yo hemos elaborado una serie de pruebas con los aparatos que ven ustedes aquí. Ahora las repetiremos.

Un murmullo agitó la cámara. Hubo una descarga de flashes, y una de las cámaras de televisión pasó a enfocar el cuadro de instrumentos del equipo del doctor. Al mismo tiempo, la enorme pantalla de televisión que había detrás del podio se encendió, y vimos las esferas de dos cuadrantes, con sus respectivas manecillas en el cero, y una tira de papel con una aguja inmovilizada sobre ella, los ayudantes del doctor estaban fijando unos alambres a las sienes de uno de los kanamitas, anudando un tubo de goma envuelto en lona alrededor de su antebrazo, y pegando algo a la palma de su mano derecha.

En la pantalla, vimos que la tira de papel empezaba a moverse y la aguja trazaba un lento zigzag a lo largo de ella. Una de las manecillas empezó a saltar rítmicamente; la otra dio una sacudida y se detuvo, oscilando ligeramente.

—Estos son los instrumentos habituales para comprobar la verdad de una afirmación —dijo el doctor Lévéque—. Nuestro primer objetivo, puesto que la fisiología de los kanamitas es desconocida para nosotros, fue determinar si reaccionaban o no a estas pruebas del mismo modo que los humanos. Ahora repetiremos uno de los muchos experimentos que fueron realizados con el fin de averiguarlo.

Señaló hacia la primera esfera.

—Este instrumento registra el latido cardíaco del sujeto. Muestra la conductividad eléctrica de la piel en la palma de su mano, una medida de transpiración, que aumenta con el esfuerzo. Y éste —señalando hacia la tira de papel y la aguja —muestra el tipo de intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro. Se ha demostrado, con sujetos humanos, que todas estas lecturas varían sensiblemente si el sujeto dice la verdad o no.

Cogió dos cartulinas, una roja y una negra. La roja era un cuadrado de un metro de lado aproximadamente; la negra era un rectángulo de un metro y medio de largo. Se volvió hacia el kanamita.

—¿Cuál de los dos es el más largo?

—El rojo —dijo el kanamita.

Las dos agujas saltaron violentamente, al igual que la línea trazada sobre el papel.

—Repetiré la pregunta —dijo el doctor—. ¿Cuál de los dos es el más largo?

—El negro —contestó la criatura.

Esta vez los instrumentos continuaron su ritmo normal.

—¿Cómo llegaron a este planeta? —preguntó el doctor.

—Andando —repuso el kanamita.

Los instrumentos volvieron a reaccionar, y un coro de risas ahogadas invadió la cámara.

—Una vez más —dijo el doctor—, ¿cómo llegaron a este planeta?

—En una nave espacial —contestó el kanamita, y los instrumentos no saltaron.

El doctor se enfrentó de nuevo con los delegados.

—Se realizaron muchos de estos experimentos —dijo—, y mis colegas y yo mismo estamos convencidos de que los mecanismos son efectivos. Ahora —se volvió hacia el kanamita —pediré a nuestro distinguido huésped que conteste a la pregunta formulada en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿cuál es el motivo de que los kanamitas ofrezcan estos regalos a los habitantes de la Tierra?

El kanamita se levantó. En inglés, dijo:

—En mi planeta hay un proverbio: «Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un científico.» Los fines de los seres inteligentes, aunque a veces parezcan oscuros, son muy sencillos si se comparan con las complejidades del universo natural. Por lo tanto, espero que los habitantes de la Tierra me comprendan y me crean si les digo que nuestra misión en su planeta es simplemente ésta: traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos, y que en el pasado hemos llevado a otras razas esparcidas por toda la galaxia. Cuando su mundo deje de tener hambre, cuando deje de haber guerras y sufrimientos innecesarios, nos consideraremos recompensados.

Y las agujas no saltaron ni una sola vez.

El delegado de Ucrania se puso en pie de un salto, solicitando que se le cediera la palabra, pero el tiempo había finalizado y el secretario general cerró la sesión.

Encontré a Gregori cuando salíamos de la cámara de las N.U. Su rostro estaba encarnado de excitación.

—¿Quién ha promovido este circo? —preguntó.

—Las pruebas me han parecido veraces —le dije.

