Aqui está o homem - Michael Moorcock (español/português)

HE AQUÍ EL HOMBRE

    NO tiene ningún poder material como el que poseían los emperadores-dioses; no tiene más seguidores que los pescadores y los habitantes del desierto. Ellos le dicen que es dios. El les cree. Los seguidores de Alejandro decían: "Es imbatible, por tanto es dios". Los seguidores de este hombre no piensan nada; él fue su acto de creación espontánea; ahora les dirije, este nazareno loco llamado Jesús de Nazaret.

Y hablaba y les decía: Sí, verdaderamente yo era Karl Glogauer y ahora soy Jesús el Mesías, el Cristo.

Y era así.

CAPITULO UNO

 

    LA máquina del tiempo era una esfera llena de líquido lechoso en la que flotaba el viajero encerrado en un traje de goma, respirando a través de una máscara ligada a un tubo conectado con la pared de la máquina. La esfera se rompió al aterrizar y el fluido se derramó por el polvo y lo absorbió la tierra. Instintivamente, Glogauer se hizo una bola al descender el nivel del líquido y se hundió hasta el plástico flexible del forro interno de la esfera. Los extraños instrumentos criptográficos quedaron quietos y silenciosos. La esfera se movió y rodó cuando lo que quedaba del líquido se derramó por el gran corte de su costado.

Glogauer abrió un instante los ojos y volvió a cerrarlos. Luego abrió la boca en una especie de bostezo y su lengua se agitó y lanzó un gruñido que se convirtió en ululación.

Se oyó a sí mismo. Hablaba en Lenguas. Sí, eso era, pensó. El lenguaje del inconsciente. Pero no podía adivinar lo que estaba diciendo.

Se le quedó el cuerpo inerte y como dormido, se estremeció. Su viaje por el tiempo no había sido fácil y ni siquiera el espeso fluido le había protegido por completo, aunque era indudable que le había salvado la vida. Debía tener algunas costillas rotas, sin duda. Estiró los brazos y las piernas laboriosamente y se arrastró por el plástico resbaladizo hacia la abertura de la máquina. Vio la fuerte claridad del sol, vio un cielo como acero relumbrante. Logró arrastrarse y auparse por la cintura hasta la abertura y luego cerró años después de que su padre llegase a Inglaterra, de animado también. Ahora lloraba. 

 Navidad, 1949. Tenía nueve años. Había nacido dos años después de que su padre llegase a Inglaterra, de Australia.

Los otros niños gritaban y reían en la grava del parque. El juego había empezado con bastante entusiasmo y Karl, algo nervioso, se había unido a él muy animado también. Ahora lloraba.

—¡Bajadme de aquí! ¡Basta, Mervyn, por favor!

Le habían atado con los brazos abiertos a la valla de alambre del parque. La valla se inclinaba por su peso y uno de los postes amenazaba con soltarse. Mervyn Williams, el muchacho que había propuesto el juego, empezó a mover el poste de modo que Karl se vio lanzado violentamente adelante y atrás, fijado a la alambrada, alambrada.

Se daba cuenta de que sus gritos no hacían más que estimularle, así que apretó los dientes y permaneció callado.

Luego, quedó inerte, fingiendo un desmayo; las cuerdas con que le habían atado se le clavaban en las muñecas. Percibió que las voces de los otros niños cesaban.

—¿Le pasará algo? —susurraba Molly Turner.

—Hace comedia —contestó Williams, no muy seguro.

Sintió que le desataban, sintió dedos hurgando en los nudos. Se dejó caer deliberadamente, cayó de rodillas, rozándose en la grava; luego se desplomó de bruces en el suelo.

Oyó, remotas, sus voces preocupadas. Hasta él mismo se había convencido de su propia comedia.

Williams le zarandeó.

—Despierta, Karl. Basta ya de comedia.

Siguió donde estaba, perdiendo el sentido del tiempo hasta que oyó la voz del señor Matson por encima de la algarabía general.

—¿Qué demonios estabais haciendo, Williams?

—Era un juego, señor, jugábamos a Jesús. Karl era Jesús. Le atamos a la valla. Fue idea suya, señor. No era más que un juego, señor.

 

 

 

    Aunque tenía el cuerpo agarrotado, Karl logró mantenerse inmóvil, respirando muy despacio.

—No es un chico fuerte como tú, Williams, deberías haber tenido más cuidado.

—Lo siento, señor. Lo siento de veras.

Parecía que Williams estaba llorando.

Karl se sentía henchido, rebosante de triunfo...

Se lo llevaban. Le dolían tanto la cabeza y el costado que se sentía enfermo. No había tenido oportunidad de descubrir exactamente a donde le había llevado la máquina del tiempo, pero al volver la cabeza, pudo ver por el atuendo del hombre que iba a su derecha que estaba al fin en el Oriente Medio.

Se había propuesto desembarcar en el año 39 d. C., en el desierto, fuera de Jerusalén, cerca de Belén. ¿Le conducirían ahora a Jerusalén?

Iba en unas parihuelas, hechas, al parecer, con pieles de anímale, lo cual indicaba que debía estar sin duda en el pasado. Dos hombres llevaban sostenidas las parihuelas en los hombros. Otros caminaban a ambos lados. Olía a sudor y a grasa animal y a un aroma mohoso que no podía identificar. Se dirigían hacia una sucesión de colinas que se perfilaban a lo lejos.

Pestañeó al inclinarse las parihuelas y el dolor del costado aumentó. Se desmayó otra vez.

Despertó unos instantes y oyó voces. Hablaban lo que sin duda era una forma de arameo. Parecía haber anochecido, pues la oscuridad era total. No caminaban ya. Notó paja debajo. Se sintió aliviado. Se durmió.

 

 

 

En aquellos días se presentó Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea. Decía: Haced penitencia porque el reino de los cielos está cerca. Este es aquél de quien se dijo por el profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Y ese Juan traía ropa de pelo de camello y ceñidor de cuero a la cintura; y se alimentaba de langostas y de miel silvestre, iban, pues, a verle, las gentes de Jerusalen y de toda Judea y de toda la ribera del Jordán. Y él les bautizaba y confesaban sus pecados.

(Mateo 3:1-6)

 

 

 

    Estaban lavándole. Sentía correr el agua fría por su cuerpo desnudo. Habían logrado quitarle su traje protector. Tenía ahora capas gruesas de tela sobre las costillas, en el costado, atadas con tiras de cuero.

Se sentía débil; el cuerpo le ardía, pero el dolor se había calmado.

Estaban en un edificio, o quizás una cueva, era demasiado oscuro para poder saberlo. Estaba tendido sobre un montón de paja, empapado en agua. Sobre él, dos hombres seguían remojándole con agua de unas vasijas.de barro cocido. Eran hombres de rasgos duros y de tupidas barbas que vestían ropas de algodón.

Se preguntó si podría formar una frase que ellos pudieran entender. Conocía bien el arameo escrito, pero no estaba seguro de la pronunciación de ciertos sonidos.

Por fin, carraspeó y dijo:

—¿Dónde... ser... este... lugar...?

Ellos fruncieron el ceño, movieron la cabeza, y dejaron las vasijas de agua.

—Yo... busco... un... nazareno... Jesús...

—Nazareno. Jesús —uno de los hombres repitió las palabras, aunque parecía que no significaban nada para él. Se encogió de hombros.

Pero el otro sólo repitió la palabra nazareno, muy despacio, como si para él tuviera un significado especial. Murmuró unas cuantas palabras al otro hombre y se dirigió a la entrada de la estancia.

Karl Glogauer siguió intentando decír algo que pudiera entender el otro hombre.

—¿Qué... años... reinando... emperador... Roma? Era una pregunta confusa, lo comprendía. Sabía que Cristo había sido crucificado en el quinceavo año del reinado de Tiberio, y por eso había formulado aquella pregunta. Intentó estructurar mejor la frase.

—¿Cuántos... años... lleva remando Tiberio?

—¿Tiberio? —el hombre frunció el ceño.

El oído de Glogauer iba adaptándose ya al acento e intentó imitarlo mejor.

—Tiberio. Emperador de los romanos. ¿Cuántos años lleva reinando?

—¿Cuántos? —el hombre movió al cabeza—. No sé.

Glogauer había conseguido al fin hacerse entender.

—¿En qué lugar estamos? —preguntó.

—En el desierto, más allá de Maqueronte —contestó el hombre—. ¿No lo sabías?

Maqueronte quedaba al suroeste de Jerusalén, al otro lado del Mar Muerto. Era evidente que estaba en el pasado, durante el reinado de Tiberio, pues aquel hombre había identificado el nombre con bastante facilidad. Volvía ya su compañero, y con él un individuo inmenso, de grandes brazos, velludos y musculosos, y pecho enorme. Llevaba en una mano un gran báculo. Vestía pieles de animales y debía medir casi uno noventa. El pelo, negro y rizado, lo llevaba muy largo, y tenía una barba negra y tupida, que le cubría la parte de arriba del pecho. Se movía como un animal y sus ojos castaños, grandes y penetrantes, miraban cavilosos a Glogauer.

Habló con voz profunda, aunque demasiado rápido, y Glogauer no pudo seguirle. Ahora le tocaba a él mover la cabeza.

El hombre grande se acuclilló a su lado.

—¿Quién eres tú?

Glogauer hizo una pausa. No había supuesto que le encontrarían de aquel modo. Su propósito era disfrazarse de viajero sirio, con la esperanza de que los acentos locales fuesen lo bastante distintos para explicar su escasa familiaridad con el idioma. Decidió que lo mejor era atenerse a aquella historia y esperar que diese buen resultado.

—Soy del norte —dijo.

—¿No eres de Egipto? —preguntó el hombre grande.

Al parecer, habían supuesto que Glogauer era de allí: Glogauer decidió que si era eso lo que creía el hombre grande, también él podría aceptarlo.