—¡Un circo! —exclamó con vehemencia —¡Una farsa de segundo orden! Si eran veraces, Peter, ¿por qué se ha suprimido el debate?

—Seguramente mañana habrá tiempo para el debate.

—Mañana el doctor y sus instrumentos estarán de vuelta en París. Pueden ocurrir muchas cosas antes de mañana. En nombre del cielo, ¿cómo es posible que alguien confíe en unos seres que parecen alimentarse de niños?

Me sentí un poco molesto. Repuse:

—¿Estás seguro de que no te preocupa más su política que su aspecto?

El repuso, «Bah», y se alejó.

Al día siguiente empezaron a llegar informes de todos los laboratorios gubernamentales del mundo donde la fuente energética de los kanamitas estaba siendo verificada. Eran tremendamente entusiásticos. Yo no entiendo de estas cuestiones, pero parecía que aquellas pequeñas cajas de metal proporcionarían más energía eléctrica que una pila atómica, por casi nada y para casi siempre. Y se decía que eran tan baratas de fabricar que todo el mundo podría tener una. A primeras horas de la tarde se sabía que diecisiete países ya habían empezado a edificar fábricas para elaborarlas.

Al día siguiente, los kanamitas mostraron los planos y muestras de un aparato que incrementaría la fertilidad de cualquier terreno cultivable de un sesenta a un ciento por ciento. Aceleraba la formación de nitratos en el subsuelo, o algo parecido. Ya no se hablaba de otra cosa más que de los kanamitas. Al día siguiente de esto, lanzaron su bomba.

—Ahora ya disponen de energía potencialmente ilimitada y mayor suministro alimenticio —dijo uno de ellos. Señaló con su mano de tres dedos hacia un instrumento que se encontraba sobre la mesa que había junto a él. Era una caja colocada encima de un trípode, con un reflector parabólico en la parte anterior—. Hoy les ofrecemos un tercer regalo que, por lo menos, es tan importante como los dos primeros.

Hizo señas a los cámaras de la televisión para que tomaran un primer plano del aparato en cuestión. Entonces cogió una gran cartulina cubierta de dibujos y rótulos en inglés. Nosotros lo vimos en la pantalla de encima del podio; todo era claramente legible.

—Nos han informado de que esta emisión se transmite a todo su mundo —dijo el kanamita—. Deseo que todos los que tengan equipo apropiado para tomar fotografías de la pantalla de televisión, lo utilicen.

El secretario general se inclinó hacia delante y formuló vivamente una pregunta, que el kanamita ignoró.

—Este aparato —dijo —proyecta un campo en el cual ningún explosivo, sea de la naturaleza que fuere, puede estallar.

Reinó un silencio expectante.

El kanamita dijo:

—Ya no puede ser suprimido. Si una nación lo tiene, todas deben tenerlo.

Como nadie pareciera comprender, explicó bruscamente:

—No habrá más guerras.

Esta fue la mayor novedad del milenio, y resultó perfectamente cierta. Sucedió que los explosivos a los que se refiriera el kanamita incluían las explosiones de gasolina y diesel. Hicieron simplemente imposible que se armara o equipara un ejército moderno.

Naturalmente, hubiéramos podido volver a los arcos y flechas, pero esto no habría satisfecho a los militares. Y mucho menos después de tener bombas atómicas y todo el resto. Además, no habría ninguna razón para hacer la guerra. Todas las naciones tendrían pronto de todo.

Nadie volvió a dedicar otro pensamiento a los experimentos con el detector de mentiras, ni preguntó a los kanamitas cuál era su política. Gregori se sintió desconcertado; no tenía nada con qué probar sus sospechas.

Abandoné mi empleo en las N.U. unos meses después, porque preví que de todos modos tendría que acabar haciéndolo. En aquel momento, las N.U. estaban en auge, pero al cabo de uno o dos años no tendría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra estaban en camino de bastarse a sí mismas; no iban a necesitar mucho arbitraje.

Acepté un puesto de traductor en la Embajada kanamita, y fue allí donde volví a tropezarme con Gregori. Me alegré de verle, pero no pude imaginarme lo que estaba haciendo allí.

—Pensaba que estabas en la oposición —le dije—. No irás a decirme que te has convencido de la bondad de los kanamitas.

Me pareció avergonzado.

—Sea como fuere, no eran lo que yo creía —dijo.