—Vine de Egipto hace dos años —dijo.

El hombre grande asintió, aparentemente satisfecho.

—Así que eres un mago de Egipto. Eso imaginamos. Y te llamas Jesús, y eres Nazareno.

—Yo busco a Jesús, el Nazareno —dijo Glogauer.

—Entonces, ¿tú cómo te llamas? —parecía decepcionado.

Glogauer no podía darle su propio nombre. Les parecería demasiado extraño. Casi por impulso, dio el de su padre:

—Emmanuel —dijo.

El hombre asintió, satisfecho de nuevo.

—Emmanuel.

Glogauer comprendió demasiado tarde que la elección de nombres había sido desafortunada, dadas las circunstancias, pues en hebreo Emmanuel significaba "Dios con nosotros" y tenía sin duda una significación mística para su interlocutor.

—¿Y tu nombre cuál es? —preguntó.

El hombre se irguió. Miró caviloso a Glogauer.

—¿No me conoces? ¿No has oído hablar de Juan, el que llaman el Bautista?

Glogauer intentó ocultar su sorpresa, pero evidentemente Juan el Bautista vio que su nombre le resultaba familiar. Movió su desgreñada cabeza y dijo:

—Veo que me conoces. Bien, mago, ahora yo debo decidir, ¿no?

—¿Qué debes decidir? —preguntó nervioso Glogauer.

—Si eres el amigo de las profecías o el falsario contra el que nos previno Adonai. Los romanos me entregarían en manos de mis enemigos, los hijos de Herodes.

—¿Pero por qué?

—Tú debes saber por qué, pues yo hablo contra los romanos que esclavizan a Judea y contra las injusticias que comete Herodes, y profetizo el tiempo en que todos los impíos serán aniquilados y se restaurará el reino de Adonai sobre la tierra, tal como dijeron los profetas antiguos. Yo digo al pueblo: "Preparaos para el día en que tendréis que empuñar la espada para cumplir la voluntad de Adonai". Los impíos saben que ese día perecerán, y por ello me destruirán.

Pese a la fuerza de sus palabras, el tono de Juan era natural y sencillo. No había la menor sombra de locura o fanatismo en su rostro ni en su porte. Parecía un vicario anglicano leyendo un sermón cuyo significado hubiese perdido fuerza para él.

Karl Glogauer comprendió que lo que decía era básicamente que estaba sublevando al pueblo para expulsar a los romanos y a su títere Herodes y establecer un régimen más "justo". El atribuir este plan a "Adonai" (uno de los nombres de Yavé y que significaba El Señor) parecía, como habían supuesto muchos eruditos del siglo XX, un medio de dar más fuerza a su plan. En un mundo en que la religión y la política, incluso en Occidente, estaban inextricablemente entrelazadas, era necesario atribuir al plan un origen sobrenatural.

Glogauer pensó que en realidad era bastante probable que Juan creyese que su idea la había inspirado Dios, pues los griegos, al otro lado del Mediterráneo, aún seguían discutiendo los orígenes de la inspiración, si nacía en la cabeza del hombre o si la colocaban allí los dioses. El que Juan le aceptase como una especie de mago egipcio, tampoco sorprendió particularmente a Glogauer. Sin duda las circunstancias de su aparición debían haber parecido extraordinariamente milagrosas y al mismo tiempo aceptables, sobre todo para una secta como los esenios, que practicaban la penitencia y el ayuno y que debían estar muy acostumbrados a tener visiones en aquel desierto abrasador. No había duda ya de que aquellos individuos eran los neuróticos esenios, cuyo lavatorio ritual (el bautismo) y cuyas penitencias y ayunos se correspondían con el misticismo casi paranoico que les llevaba a inventar idiomas secretos y cosas parecidas, seguro indicio de su estado de desequilibrio mental. Todo esto pensaba Glogauer, el psiquiatra fallido, pero Glogauer, el hombre, vacilaba entre los polos del racionalismo extremo y el deseo de dejarse convencer por el misticismo.

—Debo meditar —dijo Juan, volviéndose hacia la entrada de la cueva—. Debo rezar. Permanecerás aquí hasta que reciba instrucciones.

Y abandonó la cueva con rápidas zancadas.

Glogauer volvió a hundirse en la paja húmeda. Se hallaba sin duda en una cueva de piedra caliza, y la atmósfera del interior era sorprendentemente húmeda. Debía hacer mucho calor fuera. Se sentía soñoliento.

CAPITULO DOS

 

    CINCO años en el pasado. Casi dos mil en el futuro. Tendido en la cama, caliente y pegajosa, con Mónica. Una vez más, otra tentativa de hacer el amor de modo normal que había derivado en la ejecución de pequeñas aberraciones que parecían satisfacerla más que ninguna otra cosa.

Aún no había llegado a una relación plena, a culminar sus relaciones. Todo sería verbal, como siempre. Y acabaría, como siempre, en coléricas discusiones.

—Supongo que vas a decirme de nuevo que no estas satisfecho —dijo ella, aceptando el cigarrillo encendido que él le entregaba en la oscuridad.

—Estoy perfectamente —dijo él.

Se quedaron un rato en silencio, fumando.

Luego, pese a que sabía cuál sería el resultado si lo hacía, se puso a hablar, casi sin darse cuenta.

—Resulta irónico, ¿no crees? —empezó.

Esperó su respuesta. Tardaría un poco, lo sabía.

—¿Qué quieres decir? —dijo ella al fin.

—Todo esto, el que pases todo el día intentando ayudar a neuróticos sexuales a convertirse en personas normales. Y pases las noches haciendo lo que ellos.

—No en la misma medida. Ya sabes que todo es cuestión de grados.

—Eso es lo que tú dices.

Volvió la cabeza y la miró a la luz de las estrellas que entraba por la ventana. Era una pelirroja de rasgos afilados, con la voz tranquila, seductora y profesional de la asistenta social psiquiátrica que era; una voz suave, equilibrada y falsa. Sólo de cuando en cuando, cuando se ponía muy nerviosa, asomaba a su voz su carácter real. Sus rasgos jamás parecían en reposo, ni cuando dormía. Tenía los ojos siempre tensos, y sus movimientos no eran espontáneos casi nunca. Una capa protectora la cubría por completo, y probablemente se debiese a ello el escaso placer que le producían las relaciones amorosas normales.

—Lo que pasa es que no puedes entregarte, ¿verdad? —dijo él.

—Oh, cállate de una vez, Karl. Échate un vistazo a ti mismo si quieres ver un ejemplo de neurosis.

Los dos eran psiquiatras aficionados, ella asistenta social psiquiátrica, él un simple lector, un diletante, aunque había estudiado un curso tiempo atrás, cuando había decidido hacerse psiquiatra. Utilizaban profusamente la terminología psiquiátrica, se sentían más felices si podían nombrar algo.

El se volvió y se apartó de ella, cogiendo el cenicero de la mesita de noche y viéndose de pasada en el espejo del tocador. Era un vendedor de libros judío, moreno, de ojos profundos y de carácter melancólico, la cabeza llena de imágenes y obsesiones sin resolver, el cuerpo lleno de emociones. Siempre perdía en aquellas discusiones con Mónica. Ella era la dominante en el terreno verbal. Esta especie de intercambio le parecía a veces más perversa que su forma de hacer el amor, en que, normalmente al menos, su papel era el masculino. Comprendía que era básicamente un individuo pasivo, masoquista e indeciso. Incluso su cólera, que aparecía con frecuencia, era impotente. Mónica le llevaba diez años, diez años de amargura. Como persona, por supuesto, tenía mucho más dinamismo del que pudiese tener él; pero como asistenta social psiquiátrica había tenido exactamente tantos fracasos como él. Continuaba esperando aún, cada vez más cínica en apariencia, quizás unos cuantos éxitos espectaculares con los pacientes. Ambos intentaban hacer demasiado, ése era el problema, pensaba él. Los sacerdotes suministraban una panacea con la confesión; los psiquiatras intentaban curar y casi siempre fracasaban, pero al menos lo intentaban. Eso pensaba él, y se preguntaba si, después de todo aquello sería una virtud.

—Ya me he mirado —contestó.

¿Se había dormido ella? Se volvió. Los ojos vivaces aún seguían abiertos, miraba por la ventana.

—Ya me miré a mí mismo —repitió—. Tal como hizo Jung "¿Cómo puedo ayudar a esas personas si yo mismo soy un fugitivo y quizás sufra también del morbus sacer de una neurosis?" Eso fue lo que Jung se preguntó a sí mismo...

—Ese viejo sensacionalista. Ese viejo racionalizador de su propio misticismo. No es raro que no pudiese llegar a ser psiquiatra.

—No habría sido un buen psiquiatra. Pero eso no tiene nada que ver con Jung...

—No te desquites conmigo...

—Tú me has dicho que sentías lo mismo... que te parecía inútil...

—Después de una semana de duro trabajo, quizás pueda haberlo dicho. Dame otro cigarrillo.

El abrió la cajetilla que tenía en la mesita y se puso dos cigarrillos en la boca, los encendió y le pasó uno.

Casi distraídamente, se dio cuenta de que la tensión aumentaba. La discusión, como siempre, no tenía objeto. Pero lo importante no era la discusión, la discusión era simple expresión de su relación básica. Se preguntó si ésta sería o no importante en algún sentido.

—No me dices la verdad —se daba cuenta de que no había ya modo de parar el asunto, una vez iniciado todo el ritual.

—Te estoy diciendo la verdad práctica. No siento ninguna compulsión que me empuje a dejar el trabajo. No tengo el menor deseo de fracasar en la vida...

—¿Fracasar en la vida? Eres más melodramática que yo.

—Eres demasiado vehemente, Karl. Quieres salir un poco de ti mismo.

—Si yo fuese tú —dijo él burlón— abandonaría mi trabajo, Mónica. No estás más dotada para él de lo que estaba yo.