Viniendo de él, esto era una verdadera concesión, y le invité a bajar al bar de la embajada para tomar una copa. Era un lugar muy íntimo, y él se puso confidencial al segundo daiquiri.

—Me fascinan —dijo—. Aún detesto instintivamente su aspecto…, esto no ha cambiado, pero me sobrepongo. Evidentemente, tú tenías razón; no querían hacernos más que bien. Pero ¿sabes? —se inclinó por encima de la mesa—, la pregunta del delegado soviético no fue contestada.

Me temo que solté una carcajada.

—No, hablo en serio —prosiguió—. Nos contaron lo que querían hacer… «traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos». Pero no dijeron por qué.

—¿Por qué los misioneros…?

—¡Tonterías! —exclamó airadamente—. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas criaturas tienen una religión, nunca han hablado de ella. Te diré aún más, no enviaron a un grupo de misioneros, sino a una delegación diplomática… a un grupo que representaba la voluntad y política de todo su pueblo. Ahora bien, ¿qué tienen que ganar los kanamitas, como pueblo o como nación, con nuestro bienestar?

Yo dije:

—Cultura…

—¡Qué cultura ni qué bobadas! No, es algo menos evidente, algo oscuro que pertenece a su psicología y no a la nuestra. Pero confía en mí, Peter, no existe una cosa tal como el altruismo completamente desinteresado. De una forma u otra, tienen algo que ganar…

—Y ésa es la razón de que estés aquí —dije—, intentar averiguarlo, ¿verdad?

—Exacto. Quería formar parte de uno de sus grupos de intercambio con destino a su planeta natal, pero no pude; el cupo estaba lleno una semana después de que hicieran el anuncio. En lugar de eso, estoy estudiando su idioma, y ya sabes que el idioma refleja las características básicas de las personas que lo utilizan. Ya domino bastante bien su jerga lingüística. No es muy difícil, la verdad, y me está proporcionando algunos indicios. Algunas expresiones son muy parecidas a las nuestras. Estoy seguro de que no tardaré en encontrar la solución.

—Todo es cuestión de estudio —dije, y volvimos a trabajar.

A partir de entonces vi a Gregori con frecuencia, y me mantuvo informado de sus progresos. Un mes después de aquella primera entrevista lo encontré enormemente excitado; dijo que había conseguido obtener un libro de los kanamitas y que estaba intentando descifrarlo. Escribían en ideogramas, peores que los chinos, pero estaba decidido a desentrañarlo aunque le costara años. Quería que yo le ayudara.

Bueno, me interesó a pesar mío, pues sabía que sería una larga tarea. Pasamos algunas tardes juntos, trabajando con material extraído de los tablones de anuncios kanamitas y sitios por el estilo, así como del diccionario inglés-kanamita extremadamente limitado que proporcionaban al personal. Al principio me remordía la conciencia acerca del libro robado, pero gradualmente fui sintiéndome absorbido por el problema. Al fin y al cabo, los idiomas son mi fuerte. No pude evitar sentirme fascinado.

Desciframos el título a las pocas semanas. Era Cómo servir al hombre, evidentemente un manual que distribuían entre los nuevos miembros kanamitas del personal de la embajada. Ahora llegaban continuamente, un cargamento una vez al mes; estaban abriendo toda clase de laboratorios de investigación, clínicas y así sucesivamente. Si en la Tierra había alguien que desconfiaba de ellos aparte de Gregori, debía encontrarse en el Tíbet.

Era asombroso ver los cambios que se habían forjado en menos de un año. Ya no había ejércitos permanentes, ni escasez, ni desempleo. Cuando cogías un periódico no veías las palabras «BOMBA H» o «V-2»; las noticias siempre eran buenas. resultaba difícil acostumbrarse a ello. Los kanamitas estaban trabajando en bioquímica humana, y en nuestra embajada corría la voz de que estaban a punto de anunciar métodos para hacer nuestra raza más alta, más fuerte y más sana—prácticamente una raza de superhombres—y ya tenían una cura potencial para las enfermedades cardíacas y el cáncer.

Estuve quince días sin ver a Gregori después de haber descifrado el título del libro; me fui de vacaciones a Canadá. Al volver, me quedé impresionado al observar el cambio que había experimentado.

—¿Qué ha pasado, Gregori? —le pregunté—. Pareces el demonio en persona.