—Eres un cabroncete —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—No te tengo envidia, si te refieres a eso. Nunca he entendido qué es lo que busco.

La risa de ella era frágil y artificial.

—El hombre moderno a la búsqueda de un alma, ¿verdad? El hombre moderno a la búsqueda de una entrepierna, diría yo. Y puedes tomártelo como quieras.

—Estamos destruyendo los mitos que hacen girar el mundo.

—Ahora di: "¿Y por qué los estamos sustituyendo?" Eres un rancio y un imbécil, Karl. Nunca has sido capaz de considerar racionalmente nada. Ni siquiera a ti mismo.

—¿Y qué? Tú dices que el mito no tiene importancia.

Jung sabía que el mito también puede crear la realidad.

—Lo cual demuestra que era un pobre imbécil que no sabía lo que decía.

El estiró las piernas. Al hacerlo, rozó las de ella y se encogió de nuevo. Se rascó la cabeza. Ella seguía tendida allí fumando, pero ya sonreía.

—Vamos —dijo—. Hablemos un poco de Cristo.

El no contestó. Le pasó la colilla y él la colocó en el cenicero. Miró el reloj. Eran las dos de la mañana.

—¿Por qué lo hacemos? —dijo.

—Porque debemos —dijo ella. Y le colocó la mano en la nuca y atrajo hacia sí su cabeza colocándola sobre los pechos—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

 

 

 

Nosotros los protestantes debemos, tarde o temprano, afrontar esta cuestión: ¿Hemos de entender la "Imitación de Cristo" en el sentido de que debemos copiar su vida y, si se me permite utilizar la expresión, remedar sus estigmas? ¿O en el sentido más profundo de que hemos de vivir nuestras propias vidas con la misma autenticidad con que él vivió la suya en todas sus implicaciones? No es cosa fácil vivir una vida modelada sobre la de Cristo, pero es muchísimo más difícil vivir la propia vida con la misma autenticidad con que él vivió la suya. Quien así lo hiciere... sería incomprendido, escarnecido, torturado y crucificado... Una neurosis es una disociación de la personalidad...

(Jung: El hombre moderno a Ja búsqueda de un alma)

 

 

 

    Juan el Bautista estuvo fuera un mes y Glogauer vivió con los esenios, resultándole sorprendentemente fácil, una vez que se le curaron las costillas, adaptarse a la vida diaria de la comunidad. El pueblo de los esenios consistía en una mezcla de casas de una sola planta, hechas de piedra caliza y ladrillos de barro, y las cuevas que se hallaban a ambos lados del pequeño valle. Los esenios compartían entre sí sus posesiones y aquella secta concreta tenía mujeres, aunque muchos esenios llevasen vidas absolutamente monásticas. Los esenios eran también pacifistas y se negaban a poseer o a hacer armas, pese a que aquella secta concreta tolerase al belicoso Bautista. Quizás su odio a los romanos les hiciese olvidar sus principios, o quizás no supieran a ciencia cierta cuál era, en realidad, el motivo de su tolerancia, apenas cabían dudas de que Juan el Bautista era prácticamente su jefe.

La vida de los esenios consistía en un baño ritual tres veces al día, la oración y el trabajo. El trabajo no era difícil. Glogauer guiaba a veces un arado del que tiraban otros dos miembros de la secta, cuidaba las cabras, a las que dejaba pastar por las laderas de los cerros. Era una vida pacífica y ordenada, e incluso los aspectos poco saludables resultaban tan rutinarios que Glogauer apenas los advertía pasado ya un tiempo.

Cuando iba a cuidar las cabras, se tumbaba en la cima de un cerro y contemplaba el paisaje, que no era propiamente desierto sino páramos con maleza y roca en los que podían ramonear y alimentarse animales como cabras y ovejas. Había también matorrales bajos que quebraban la monotonía del paisaje y algunos arbolitos a las orillas del río, que debía desembocar sin duda en el Mar Muerto. El terreno era irregular. Su perfil tenía la apariencia de un lago tormentoso, congelado y teñido de amarillo y marrón. Pasado el Mar Muerto, estaba Jerusalén. Evidentemente, Cristo aún no había entrado en la ciudad por última vez. Antes de que eso sucediera, tendría que morir Juan el Bautista.

El sistema de vida de los esenios era bastante cómodo, pese a toda su simplicidad. Le habían dado un taparrabos de piel de cabra y un báculo y, salvo por el hecho de que estaba vigilado día y noche, parecían aceptarle como una especie de miembro laico de la secta.

A veces, le preguntaban por su carro (la máquina del tiempo que se proponían trasladar muy pronto del desierto al pueblo) y él les explicaba que le había trasladado de Egipto a Siria y luego hasta allí. Aceptaban el milagro tranquilamente. Tal com él había sospechado, eran gentes acostumbradas a los milagros.

Los esenios habían visto, en realidad, cosas más extrañas que su máquina del tiempo. Habían visto caminar a hombres sobre las aguas y bajar a los ángeles del cielo. Habían oído la voz de Dios y de sus arcángeles, y también las voces tentadoras de Satán y de sus servidores. Escribían todas estas cosas en sus rollos de pergamino. Eran únicamente un registro de lo sobrenatural, lo mismo que sus otros pergaminos lo eran de su vida diaria y de las noticias que les traían los miembros itinerantes de la secta.

Vivían constantemente en presencia de Dios y hablaban con El y El les contestaba cuando mortificaban lo suficiente su carne y ayunaban y salmodiaban sus oraciones bajo el abrasador sol de Judea.

Karl Glogauer se dejó crecer el pelo y la barba. Mortificó también su carne y ayunó y cantó las oraciones bajo el sol, tal como hacían ellos. Pero no oía a Dios y sólo una vez creyó ver un arcángel con alas de fuego.

Pese a su afán de experimentar las alucinaciones de los esenios, Glogauer estaba decepcionado, pero le sorprendía el sentirse tan bien, considerando todas las penalidades voluntarias que tenía que soportar, y se sentía, además, cómodo y relajado en compañía de aquellos hombres y mujeres que eran sin duda dementes. Quizás se debiese a que la locura de los esenios no era muy distinta de la suya propia, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo dejó de plantearse tal problema.

Juan el Bautista volvió un anochecer seguido de unos veinte de sus discípulos más allegados. Glogauer le vio cuando se disponía a meter las cabras en la cueva para la noche. Esperó a que Juan se aproximase.

El Bautista estaba ceñudo, pero su expresión se suavizó al ver a Glogauer. Sonrió y le cogió del brazo, al modo romano.

—Bueno, Emmanuel, eres amigo nuestro, como yo suponía. Enviado por Adonai para ayudarnos a que se cumpla Su voluntad. Tú me bautizarás mañana, para mostrar a todo el pueblo que El está con nosotros.

Glogauer estaba cansado. Había comido muy poco y había pasado la mayor parte del día al sol, cuidando las cabras. Bostezó. Le resultaba difícil contestar. Sin embargo, se sentía aliviado. Era evidente que Juan había estado en Jerusalén intentando descubrir si le habían enviado los romanos como espía; y parecía tranquilizado, parecía confiar en él.

Le preocupaba, de todos modos, la fe del Bautista en sus poderes.

—Juan —empezó—. No soy ningún vidente...

La cara del Bautista se ensombreció por un instante. Luego se echó a reír.

—No digas nada. Ven a comer conmigo por la noche. Tengo langostas y miel silvestre.

Glogauer aún no había probado aquellos alimentos, que eran la dieta básica de los viajeros que no llevaban provisiones y vivían de lo que podían encontrar de camino. Había quien lo consideraba un manjar.

 

 

 

    Lo probó más tarde, cuando fue a casa de Juan. La casa sólo tenía dos habitaciones, un comedor y un dormitorio. La miel y las langostas le parecieron un plato demasiado dulce para su gusto, pero resultaba un cambio muy agradable después de la cebada y la carne de cabra.

Se sentó con las piernas cruzadas frente a Juan el Bautista, que comía con fruición. Era ya noche cerrada. Llegaban de fuera los murmullos y los gemidos y gritos de quienes se hallaban en oración.

Glogauer sumergió otra langosta en el cuenco de miel que estaba colocado entre los dos.

—¿Piensas dirigir al pueblo de Judea contra los romanos? —preguntó.

Al Bautista pareció inquietarle una pregunta tan directa. Era la primera de aquella naturaleza que le hacía Glogauer.

—Sí tal fuese la voluntad de Adonai —dijo, sin alzar la vista, mientras se inclinaba hacia el cuenco de miel.

—¿Lo saben los romanos?

—No lo sé, Emmanuel, pero Herodes, el incestuoso, sin duda les habrá dicho que hablo contra los inicuos.

—Pero los romanos no te han detenido.

—Pilatos no se atreve... sobre todo después de la petición que se envió al emperador Tiberio.

—¿Qué petición?

—Bueno, las que firmaron Herodes y los fariseos cuando Pilatos puso placas votivas en el palacio de Jerusalén e intentó profanar el templo. Tiberio reprendió a Pilatos y, desde entonces, aunque aún odia a los judíos, nos trata con mucho más cuidado.

—Dime, Juan, ¿cuánto tiempo lleva reinando Tiberio en Roma? —no había tenido oportunidad de volver a formular aquella pregunta hasta entonces.

—Catorce años.

Así que estaban en el 28 después de Cristo; faltaba algo menos de un año para la crucifixión, y su máquina del tiempo estaba destrozada.

Juan el Bautista planeaba ya una rebelión armada contra los romanos, pero, si había de dar crédito a los Evangelios, pronto sería decapitado por Herodes. Desde luego, no se había producido por entonces ninguna rebelión en gran escala. Ni los que afirmaban que la entrada de Jesús y sus discípulos en Jerusalén y la invasión del templo habían sido acciones de rebeldes armados, habían hallado pruebas que sugiriesen que Juan el Bautista hubiese acaudillado una rebelión similar.