—Bajemos al bar.

Fui con él, y se tomó un escocés de un solo trago como si lo necesitara.

—Vamos, hombre, ¿qué es lo que pasa? —apremié.

—Los kanamitas me han incluido en la lista de pasajeros de la próxima nave de intercambio —dijo—. A ti también, de lo contrario no estaría hablando contigo.

—Bueno —dije—, pero…

—No son altruistas.

Intenté razonar con él. Le hice notar que habían convertido la Tierra en un paraíso comparándola con lo que era antes. El se limitó a menear la cabeza.

Entonces le pregunté:

—Bueno, ¿qué hay de las pruebas realizadas con el detector de mentiras?

—Una farsa —replicó, sin calor—. Ya te lo dije en su momento. Sin embargo, en aquella ocasión dijeron la verdad.

—¿Y el libro? —pregunté, molesto—. ¿Qué hay de ese… Cómo servir al hombre? Eso no te lo dieron para que lo leyeras. Está escrito en serio. ¿Cómo puedes explicarlo?

—He leído el primer párrafo de ese libro —dijo—. ¿Por qué crees que llevo una semana sin dormir?

—¿Por qué? —inquirí yo, y él esbozó una extraña sonrisa.

—Es un libro de cocina —repuso.


***



"To Serve Man" is episode 89 (number 24, season three) of the anthology series The Twilight Zone (1959). It originally aired on March 2, 1962, on CBS. Based on Damon Knight's 1950 short story of the same title, the episode was written by Rod Serling and directed by Richard L. Bare.It is considered one of the best episodes from the series, particularly for its final twist.


Damon Knight - O Auge da Bosta de Vaca (Conto)



O Auge da Bosta de Vaca

Conto de Damon Knight



O carro grande e reluzente freou com um zumbido de turbinas, levantado uma nuvem de pó. O cartaz sobre a venda, na beira da estrada, dizia: Cestos. Curiosidades. Um pouco mais adiante, outro cartaz, sobre uma construção rústica com fachada de vidro, anunciava. Cafeteria de Crawford. Prove Nossas Tortas. Atrás deste lugar havia um pasto, com uma granja e um pequeno silo a certa distância da estrada.

Os dois extraterrestres olharam tranquilamente os cartazes. Ambos tinham a pele lisa e avermelhada, e os pequenos olhos amarelos. Vestiam roupas cinza de tweed. Seus corpos tinham forma quase humana, porém não deixavam ver o queixo, que cobriam com um lenço alaranjado.

Martha Crawford apressou-se em sair de casa para atender o posto dos cestos, secando as mãos no avental. Logo atrás apareceu Llewellyn Crawford, seu marido, mastigando pipocas.

— Senhor, Senhora? — perguntou nervosamente Martha. Com um olhar ela pediu ajuda a Llewellyn, que colocou a mão em seu ombro. Nenhum deles havia visto até então um alienígena tão de perto.

Um dos extraterrestres, ao ver os Crawford por detrás do balcão, desceu do carro devagar. O homem, ou o que fosse, fumava um cigarro através de uma abertura em seu lenço.

— Bom dia — saudou a senhora Crawford, nervosa. — Cestos? Curiosidades?

O extraterrestre piscou com solenidade.  O resto do seu rosto não mudou. O lenço lhe ocultava o queixo e a boca, se é que as tinha. Alguns diziam que os extraterrestres não tinham queixo, outros diziam que tinham em seu lugar algo tão repelente e atroz que nenhum ser humano poderia suportar o espetáculo. As pessoas os chamavam "hercus", porque vinham de um lugar chamado Zera Herculis.

O hercu olhou um tempo os cestos e as bugigangas expostas na vitrine, sem deixar de fumar  seu cigarro. Logo, com uma voz confusa mas compreensível, disse:

— Que é isso?

Assinalava para baixo com a mão calosa, de três dedos.

— O indiozinho? — perguntou Martha Crawford, com uma voz que terminou num gemido. — Ou o calendário de casca de bétula.

— Não, isso — disse o hercu, voltando a sinalizar para baixo. Desta vez os Crawford se assomaram por cima do balcão e viram que o que ele indicava era uma forma cinzenta, chata e redonda que estava no chão.

— Isso? — perguntou ainda em dúvida Llewellyn.

— Isso.

 Llewellyn Crawford sorriu.

— Bom… isso é uma bosta de vaca. Uma das vacas se separou ontem do rebanho, e deve ter feito isso aqui sem que eu me desse conta.

— Quanto vale?

Os Crawford olharam o homem, ou o que fosse, sem compreender.

— Quanto vale o que? — perguntou por fim Llewellyn.

— Quanto vale — rosnou o extraterrestre — a bosta de vaca?

Os Crawford se olharam.

— Eu nunca ouvi… — começou a dizer Martha em voz baixa, porém o seu marido a fez calar.

Llewellyn pigarreou.

— Que lhe parece uns dez cem… Bom, não quero engana-los… Que lhe parece vinte e cinco centavos?

O extraterrestre puxou uma bolsa enorme repleta de moedas e deixou vinte e cinco centavos sobre o mostrador, e murmurou algo à sua companheira.

Esta saiu do carro com uma caixa de porcelana e uma pá com o cabo de ouro. Com a pá, a mulher, — ou seja lá o que for — recolheu cuidadosamente a bosta e a depositou na caixa.

Ambos os extraterrestres entraram rapidamente em seu carro e arrancaram com um zumbido de turbinas e uma nuvem de pó.

Os Crawford viram como eles se afastaram, logo olharam o brilhante quarto de dólar que havia sobre o mostrador. Llewellyn o recolheu e o fez saltar na palma da mão.

— Bom… que te parece? — sorriu.


Toda essa semana as estradas estiveram lotadas de extraterrestres com seus largos e reluzentes automóveis. Iam a todas as partes, viam tudo, e a tudo pagavam com moedas recém-cunhadas e com notas estalando de novas.

Haviam pessoas que falavam mal do governo por os ter deixado entrar, porém beneficiavam o comércio e não causavam nenhum problema. Alguns deles se proclamavam turistas, outros estudantes de sociologia em viagem de estudos.

Llewellyn Crawford foi até o pasto vizinho e recolheu quatro bostas para depositá-las perto da vitrine. Quando veio o próximo hercu Llewellyn pediu, e obteve, um dólar por cada uma.

— Mas porque eles querem isso? — gemia Martha.

— O que nos importa? — dizia seu marido. — Eles as querem e nós as temos! Se Ed Lacey voltar a chamar por causa desse assunto da hipoteca, diga-lhe que não se preocupe.

Esvaziou todas as prateleiras e exibiu nelas a sua nova mercadoria. Subiu o preço para dois dólares, logo cinco.

No dia seguinte mandou escrever um novo cartaz: BOSTAS.


Uma tarde de outono, dois anos mais tarde, Llewellyn Crawford entrou na sala, jogou o chapéu num canto e se deixou cair em uma cadeira.  Por cima dos óculos olhou o enorme objeto circular — magnificamente pintado com anéis concêntricos de azul, laranja e amarelo — que estava sobre a estante. Um observador casual poderia ter considerada uma peça de museu, uma genuína bosta de concurso pintada no planeta Herculis; porém na realidade quem havia montado e pintado foi a senha Crawford, seguindo o exemplo de muitas damas contemporâneas com pretensões artísticas.

— O que te passa, Lew? — perguntou a senhora Crawford com apreensão. Estava de penteado novo e vestia um vestido feito em Nova Iorque, porém parecia alterada e ansiosa.

— O que passa, que passa! — resmungou Llewellyn. — Este velho Thomas está louco, isso é o que passa. Quatrocentos dólares a cabeça! Já não posso comprar vacas por um preço decente.

— Mas Lew, já temos sete rebanhos, não é assim? Além disso…

— Necessitamos mais para enfrentar a demanda, Martha — disse Llewellyn, incorporando-se. — Meu Deus, pensei que você tinha percebido. A bosta tipo rainha já está em quinze dólares, e não temos quantidades suficientes, e a Imperador já chega a mil e quinhentos. Se teremos a sorte…

— É curiosos, mas nunca nos ocorreu pensar que houvessem tantas classes de bostas — disse Martha, nostalgicamente. — A Imperador… é essa que tem uma espiral dupla?

Llewellyn pegou uma revista, com um grunhido.

— E se pudéssemos mudar um pouco a…

Os olhos de Llewellyn se iluminaram.