Glogauer había acabado por estimar bastante al Bautista. Era, sencillamente, un revolucionario endurecido que llevaba años planeando la insurrección contra los romanos y que había ido haciéndose poco a poco con suficientes seguidores como para que el éxito pudiese coronar sus propósitos. A Glogauer le recordaba mucho a los jefes de la Resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Poseía una dureza similar y una comprensión similar de las realidades de su posición. Sabía que sólo tendría una posibilidad de aplastar a las cohortes que estaban de guarnición en el país. Si la insurrección no triunfaba de inmediato, Roma tendría tiempo suficiente para enviar más tropas a Jerusalén.

—¿Cuándo crees tú que se propone Adonai destruir a los inicuos por mediación tuya? —dijo prudentemente Glogauer.

Juan le miró curioso y burlón. Sonrió.

—La Pascua es una época en la que la gente está inquieta y odia más a los extranjeros —dijo.

—¿Cuándo es la próxima Pascua?

—No faltan muchos meses.

—¿Cómo puedo ayudaros yo?

—Tú eres un mago.

—Yo no puedo hacer milagros.

Juan se limpió la miel de la barba.

—No puedo creerlo, Emmanuel. Viniste aquí de un modo milagroso. Los esenios no sabían si eras un demonio o un mensajero de Adonai.

—No soy ni una cosa ni otra.

—¿Por qué deseas confundirme, Emmanuel? Sé que eres mensajero de Adonai. Eres la señal que los esenios esperaban. Ya casi ha llegado el momento. Pronto se establecerá en la tierra el reino del cielo. Ven conmigo. Dile al pueblo que Adonai habla por tu boca. Haz grandes milagros.

—Tu poder estaba debilitándose, ¿no es eso? —Glogauer miró fijamente a Juan—. ¿Acaso me necesitas para renovar las esperanzas de tus rebeldes?

—Hablas como un romano, sin la menor sutileza —dijo Juan, levantándose bruscamente.

Evidentemente Juan, igual que los esenios con quienes vivía, prefería una conversación menos directa. Había una razón práctica para ello. Glogauer lo sabía; era que Juan y sus hombres temían la traición. Los esenios escribían incluso sus anales parcialmente en lenguaje cifrado, con una palabra o una frase, inocentes en apariencia, que significaban algo completamente distinto.

—Discúlpame, Juan. Pero dime si tengo razón —dijo Glogauer con voz suave.

—¿No eres un mago que llegó en un carro que surgió de la nada? —dijo el Bautista agitando las manos y encogiéndose de hombros—. Mis hombres te vieron. Vieron a aquel objeto resplandeciente adquirir forma en el aire y romperse y te vieron salir de él. ¿No es eso magia? La ropa que llevabas... ¿eran prendas terrenas? Los talismanes que había dentro del carro... ¿no indicaban una magia poderosa? El profeta dijo que vendría un mago de Egipto, que se llamaría Emmanuel... ¡así está escrito en el libro de Micaj! ¿Acaso no son ciertas esas cosas?

—La mayoría de ellas. Pero hay explicaciones... —se interrumpió, incapaz de dar con el sinónimo exacto de "racional"—. Soy un hombre normal, como tú. ¡No tengo ningún poder de hacer milagros! ¡Soy sólo un hombre!

Juan le miró furioso.

—¿Quieres decir con eso que te niegas a ayudarnos?

—Os estoy muy agradecido a ti y a los esenios. Me salvasteis la vida. Si pudiese pagaros...

Juan cabeceó pausadamente.

—Puedes, Emmanuel.

—¿Cómo?

—Siendo el gran mago que yo necesito. Déjame presentarte a todos los que se impacientan y se apartan de la voluntad de Adonai. Déjame explicarles cómo viniste hasta nosotros. Luego podrás decir que todo es voluntad de Adonai y que deben prepararse todos para cumplirla.

Juan le miraba fijamente.

—¿Lo harás, Emmanuel?

—Lo haré por ti, Juan. Y, a cambio, tú enviarás hombres que traigan aquí mi carro lo antes posible. Quiero ver si puede arreglarse.

—Lo haré.

Glogauer se sintió de pronto entusiasmado. Se echó a reír. El Bautista le miró sorprendido. Luego, también él se echó a reír.

Glogauer no paraba de reír. Aunque la historia no lo mencionase, él junto con Juan el Bautista, prepararía el camino de Cristo.

Cristo aún no había nacido. Quizás Glogauer lo supiese, un año antes de la crucifixión.

 

 

 

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la gloria del unigénito del padre, lleno de gracia y de verdad. De él da testimonio Juan y exclama diciendo: "He aquí aquél de quien os decía que ha de venir después de mí, ha sido preferido a nú; por cuanto era antes que yo".

(Juan 1:14-15)

 

 

 

    Había tenido grandes discusiones con Mónica desde que la conocía. Entonces su padre aún no había muerto y no le había dejado el dinero con que compró más tarde la Librería Ocultista de la calle Great Russell, frente al Museo Británico. El andaba haciendo, por entonces, todo tipo de trabajos eventuales y esto le deprimía mucho. Mónica parecía significar una gran ayuda, una excelente guía en la oscuridad mental que le cercaba. Los dos vivían cerca de Holland Park e iban a pasear allí casi todos los domingos del verano de 1962. El, con veintidós años, estaba ya obsesionado por la extraña rama de misticismo cristiano de Jung. Ella, que despreciaba a Jung, habia empezado muy pronto a denigrar todas las ideas de Glogauer. Nunca le convencía realmente, pero, al cabo de un tiempo, habia logrado confundirle. Tardarían aún otros seis meses en acostarse juntos.

Hacía un calor incómodo.

Se sentaron bajo el toldo de la cafetería a contemplar el lejano partido de criquet. Junto a ellos, había dos chicas y un chico sentados en la yerba, bebiendo naranjada en vasos de plástico. Una de las chicas tenía una guitarra en el regazo y posó el vaso y empezó a tocar y a cantar una canción popular con voz sonora y elegante. Glogauer intentó enterarse de la letra. De estudiante, siempre le había gustado la música popular tradicional.

—El cristianismo está muerto —dijo Ménica tomando un sorbo de té—. La religión agoniza. A Dios le mataron en 1945.

—Aún puede haber una resurrección —dijo él.

—Ojalá no la haya. La religión nació del miedo. El conocimiento destruye el miedo. Y sin miedo, la religión no puede sobrevivir.

—¿Y crees que en estos tiempos no hay miedo?

—No del mismo género, Karl.

—¿Nunca has considerado la idea de Cristo? —preguntó él, cambiando de táctica—. ¿Lo que eso significa para los cristianos?

—También la idea del tractor significa mucho para un marxista —contestó ella.

—Pero, dime, ¿qué fue primero? ¿La idea o la realidad de Cristo?

Ella se encogió de hombros.

—La realidad, si es que eso importa algo. Jesús fue un agitador judio que organizó una rebelión contra los romanos y que acabó crucificado. Eso es todo lo que sabemos y todo lo que necesitamos saber.

—Una gran rebelión no pudo empezar de modo tan simple.

—Cuando se necesita, se saca una gran religión de los principios más impropios.

—Vienes a lo mío, Mónica —dijo con una mueca mientras ella retrocedía ligeramente—. La idea precedió a la realidad de Cristo.

—Oh, Karl, no sigamos. La realidad de Jesús precedió a la idea de Cristo.

Pasó una pareja que les miró mientras discutían.

Mónica se dio cuenta de que les miraban y se calló. Luego se levantó y también él se levantó, pero ella movió la cabeza y dijo:

—Me voy a casa, Karl. No hace falta que me acompañes. Nos veremos dentro de unos días.

La vio alejarse camino de las puertas del parque.

Al día siguiente, cuando llegó a casa, del trabajo, encontró una carta. Mónica debía haberla escrito después de haberle dejado y debía haberla echado al buzón el mismo día.

 

 

 

Querido Carl:

El hablar y conversar no parece influir gran cosa en ti, sabes. Es como si escuchases el tono de la voz, el ritmo de las palabras, sin oír nunca lo que se pretende comunicar. Eres como un animal sensible incapaz de entender lo que se le dice aunque de saber si la persona que habla está satis/echa o enfadada. Por eso te escribo: para intentar transmitirte mis ideas. Reaccionas con demasiada emotividad cuando estamos juntos.

Cometes el error de considerar el cristianismo como algo que se desarrolló en el curso de unos años, desde la muerte de Jesús a la época en que se escribieron los Evangelios. Pero el cristianismo no era nuevo. Lo único nuevo era el nombre. El cristianismo sólo fue un estadio de la fusión y de la influencia mutua de la metamorfosis de la lógica occidental y el misticismo oriental. Considera cómo cambió la propia religión a lo largo de los siglos, reinterpretándose a sí misma para adaptarse a los diversos cambios. El cristianismo no es más que un nombre nuevo para un conglomerado de mitos y filosofías que ya son viejas. Lo único que hacen los Evangelios es recontar el mito solar y añadirle algunas de las ideas de los griegos y los romanos. Todavía en el siglo segundo, afirmaban y demostraban los eruditos judíos que se trataba de un simple baturrillo. Denunciaban las grandes similitudes existentes entre los diversos mitos solares y el mito de Cristo. No hubo ningún milagro, se inventaron más tarde, se tomaron prestados de aquí y de allá.

¿Recuerdas que los viejos Victorianos solían decir que en realidad Platón era cristiano porque anticipó el pensamiento cristiano? ¡Pensamiento cristiano! El cristianismo fue un vehículo para ideas que llevaban circulando varios siglos antes de Cristo. ¿Era cristiano Marco Aurelio? Se enmarcaba en la tradición directa de la filosofía occidental. ¡Por eso el cristianismo prendió en Europa y no en Oriente/ Deberías ser teólogo, dadas tus tendencias, no psiquiatra. Y lo mismo podría decirse de tu amigo Jung.