— Muda-las? — exclamou. — Não… já tentaram. Li aqui mesmo, ontem.

E mostrou um exemplar de O Bostero Norte Americano, começando a folhear as páginas brilhantes.

— Bostagramas — leu em voz alta. — Como conservar as bostas. A leiteria: um proveitoso negócio lateral. Não. Ah, aqui está. O fracasso das bostas falsas. Olhe, aqui diz que um tipo de Amaredo conseguiu uma Imperador e fabricou um molde de gesso. Depois colocou no molde um par de bostas comuns… aqui diz que eram tão perfeitas que ninguém notava a diferença. Mas os hercus não compraram. Eles percebiam.

Fechou a revista e voltou a contemplar os estábulos pela janela traseira.

— Ali está outra vez esse idiota no pátio! Por que não trabalha?

Llewellyn empertigou-se, abriu a cortina e gritou:

— Ei, Delbert! Delbert! — e aguardou. — E ainda por cima é surdo — resmungou.

— Eu irei avisar que você está chamando… — começou a dizer Martha, tirando o avental.

— Não, deixa… eu vou. Tem que estar o tempo todo em cima deles.

Llewellyn saiu pela porta da cozinha e cruzou o pátio até onde estava um jovem magricela, sentado em uma carroça, comendo preguiçosamente uma maçã.

— Delbert! — disse Llewellyn, exasperado.

— Ah… olá, senhor Crawford — disse o jovem, sorrindo e mostrando um buraco nos dentes. Deu um último mordisco e jogou o caroço da maça. Llewellyn o seguiu com os olhos. Como lhe faltavam os dentes da frente, os caroços de maçãs que cuspia Delbert não se pareciam a nada neste mundo.

— Por que não leva as bostas para a vitrine? — perguntou Llewellyn. — Não te pago para que fique sentado na carroça, Delbert.

— Levei algumas esta manhã — disse o rapaz. — Mas Frank me disse para as trazer de volta.

— Frank o que?

Delbert fez um sinal afirmativo.

— Me disse que havia vendido somente dois. Pergunte a ele se eu estou mentindo.

— Agora mesmo — grunhiu Llewellyn. Girou sobre o calcanhar, e voltou a cruzar o pátio.

Na estrada havia parado um carro grande, perto da vitrine, logo atrás de uma caminhoneta bem amassada. Arrancou quando Llewellyn se aproximava, e neste momento chegou outro. Quando Llewellyn estava chegando ao balcão, o extraterrestre voltou ao automóvel, que saiu logo em seguida.

Restava somente um cliente, um outro granjeiro de costeletas grandes com camisa xadrez. Frank, que atendia o balcão, se apoiava comodamente no cotovelo. Nas suas costas, as prateleiras estavam repletas de bostas.

— Bom dia, Roger — disse Llewellyn com fingido prazer. — Como anda a tua família? Que te vendemos, uma linda bosta?

— Bom, não sei — disse o homem das costeletas, coçando o queixo. — Minha mulher gostava desta — ele apontou para um enorme e simétrica que estava em uma estante no centro. — Mas com esses preços…

— Mais barato não posso, Roger. É todo um investimento — disse enfaticamente Llewellyn — Frank, o que comprou este último hercu?

— Nada — disse Frank. Do rádio portátil no seu bolso saía um persistente zumbido musical. — Tirou uma foto da venda e se  foi…

— Bom, e o anterior?

Se ouviu um zumbido de turbinas, e um automóvel grande e reluzente freou às suas costas. Llewellyn voltou-se. Os três extraterrestres do carro usavam chapéus roxos de feltro, coberto de cômicos botons, e levavam insígnias de Yale. Tinham os ternos cinzas de tweed cobertos de confetes.

Um dos hercus saiu e se aproximou do posto, fumando um cigarro por uma abertura do lenço laranja.

— Sim, senhor? — disse em seguida Llewellyn, unindo as mãos e inclinando-se levemente para frente. — Uma linda bosta?

O extraterrestre olhou os objetos cinzentos que estava nas prateleiras; piscou os olhos amarelos, e fez um ruído curioso com a garganta. Depois de um instante, Llewellyn decidiu que isso era uma rizada.

— Qual é a graça? — perguntou, enquanto o seu sorriso se desvanecia.

— Nada — respondeu o extraterrestre. — Estou rindo porque estou feliz. Amanhã volto para casa… nossa viagem de estudos terminou. Posso tirar uma foto da loja?

E já tirou uma pequena câmera com uma garra purpura.

— Bom, creio que… — disse Llewellyn com a voz vacilante. — Enfim, você disse que regressa? Quero dizer que vão todos? E quando voltarão por aqui?

— Nunca — respondeu o extraterrestre; apertou a câmera, tirou a foto, olhou, murmurou algo e a guardou. — Os agradecemos por essa interessante experiência. Adeus.

Deu meia volta e regressou ao carro. O veículo se afastou envolto em uma nuvem de pó.

— Toda a manhã foi assim — disse Frank. — Não compram nada… O único que fazem é tirar fotos.

Llewellyn começa a ficar nervoso.

— Será que falam sério? E vão todos?

— Assim anunciou na rádio — respondeu Frank. — E Ed Coon voltou de Hortonville e esteve aqui de manhã. Disse que não havia vendido nem uma bosta deste anteontem.

— Bom, não intendo — disse Llewellyn. — Não podem irem assim… — Suas mãos tremiam. Colocou-as no bolso. — Olhe Roger — disse ao homem das costeletas. — Quanto pagaria por esta bosta?

— Bom…

— Vale dez dólares, sabe? — disse Llewellyn, acercando-se. Em sua voz havia agora solenidade. — É uma bosta de primeira, Roger.

— Eu sei, mas…

— Que te parece sete e meio, hein?

— Em fim, não sei. Poderia pagar… digamos cinco dólares.

— Vendida. Embrulhe, Frank.

Olhou como o homem das costeletas levava o seu troféu para a caminhoneta.

— Liquidação, Frank — disse com a voz fraca. — Consiga o que puder…


Finalmente o longo dia havia terminado. Abraçados, Llewellyn e Martha Crawford olhavam os últimos clientes que  deixavam a loja das bostas. Frank limpava as prateleiras. Delbert, encostado no balcão, comia uma maça.

— É o fim do mundo, Martha — disse Llewellyn, condoído e com lágrimas nos olhos. — Bostas da melhor qualidade vendidas por míseros centavos!

As luzes de um automóvel grande e chato perfuraram a penumbra. Se deteve na entrada da venda: dentro do carro se viam duas criaturas verdes vestindo impermeáveis escuros; através de duas aberturas nos seus chapéus chatos e azuis apareciam uma antenas emplumadas. Uma das criaturas desceu e foi entrando na loja, com movimentos estranhos e acelerados. Delbert, boquiaberto, deixou cair o caroço da maçã.

— Serpos! — sussurrou Frank, inclinando-se até Llewellyn. — Escutei na rádio que já chegaram. A rádio diz que são de Gamma Serpentis.

A criatura verde examinava as prateleiras meio vazias. Umas sobrancelhas calosas se moviam acima dos olhos brilhantes.

— Bostas, senhor… senhora? — perguntou nervosamente Llewellyn. — Não temos muitas, mas…

— O que é isso? — perguntou o serpo com um sussurro mostrando algo no chão com a garra.

Os Crawford olharam. O serpo mostrava uma coisa amorfa e nodosa perto da bota de Delbert.

— Isso? — perguntou Delbert, renascendo. — Isso é um caroço de maçã. — Olhou Llewellyn, e a luz da inteligência parecia avivar-lhe os olhos. — Me demito, senhor Crawford — disse, pronunciando as palavras com clareza, e logo se virou para o extraterrestre. — É um caroço de maçã Delbert Smith — esclareceu.

Llewellyn, estupefato, viu como o serpo puxa a carteira e da um passo adiante. O dinheiro trocou de mãos. Delbert pegou outra maçã e começou, com muito entusiasmo, a trabalha-la.

— Olha, Delbert — disse Llewellyn, afastando-se de Martha; sua voz tremia e garganta estava seca. — Me parece que temos aqui um bom negócio. Se fosse esperto você alugaria esta loja…

— Não, senhor Crawford — disse Dilbert com indiferença, com a boca cheia de maçã. — Imagine: vou para o meu tio que tem um pomar…

O serpo olhava e girava o caroço de maçã e emitia uns gritinhos agudos de admiração.

— Você sabe, tem que se estar perto da fonte de abastecimento — disse Delbert, balançando seriamente a cabeça.