Procura despejar tu cabeza de todos esos absurdos mórbidos y serás muchísimo mejor en tu trabajo.

Tuya Mónica

 

 

 

Arrugó la carta y la tiró. Aquella misma noche, más tarde, sintió tentaciones de volver a leerla. Pero las resistió.

CAPITULO TRES

 

    JUAN estaba en el río con él agua hasta la cintura. Casi todos los esenios estaban en la orilla, mirándole. Glogauer también le miraba.

—No puedo, Juan. No debo hacerlo.

—Debes hacerlo —murmuró el Bautista.

Glogauer se estremeció al hundirse en el agua, al lado del Bautista. Sintió un mareo. Quedó temblando, incapaz de moverse.

Resbaló de pronto en las piedras del río y Juan le agarró por un brazo, sujetándole.

El cielo estaba despejado y el sol, en su cénit, abrasaba su cabeza desnuda.

—¡Emmanuel! —gritó de pronto Juan—. ¡El espíritu de Adonai habita en ti!

A Glogauer aún le resultaba difícil hablar. Asintió con un gesto. Le dolía la cabeza y apenas podía ver. Era el primer ataque de jaqueca desde que había llegado allí. Sentía ganas de vomitar. La voz de Juan le sonaba remota.

Se tambaleó.

Cuando empezaba a caer hacia el Bautista, todo el paisaje tembló alrededor suyo. Percibió que Juan le cogía y se oyó decir desesperado:

—¡Bautízame, Juan!

Luego notó agua en la boca y en la garganta y acabó tosiendo.

Juan gritaba algo. Fuese lo que fuese, sus palabras hallaron respuesta entre los que se encontraron en la orilla. El rumor de las voces aumentó, cambió de tono. Glogauer chapoteó en el agua, luego sintió que le ayudaban a incorporarse.

Los esenios se balanceaban al unísono, todas las caras alzadas hacia el sol deslumbrante.

Glogauer empezó a vomitar en el agua, tambaleándose mientras Juan le agarraba con mano firme por los brazos y le guiaba hacia la orilla.

Los esenios se balanceaban y entonaban un canturreo rítmico y extraño; se elevaba de tono cuando se balanceaban hacia un lado, descendía cuando se balanceaban hacia el otro.

Glogauer se tapó los oídos cuando Juan le soltó. Aún tenía vómitos, pero ya no tenía nada que vomitar y era aún más desagradable que antes.

Empezó a alejarse vacilante, casi no podía mantener el equilibrio, luego echó a correr, sin destaparse las orejas; corrió y corrió por aquel páramo de rocas y secos matojos; corrió mientras el sol ardía en el cielo y el calor ardía en su cabeza; corrió alejándose de allí.

 

 

 

Pero Juan se resistía diciendo, Yo debo ser bautizado por ti ¿y tú vienes a mí? Y Jesús le contestó diciendo: Déjame hacer ahora; que así es como conviene que nosotros cumplamos lo que es justo. Entonces Juan accedió. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos y vio bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y posar sobre él; y oyóse una voz del cieJo que decía: Este es mi hijo amado en quien tengo puesta mi complacencia.

(Mateo 3:14-17)

 

 

 

    Tenía entonces quince años, estudiaba en el instituto. Había leído en los periódicos lo de las pandillas de teddy boys que vagaban por el sur de Londres, pero el extraño joven que había visto con ropas seudoeduardianas le había parecido bastante inofensivo y estúpido.

Había ido al cine a Brixton Hill y había decidido volver andando a casa porque se había gastado casi todo el dinero del autobús en un helado. Salieron del cine al mismo tiempo. Apenas advirtió que le seguían.

Luego, de pronto, le rodearon. Muchachos pálidos de expresión malévola, casi todos un año o dos mayores que él. Se dio cuenta entonces de que conocía vagamente a dos. Iban a aquella escuela municipal grande de la misma calle de su colegio. Utilizaban el mismo campo de fútbol.

—Hola —dijo débilmente.

—Hola, hijo —dijo el teddy boy mayor; mascaba chicle y se había plantado allí ante él, de pie, con una rodilla doblada, y le sonreía.

—¿Adonde vas?

—A casa.

—A casa —dijo el mayor, imitando su acento—. ¿Y qué vas a hacer cuando llegues a casa?

—Acostarme —Karl intentó abrirse paso, pero no le dejaron.

Le arrinconaron junto a la entrada de una tienda. Tras ellos, los coches pasaban atronando por la calle. Había bastante luz, de las farolas y de los letreros luminosos de las tiendas. Pasaba gente, pero nadie paraba. Karl empezó a sentir pánico.

—¿No tienes que hacer los deberes, hijo? —dijo el que estaba al lado del jefe. Era pelirrojo y tenía pecas y los ojos de un color gris duro.

—¿Quieres pelear con uno de nosotros? —preguntó otro chico. Era uno de los que él conocía.

—No, no peleo. Dejadme marchar.

—¿Tienes miedo, hijo? —dijo sonriente el jefe.

Luego, con mucha parsimonia, estiró el chicle que tenía en la boca con los dedos, y volvió a metérselo de nuevo en la boca y siguió mascando.

—No. ¿Por qué habría de querer pelear contigo?

—Te crees mejor que nosotros, ¿es eso, hijo?

—No —empezaba a temblar; estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Claro que no.

—Claro que no, hijo.

Intentó de nuevo abrirse paso, pero volvieron a empujarle hacia la entrada de la tienda.

—Tú eres el que tiene nombre alemán, ¿no? —dijo el otro chico al que conocía—. Cagongaüer o algo así...

—Glogauer. Dejadme marchar.

—¿No le gusta a tu mamá que vuelvas tarde?

—Parece más un nombre judío que un nombre alemán.

—¿Eres judío, hijo?

—¿Eres un chico judío, hijo?

—¡Callaos ya! —gritó Karl. Y se lanzó contra ellos decidido a abrirse camino como fuese. Uno le pegó un puñetazo en el estómago. Lanzó un grito de dolor. Otro le empujó, se tambaleó él.

La gente seguía pasando por la acera. Miraban al grupo y seguían su camino. Paró un hombre, pero su mujer le hizo seguir. "Son chicos que juegan", le dijo.

—Bájate los pantalones —dijo uno de los chicos con una carcajada—. Así lo sabremos.

Karl intentó abrirse paso otra vez y no se lo impidieron. Echó a correr cuesta abajo.

—Hay que darle un poco de ventaja —oyó decir a uno.

Siguió corriendo.

Empezaron a seguirle, riéndose.

Cuando llegó a la Avenida en que vivía, no le habían alcanzado. Llegó a la casa, corrió por el pasaje oscuro de al lado. Abrió la puerta trasera. Su madrastra estaba en la cocina.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

Era una mujer alta y delgada, nerviosa e histérica. Llevaba el pelo negro desgreñado.

Pasó delante de ella.

—¿Qué ocurre, Karl? —le dijo. Había un tono nervioso en su voz.

—Nada —le contestó.

No quería una escena.

 

 

 

    Hacía frío cuando despertó. El falso amanecer era gris y sólo podía ver paisaje desolado en todas direcciones. Podía recordar muy poco del día anterior, sólo que había corrido mucho.

Tenía el taparrabos empapado de rocío.

Se humedeció los labios y se frotó la piel de la cara. Como siempre después de una de aquellas jaquecas, se sentía débil y totalmente agotado. Al bajar los ojos y contemplar su cuerpo desnudo, se dio cuenta de lo mucho que había adelgazado. Sin duda se debía a su vida con los esenios.

Se preguntó por qué le habría entrado tanto miedo cuando Juan le pidió que le bautizase. ¿Fue simple honestidad o había algo en él que se resistía a engañar a los esenios induciéndoles a creerle una especie de profeta? Era difícil saberlo.

Enrolló la piel de cabra a las caderas y la ató firme justo por encima del muslo izquierdo. Suponía que lo mejor sería volver al campamento y buscar a Juan y disculparse, ver si podía arreglar las cosas. Además la máquina del tiempo estaba allí, ahora. La habían transportado utilizando sólo sogas de cuero.

Existía como mínimo una posibilidad de lograr repararla si podía encontrar un buen herrero u otro buen metalúrgico. El viaje de vuelta sería peligroso.

Se preguntaba si debería volver enseguida o intentar pasar a un tiempo más próximo a la crucifixión. No había retrocedido en el tiempo para presenciar en concreto la crucifixión, sino para captar el ambiente de Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, cuando se suponía que había entrado Jesús en la ciudad. Según Mónica, lo había hecho violentamente, con un grupo armado. Ella decía que todas las pruebas lo indicaban. Todas las pruebas de cierto género parecían indicarlo, pero él no podía aceptar tales pruebas. Había algo más, estaba seguro. Si al menos pudiera conocer a Jesús. Juan, al parecer, jamás había oído hablar de él, aunque le había dicho a Glogauer que, según la profecía, el Mesías sería un nazareno. Había muchas profecías, y algunas se contradecían entre sí.

Empezó a volver sobre sus pasos en la dirección del campamento de los esenios. No podía haberse alejado mucho. Pronto vería las colinas donde tenían sus cuevas.

El calor se hizo pronto insoportable y la tierra parecía más estéril. El aire temblaba ante sus ojos. La sensación de agotamiento con que había despertado aumentaba. Notaba la boca seca, le fallaban las piernas. Tenía hambre y no había nada que comer. No había ni rastro de las colinas donde los esenios vivían.

Había una colina unos tres kilómetros al sur. Decidió ir hacia ella. Desde allí, probablemente pudiese orientarse, quizás viese incluso una población en la que pudieran darle de comer. El suelo de arena, se convertía en polvo flotante a su alrededor al removerlo sus pisadas. Había algunos matorrales a ras de tierra y melladas rocas en que tropezaba.

Cuando empezó a subir laboriosamente por la loma de aquella colina, sangraba y estaba ya lleno de magulladuras.

Le costó trabajo alcanzar la cima (que estaba mucho más lejos de lo que en principio había creído). Resbaló en los pedregales de la ladera, cayendo de bruces, y hubo de recurrir a pies y manos para no caer a vueltas, agarrándose a matas de yerba y liqúenes que crecían dispersos por allí, abrazando salientes grandes de roca donde podía; y parando cada poco a descansar, cuerpo y mente embotados por el dolor y el cansancio.

Sudaba bajo aquel sol de fuego, y el polvo se pegaba al sudor en su cuerpo semidesnudo, cubriéndole de pies a cabeza. Tenía el taparrabos destrozado.

Aquel mundo yermo giraba y vacilaba, el cielo parecía fundirse con la tierra, la roca amarilla con las nubes blancas. Nada parecía quieto.

Llegó a la cima y se tumbó en ella jadeante. Todo era irreal.

Oyó la voz de Mónica; por un momento, pensó que la veía con el rabillo del ojo.

Karl, no seas melodramático.

Le había dicho aquello muchas veces. Su propia voz contestó luego.

Nací fuera de mi época, Mónica. En esta edad de la razón no hay sitio para mí. Acabarán matándome.

Luego replicó la voz de ella.

Te matan el miedo, los remordimientos y tu masoquismo. Podrías ser un magnífico psiquiatra, pero te has entregado hasta tal punto a tus propias neurosis...

—¡Cállate!

Dio vuelta, se puso boca arriba. El sol caía torrencial sobre su cuerpo destrozado.

—¡Cállate!

Todo el síndrome cristiano, Karl. Creo que acabarás convirtiéndoíe en católico convencido. ¿Dónde está la fuerza de tu pensamiento?

—¡Cállate! Y vete, Mónica.

El miedo condiciona tu pensamiento. No buscas un alma, ni siquiera un sentido a la vida. Buscas comodidades y consuelo.

—¡Déjame en paz, Mónica!

Se tapó los oídos. Tenía el pelo y la barba tiznados de polvo. En las leves heridas que tenía ya por todo el cuerpo, se le había coagulado la sangre. Arriba, el sol parecía palpitar al unísono con su corazón.

Te estás hundiendo, Karl, ¿es que no te das cuenta? Cada día estás peor. Recapacita. Eres perfectamente capaz de pensar de un modo racional.

—¡Oh, Mónica! ¡Cállate!

Empezaron a volar en círculos, sobre él, unos cuervos. Les oía llamarle con una voz insistente que era como la de ella.

Dios murió en 1945...

—No estamos en 1945. Estamos en el año veintiocho después de Cristo. ¡Dios vive aún!

Cómo puede interesarte estudiar una religión sincrética tan obvia como el cristianismo: judaismo rabínico, moral estoica, cultos de los misteriosos griegos, ritual oriental...

—¡No importa!

No en tu estado psicológico actual.

—¡Necesito a Dios!

A eso se reduce en definitiva, ¿verdad? Está bien, Karl, lábrate tus propias entrepiernas. Y pensar lo que podrías haber sido de haber sido capaz de analizarte...

Glogauer logró poner en pie su destrozado cuerpo y se irguió en la cima y lanzó un grito.

Los cuervos se espantaron. Giraron en el cielo y huyeron. El cielo iba ya oscureciendo.

 

 

 

Luego fue Jesús conducido por el Espíritu al desierto para que el diablo le tentase. Y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre.

(Mateo 4:1-2)

CAPITULO CUATRO

 

    EL loco entró tambaleante en el pueblo. Sus pies removían el polvo y le hacían bailar y. los perros ladraban a su alrededor mientras él avanzaba maquinalmente, la cabeza alzada para mirar al sol, los brazos inertes a los lados, moviendo los labios.

Para los habitantes del pueblo, sus palabras eran de un idioma familiar; pero aquel hombre las decía con tal intensidad y convicción que parecía que el propio Dios pudiese estar utilizando a aquella criatura demacrada y desnuda como su portavoz.

Se preguntaban de dónde habría salido aquel loco.

El pueblo blanco estaba formado principalmente por casas de una o dos plantas, de piedra y ladrillos de barro, construidas alrededor de una plaza de mercado presidida por una antigua y humilde sinagoga, a cuya puerta charlaba sentado un viejo vestido con ropaje oscuro. Era un pueblo próspero y limpio, rebosante de comercio romano. Sólo había uno o dos mendigos en las calles y parecían bien alimentados. Las calles seguían las subidas y bajadas de la colina en la que se asentaban. Eran calles tortuosas, sombreadas, tranquilas. Calles de pueblo. Llenaba el aire un aroma a madera recién cortada y el rumor de las carpinterías, pues el pueblo era famoso por sus hábiles carpinteros. Se alzaba al borde de la llanura de Jezreel. Y salían continuamente, carros cargados con el trabajo de los artesanos locales. El pueblo se llamaba Nazaret.

El loco lo había buscado preguntando a cuantos viajeros encontraba. Había cruzado otros pueblos (Filadelfia, Gerasa, Pella y Escitópolis, siguiendo las vías romanas) haciendo la misma pregunta con su exótico acento. "¿Dónde está Nazaret?"

Algunos le habían dado comida para el camino. Otros le pidieron su bendición y él les había impuesto las manos, hablando en aquella lengua extraña. Otros le habían apedreado y le habían echado.

Había cruzado el Jordán por el viaducto romano y seguido luego hacia el norte, hacia Nazaret.

No había sido difícil dar con el pueblo, pero sí lo había sido arrastrarse hasta allí. Había perdido mucha sangre y comido muy poco durante el viaje. Caminaba hasta caer y allí se quedaba hasta que podía seguir, hasta que alguien le encontraba y le daba un poco de vino o de pan para reanimarle. En una ocasión, habían parado unos legionarios romanos y le habían preguntado con áspera cordialidad si tenía parientes a los que pudieran llevarle. Le hablaron en un tosco arameo y se habían sorpendido al contestarles él en un latín de extraño acento, más puro que el que ellos mismos hablaban.

Le preguntaron si era un rabino o un letrado. El les dijo que no era ni una ni otra cosa. El oficial le había ofrecido un poco de carne seca y vino. Aquellos romanos formaban parte de una patrulla que pasaba por allí una vez al mes. Eran hombres morenos y atezados, corpulentos, de rostros duros y afeitados. Vestían faldillas de cuero teñido y petos y sandalias, y llevaban a la cabeza yelmos de hierro, y a la cintura espadas cortas en sus fundas. Ni siquiera cuando le rodeaban, allí al sol del crepúsculo, parecían relajados. El oficial, que hablaba con tono más suave que sus hombres, aunque era muy parecido a ellos, salvo por el hecho de llevar un peto de metal y una capa larga, preguntó al loco cómo se llamaba.

El loco hizo una breve pausa, abriendo y cerrando la boca como si intentase recordar su nombre.

—Karl —dijo al fin, indeciso. Era más una sugerencia que una afirmación.

—Casi parece un nombre romano —dijo uno de los legionarios.

—¿Eres ciudadano romano? —preguntó el oficial.

Pero el pensamiento del loco divagaba, evidentemente. Apartó la vista de ellos, murmurando.

De pronto, volvió a mirarles y dijo:

—¿Nazaret?

—Por allí —el oficial señaló hacia el camino que cortaba entre las colinas.

—¿Eres judío?

Esto pareció inquietar al loco. Se levantó de un salto e intentó abrirse paso entre los soldados. Le dejaron marchar, entre risas. Era un loco inofensivo.

Le vieron correr camino adelante.

—Debe ser uno de esos profetas —dijo el oficial, caminando hacia su caballo.

El país estaba lleno de profetas. Todos decían estar difundiendo el mensaje de su dios.

No significaban un problema, y la religión parecía apartar el pensamiento de la gente de la insurrección. Deberíamos estar agradecidos, pensó el oficial.

Sus hombre aún reían.

Reiníciaron luego la marcha, en dirección opuesta a la que había seguido el loco.

 

 

 

    El loco estaba ya en Nazaret y los habitantes del pueblo le miraron con curiosidad y no poco recelo cuando entró tambaleante en la plaza del mercado. Podía ser un profeta ambulante o estar poseído por el diablo. A veces era difícil distinguir. Los rabinos eran los que sabían hacerlo.

Cuando pasaba junto a los grupos formados ante los puestos de los mercaderes, todos se callaban hasta que se alejaba. Las mujeres se arropaban aún más en los gruesos mantos de lana que ceñían sus cuerpos bien alimentados, y los hombres recogían sus ropajes de algodón para que el loco no los rozara. Normalmente se habrían sentido movidos a preguntarle a qué había venido al pueblo, pero había un brillo tal en la mirada, una vitalidad y una agudeza tales en su cara, pese a su aspecto famélico, que les hacía tratarle con cierto respeto y mantener distancias.

Cuando llegó al centro de la plaza del mercado se detuvo y miró alrededor. Parecía costarle distinguir a la gente. Pestañeó, se humedeció los labios.

La mujer pasó mirándole inquieta. El le habló con voz suave, con palabras cuidadosamente pronunciadas.

—¿Es esto Nazaret?

—Lo es —dijo ella, cabeceando y acelerando el paso.

Un hombre cruzaba la plaza. Vestía túnica de lana de tiras rojas y marrones. Llevaba un gorrito rojo sobre el pelo negro y rizado. Era un hombre carirredondo, de expresión afable. El loco se interpuso en su camino y le detuvo.

—Busco a un carpintero.

—Hay muchos carpinteros en Nazaret. El pueblo es famoso por sus carpinterías. Yo mismo soy carpintero. ¿Puedo ayudarte?