Llewellyn sentiu que lhe puxavam a manga. Voltou-se: era Ed Lacey, o banqueiro.

— Que passa, Lew? Estive tentando falar contigo toda a tarde, mas o teu telefone não respondia. É sobre o assunto daquela garantia sobre os empréstimos…


Título Original: The Big Pat Boom (1963).
Tradução: Herman Schmitz


Damon Knight - Galeria de Capas


Galeria de imagens aqui: https://plus.google.com/photos/103998711237758699926/albums/5961729596719451281

No Pinterest: http://www.pinterest.com/hermanschmitz/damon-knight-cover-art-gallery/

DAMON KNIGHT nasceu no Estado de Oregon, nos Estados Unidos, em 1922. Mudou-se para Nova Iorque em 1940. Imediatamente tornou-se membro da Futurian Society, um grupo informal de escritores da década de quarenta, entre os quais se destacam alguns nomes importantes da ficção científica: Isaac Asimov, James Blish, Virgínia Kidd, C. M. Kornbluth, Robert A. W. Lowndes, Judith Merril, Frederik Pohl, Larry Shaw, Richard Wilson e Donald A. Wollheim.

Até a chegada de Damon Knight ao mundo da ficção científica, o gênero não tinha ainda sido criticado como uma forma de literatura tão válida quanto qualquer outra. Haviam apenas menções nas revistas especializadas e eventualmente nos jornais de maior circulação. Damon Knight introduziu a crítica nas revistas especializadas e, pela seriedade dos seus escritos, abriu caminho para o gênero em outras publicações de caráter geral (hoje, por exemplo, há uma seção permanente de crítica de ficção científica no The New York Times Book Review).

Mas Damon Knight não se limitou a criticar. Nos últimos trinta anos vem escrevendo contos e romances, editando antologias, ilustrando livros e revistas, e traduzindo. Em 1956 recebeu o Prêmio Hugo de melhor crítico do ano. Foi fundador e primeiro presidente da Associação de Escritores de Ficção Científica da América.

Vive atualmente em Milford, na Pensilvânia, onde - com sua mulher, a escritora Kate Wilhelm - dirige a Milford Science Fiction Writer's Conference, que recebe anualmente mais de trinta escritores para discutir os problemas do gênero literário que escolheram.

Romances publicados: A For Anything, Beyond the Barrier, Hell's Pavement, The Other Foot e The Rithian Terror.

Volumes de contos publicados: Far Out, In Deep, Off Center, Turning On e Three Novels.

Damon Knight esteve no Brasil em 1969 participando de um simpósio sobre a literatura de ficção científica e o cinema, realizado durante o Segundo Festival Internacional do Filme do Rio de Janeiro.


Damon Knight - O Outro Pé (PDF ou ePUB)

O OUTRO PÉ - Damon Knight

MARTIN NAUMCHICK, repórter do Paris-Soir, estava parado do lado de fora da espaçosa jaula que abrigava Fritz, o recém ad-quirido bípede do Planeta Brecht, quando o mundo deu uma sacudidela...

No momento seguinte, já não estava mais do lado de fora da jaula, olhando para dentro, mas dentro, olhando para fora. Não era mais Martin Naumchick. Era Fritz, o bípede, um alienígena estranho, vindo de um mundo distante.

Ao mesmo tempo, Fritz, que vivera a maior parte da sua vida no Jardim Zoológico de Hamburgo, também sentiu a sacudidela. E encontrou-se fora da sua jaula... olhando para o agitado bípede no interior, que estava esmurrando a parede de vidro com ambos os punhos . . .

O mundo de Fritz ficava a dezoito anos-luz de distância da Terra. O animal era ágil, tinha três dedos em cada mão e uma cabeça que era um misto de humana, de felina e de ave.

Fritz era tímido e obediente, feliz de passar sua vida numa jaula, até que surgiu o inesperado. O inesperado que o lançou num mundo de confusão e de incríveis acontecimentos, onde o homem se tornou monstro e o monstro transformou-se em homem.


Para ler OnLine ou baixar o PDF, link aqui: http://www.slideshare.net/slideshow/embed_code/29505911

Para Baixar o ePUB link aqui: http://www.4shared.com/office/P8EAsjcv/DAMON_KNIGHT_-_O_OUTRO_P.html