Su tono era benevolente y paternal.

—¿Conoces a un carpintero que se llama José? Es de la estirpe de David. Tiene una esposa llamada María y varios hijos. Uno de ellos se llama Jesús.

El hombre alegre arrugó la cara en un ceño burlón y se rascó la nuca.

—Conozco a más de un José. Un pobre hombre que responde a esas señas vive en aquella calle de allá —indicó—. Su mujer se llama María. Prueba allí. No tardarás en encontrarle. Busca a un hombre que nunca se ríe.

El loco miró en la dirección que señalaba el hombre. En cuanto vio la calle, pareció olvidarse de todo lo demás y enfiló hacia allí.

Al entrar en ella le llegó aún más fuerte el olor a madera cortada. Se hundió hasta los tobillos en virutas. En todas las casas resonaba el repiqueteo de los martillos y el rinchar de las sierras. Había tablas de todos los tamaños apoyadas contra las pálidas y sombreadas paredes de las casas y apenas había sitio para pasar entre ellas. Muchos carpinteros tenían los bancos junte a las puertas. Tallaban cuencos manejando tornos simples, moldeando la madera en todas las formas imaginables. Todos alzaron la vista cuando el loco entró en la calle y se acercó a un viejo carpintero de mandil de cuerpo que tallaba una estatuilla en su banco. El hombre tenia el pelo gris y parecía corto de vista. Miró al loco.

—¿Qué quieres tú?

—Busco a un carpintero que se llama José. Su mujer se llama María.

El viejo indicó con la mano en la que sostenía la estatuilla a medio tallar.

—Dos casas más allá, al otro lado de la calle.

 

 

 

    La casa a la que llegó el loco tenía muy pocas tablas apoyadas en la pared y la calidad de la madera parecía inferior a la de la que había visto antes. El banco que había junto a la entrada estaba alabeado por un lado y el hombre que trabajaba en él reparando un taburete también parecía deforme. Se irguió cuando el loco le tocó en el hombro. Tenía un rostro arrugado y torturado por la miseria. Sus ojos expresaban cansancio y había en su rala barba prematuras vetas canosas. Tosió suavemente, quizá sorprendido de que le molestaran.

—¿Eres tú José? —preguntó el loco.

—No tengo dinero.

—No quiero nada... sólo hacerte unas preguntas.

—Soy José. ¿Qué quieres saber?

—¿Tienes un hijo?

—Varios. Y también hijas.

—¿Tu mujer se llama María? ¿Eres de la estirpe de David?

El hombre hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Sí, pero total, para lo que me vale...

—Me gustaría conocer a uno de tus hijos. A Jesús. ¿Puedes decirme dónde está?

—Ese inútil. ¿Qué ha hecho ahora?

—¿Dónde está?

En los ojos de José, cuando miró al loco, alumbró un brillo más calculador.

—¿Eres acaso un visionario? ¿Has venido a curar a mi hijo?

—Soy una especie de profeta. Puedo predecir el futuro.

José se levantó con un suspiro.

—Puedes verle si quieres. Ven.

E introdujo al loco en el atestado patio de la casa. Estaba lleno de piezas de madera, muebles rotos, implementos, sacos de virutas pudriéndose. Entraron en la casa, que estaba en penumbra. En la primera habitación (evidentemente una cocina) había una mujer junto a un gran fogón de barro. Era alta y muy gorda. El pelo, largo y negro, desgreñado y grasiento le caía sobre unos ojos grandes y brillantes que aún conservaban el calor de la sensualidad. Examinó al loco.

—No hay comida para los mendigos —gruñó—. Ya come él bastante.

Y señaló con una cuchara de madera a un pequeño ser que estaba sentado en la oscuridad de un rincón. El ser se movió al oírle hablar.

—Busca a Jesús, el nuestro —dijo José a la mujer—. Quizás venga a aliviar nuestra carga.

La mujer miró de reojo al loco y se encogió de hombros. Se lamió luego los rojos labios con una lengua gorda.

—¡Jesús!

El ser del rincón se incorporó.

—Ese es —dijo la mujer, con cierta complacencia.

El loco frunció el ceño, movió la cabeza.

—No.

El ser era deforme. Tenía una pronunciada joroba y el ojo izquierdo gacho. Su expresión era ausente y estúpida. Le asomaba una espumilla de saliva en los labios. Rió entre dientes cuando se repitió su nombre. Dio un paso cojeante.

—Jesús —dijo.

Su voz era pastosa e imprecisa.

—Jesús —repitió.

—Es lo único que sabe decir —masculló la mujer—. Siempre ha sido así.

—Es la voluntad de Dios —dijo José con amargura.

—¿Pero, qué le pasa? —había una nota desesperada y patética en la voz del loco.

—Ha sido siempre así —repitió la mujer, volviendo al fogón—. Puedes llevártelo si lo quieres. No sirve para nada. Le llevaba en mi seno cuando mis padres me casaron con este medio hombre...

—Desvergonzada... —José se contuvo ante la mirada furiosa de su mujer. Se volvió al loco—. ¿Qué es lo que quieres de nuestro hijo?

—Quería hablar con él... Yo...

—No tiene ningunos poderes profetices... no es un vidente... Antes pensábamos que podría llegar a serlo. Aún hay gente en Nazaret que acude hasta él para ver si cura o si les predice el futuro, pero lo único que hace es reírse de ellos y repetir su nombre continuamente una y otra vez...

—¿Estáis seguros... de que no hay en él algo... que no hayáis percibido?

—¡Por supuesto! —masculló sardónicamente María—. Siempre necesitamos dinero, si tuviese algún poder mágico lo sabríamos.

Jesús volvió a reír entre dientes y se fue cojeando a otra habitación.

—Es imposible —murmuró el loco.

¿Podría la propia historia haber cambiado? ¿Estaría acaso en otra dimensión temporal, en la que nunca hubiese existido Cristo?

José pareció percibir el doloroso brillo de los ojos del loco.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Qué ves? Dijiste que sabías predecir el futuro. Qué nos reserva, dínos.

—Ahora no —dijo el profeta, dando la vuelta—. Ahora no.

Salió corriendo de la casa y bajó la calle llena de olor a roble, cedro y ciprés debastados. Volvió corriendo a la plaza del mercado y allí se detuvo mirando desconcertado a su alrededor. Vio la sinagoga allí justo en frente. Se dirigió hacia ella.

El hombre con quien antes había estado hablando, estaba aún en la plaza del mercado, comprando ollas para regalar a su hija que iba a casarse. Indicó con un gesto al forastero, cuando éste entraba en la sinagoga.

—Es un pariente de José el carpintero —dijo al de al lado—. Un profeta, según tengo entendido.

El loco, el profeta, Karl Glogauer, el hombre que viajaba en el tiempo, el neurótico psiquiatra frustrado, el perseguidor de significados, el masoquista, el individuo con deseo de muerte y complejo de mesías, un verdadero anacronismo, entró en la sinagoga sin aliento. Había visto al hombre que buscaba. Había visto a Jesús, el hijo de José y María. Había visto a un hombre al que había identificado sin posible duda como imbécil congénito.

 

 

 

    —Todos los hombres tienen complejo de mesías, Karl —había dicho Mónica.

Los recuerdos eran ya menos completos. Su sentido del tiempo y de la identidad iban haciéndose confusos.

—Hubo docenas de Mesías en la Galilea de aquella época. El que Jesús fuese el único que encarnase el mito y la filosofía, fue una coincidencia de la Historia.

—No pudo ser sólo eso, Mónica.

 

 

 

    Todos los martes, en el salón que había sobre la Librería Ocultista, se reunía el grupo de estudios jungianos para hacer terapia y análisis de grupo. Glogauer no había sido el organizador de aquel grupo, pero había prestado muy gustosamente el local y se había incorporado a él muy contento. Era un gran alivio hablar una vez por semana con gente de mentalidad parecida. Una de las razones de que hubiese comprado la Librería Ocultista era que con ello conocería a gente interesante como la que asistía al grupo de estudios jungiano.

Les unía una mutua obsesión por las ideas de Jung, pero cada uno tenía otra obsesión personal propia. La señora Rita Blenn, reseñaba y estudiaba las rutas de los platillos volantes, aunque no estaba claro si creía o no en ellos. Hugh Joyce, creía que todos los arquetipos jungíanos provenían de la raza original de atlantes extinguidos hacía milenios. Alan Cheddar, el más joven del grupo, estaba interesado en la mística india y Sandra Peterson, la organizadora, era una gran especialista en la brujería. A James Headington le interesaba el tiempo. Era el orgullo del grupo; era en realidad, Sir James Headington, inventor en época de guerra, muy rico y con condecoraciones de todas clases por sus aportaciones a la victoria aliada. Había tenido fama de ser un gran improvisador durante la contienda, pero tras ella, se había convertido en una especie de problema embarazoso para el Departamento de Guerra. Pensaban que era un chiflado y, peor aún, que desplegaba su locura en público sin el menor rubor.

Cada poco, Sir James hablaba al grupo de su máquina del tiempo. Le seguían la corriente, burlones. Eran, la mayoría, muy aficionados a exagerar sus propias experiencias en relación con sus diferentes obsesiones.

Un martes por la noche, cuando todos los demás ya se habían ido, Headington explicó a Glogauer que su máquina estaba lista.

—No puedo creerlo —dijo sinceramente Glogauer.

—Eres la primera persona a quien se lo digo.

—¿Por qué a mí?

—No sé. Me agradas... y también la librería.

—¿No se lo has comunicado al gobierno?

Headington se echó a reír.

—¿Por qué habría de hacerlo? Mientras no la pruebe a mi satisfacción, no se lo comunicaré. Podría darles ocasión de mandarme a paseo.

—¿No sabes si funciona?

—Estoy seguro de que sí. ¿Quieres verla?

—Una máquina del tiempo —dijo Glogauer, con una alegre sonrisa.

—Tienes que verla.

—¿Por qué yo?

—Creí que te interesaría. Sé que no atiendes a los puntos de vista ortodoxos en el terreno de la ciencia...

A Glogauer le daba pena de él.

—Tienes que verla —dijo Headington.

Bajó hasta Banbury al día siguiente. Ese mismo día dejó 1976 y llegó al año 28 después de Cristo.

 

 

 

    La sinagoga estaba fresca y tranquila, un sutil aroma de incienso impregnaba el ambiente. Los rabinos le condujeron hasta el patio. No sabían, al igual que los habitantes del pueblo, qué hacer con él, pero estaban seguros de que no era un hombre poseído por el demonio. Tenían por costumbre dar cobijo a los profetas itinerantes que abundaban por entonces mucho en Galilea, aunque, desde luego, aquel era más extraño que el resto. Su rostro parecía siempre inmóvil e inexpresivo, el cuerpo rígido, las lágrimas recorrían sus sucias mejillas. Nunca había visto tanta aflicción en los ojos de un hombre.

 

 

 

—La ciencia puede decir cómo, pero nunca pregunta por qué —le había dicho a Mónica—. No puede responder.

—¿Quién quiere saber el porqué? —había contestado ella.

—Yo.

—Bueno, pues, nunca lo sabrás, ¿comprendes?

 

 

 

—Siéntate, hijo mío —dijo el rabino—. ¿Qué quieres preguntarme?

—¿Dónde está Cristo? —dijo—. ¿Dónde está Cristo?

No entendían lo qué hablaba.

—¿Es griego? —preguntó uno; pero otro negó con un cabeceo.

Kyrios: El Señor.

Adonai: El Señor.

¿Dónde estaba el Señor?

Frunció el ceño, mirando vagamente a su alrededor.

—Debo descansar —dijo, ya en su lengua.

—¿De dónde eres?

No se le ocurría una respuesta.

—¿De dónde eres? —repitió un rabino.

—Ha-Olam Hab-Bah... —murmuró al fin.

Se miraron.

—Ha-Olam Hab-Bah; Ha-Olam Haz-Zeh: el mundo que ha de ser y el mundo que es.

—¿Nos traes un mensaje? —dijo uno de los rabinos. Estaban acostumbrados a los profetas, desde luego, pero no habían conocido a ninguno como aquel—. ¿Un mensaje?

—No sé —dijo ásperamente el profeta—. He de descansar; tengo hambre.

—Ven. Te daremos alimento y un sitio para dormir.

Sólo pudo comer un poco de la sabrosa comida que le dieron, y el lecho, que tenía un colchón de paja, le resultó demasiado blando. No estaba acostumbrado a aquello.

Durmió mal, gritando en sueños, y, a la puerta, los rabinos escuchaban, pero poco pudieron entender de lo que dijo.

 

 

 

    Karl Glogauer estuvo varias semanas alojado en la sinagoga. Dedicó casi todo el tiempo a leer en la biblioteca buscando en los grandes rollos de pergamino alguna solución a su dilema. Las palabras de los libros santos, que se prestaban en muchos casos a una docena de interpretaciones, no hicieron sino confundirle más aún. No había nada a lo que agarrarse, nada que le dijese que se había equivocado.

Los rabinos se mantenían a distancia casi siempre. Le habían aceptado como a un santo. Estaban orgullosos de tenerle en la sinagoga. Estaban convencidos de que era uno de los elegidos de Dios y esperaban pacientemente que les hablase.

Pero el profeta hablaba poco, sólo murmuraba para sí frases en su idioma y frases en aquel idioma incomprensible que solía utilizar, aun cuando se dirigiese directamente a ellos.

Los habitantes de Nazaret no hablaban de otra cosa que de aquel profeta misterioso de la sinagoga, pero los rabinos no respondían a sus preguntas. Decían a los curiosos que se preocupasen de sus asuntos, que había cosas que ellos no tenían aún por qué saber. De este modo, tal como siempre habían hecho los sacerdotes, evitaban preguntas que no podían responder y al mismo tiempo aparentaban poseer mucha más ciencia de la que poseían en realidad.

Luego, un sábado, el supuesto profeta apareció en el sector público de la sinagoga y ocupó su lugar con los demás que habían ido a rendir culto.

El hombre que leía a su izquierda, confundió las palabras, mirando al profeta por el rabillo del ojo.

El profeta escuchaba sentado, con expresión remota.

El rabino jefe le miraba dubitativo, luego indicó que le pasasen el texto al profeta. Así lo hizo, vacilante, un muchacho que lo colocó en sus manos.

El profeta contempló las palabras largo rato y luego empezó a leer. Leía sin comprender al principio lo que estaba leyendo. Era el libro de Isaías.

 

 

 

El espíritu del Señor está sobre mí, puesto que me ungió para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar a los cautivos la liberación, a los ciegos la recuperación de la vista; a dar la libertad a los oprimidos. A anunciar el año de las misericordias del señor. Y, enrollado el libro, entrégaselo al ministro y sentóse y en la sinagoga todos tenían los ojos fijos en él.

(Lucas 4:18-20)

CAPITULO CINCO

 

    LE seguían ya, le siguieron cuando salió de Nazaret hacia el mar de Galilea. Vestía una túnica de lino blanco que le habían regalado y aunque todos creían que les dirigía él, no hacían sino empujarle delante de ellos.

—Es nuestro Mesías —decían a quienes preguntaban. Y había ya rumores de milagros.

Cuando veía a los enfermos, se compadecía de ellos y procuraba hacer lo que podía, pues esperaban algo de él. Por muchos, nada podía hacer, pero a otros, que evidentemente padecían trastornos psicosométicos, sí podía ayudarles. Creían en su poder con más fuerza que en su enfermedad. Por eso les curaba.

Cuando llegó a Cafarnaún, le seguían por las calles de la ciudad unas cincuenta personas. Era ya sabido que estaba asociado de algún modo con Juan el Bautista, que gozaba de prestigio inmenso en Galilea y que había sido declarado auténtico profeta por muchos fariseos. Pero, en muchos sentidos, aquel hombre tenía mayor poder que Juan. No tenía la fuerza oratoria del Bautista, pero había hecho milagros.

Cafarnaún era una ciudad muy dispersa, situada junto al cristalino Mar de Galilea. Separaban sus casas grandes huertos. Había barcas de pesca ancladas en la blanca orilla, así como embarcaciones comerciales que recorrían los pueblos de las orillas del lago. Aunque éste estaba rodeado de verdes colinas, el pueblo de Cafarnaún se alzaba sobre un terreno llano, protegido por las propias colinas. Era un pueblo tranquilo y, como casi todos los de Galilea, contaba con una gran población de gentiles; comerciantes griegos, romanos y egipcios recorrían sus calles y muchos poseían allí, hogares permanentes. Había una próspera burguesía de mercaderes, artesanos y navieros, además de médicos, letrados y maestros, pues Cafarnaún estaba en los límites de las provincias de Galilea, Traconítide y Siria y, aunque era una población relativamente pequeña, constituía un nudo muy importante de comercio y transporte.

Aquel extraño profeta loco, con sus ropas de lino, seguido por aquella heterogénea multitud básicamente compuesta de pobres, pero en la cual se incluían también hombres de cierta posición, irrumpió en Cafarnaún. Se propagó la noticia de que aquel hombre podía realmente predecir el futuro, de que había predicho ya que Herodes Antipas haría prender a Juan y poco después lo había hecho así en Perea. No predecía en términos generales, utilizando palabras vagas, como lo hacían los profetas. Hablaba de cosas que habían de suceder en un futuro próximo y hablaba de ellas con detalle.

Nadie sabía su nombre. Era simplemente el profeta de Nazaret, o el Nazareno. Según algunos, era pariente, hijo quizás, de un carpintero de Nazaret, pero esto podría deberse a que en lenguaje escrito "Hijo de un carpintero" y "mago" eran casi lo mismo y la confusión se debía a aquello. Había quien decía que se llamaba Jesús. El nombre había sido utilizado una o dos veces, pero cuando le preguntaban si era ése realmente su nombre, bien lo negaba o bien, con su aire ausente, se negaba en redondo a contestar.

Sus predicaciones solían carecer del fuego incendiario de la oratoria de Juan. Aquel hombre hablaba con suavidad, también con vaguedad, y sonreía a menudo. Hablaba de Dios de una forma extraña, también, y parecía estar relacionado, lo mismo que Juan, con los esenios, pues predicaba contra la acumulación de riquezas personales y hablaba del género humano como una hermandad, tal como hacían los esenios.

Pero cuando le guiaban hacia la hermosa sinagoga de Cafarnaún, de lo que estaban pendientes, sobre todo, era de los milagros. Ningún profeta hasta él había curado a los enfermos, y parecía entender los problemas de los que el pueblo raras veces hablaba. Era aquel espíritu comprensivo y afable lo que les hacía reaccionar, más que las palabras concretas que decía.

Por primera vez en su vida Karl Glogauer se había olvidado de Karl Glogauer. También, por primera vez en su vida, estaba haciendo lo que siempre había querido hacer como siquiatra.

Pero no era su vida. Estaba dando vida a un mito... una generación antes de que el mito naciera. Estaba completando cierto tipo de circuito síquico. No estaba cambiando la historia, sino dándole más substancia.

No podía soportar la idea de que Jesucristo fuese nada más que un mito. El podía hacer que Jesús fuese una realidad física y no el resultado de un proceso de autogénesis.

Y hablaba en las sinagogas y hablaba de un Dios más benigno que los dioses de que la mayoría habían oído hablar, y les explicaba parábolas cuando podía recordarlas.

E iba desvaneciéndose gradualmente la necesidad de justificar lo que estaba haciendo y haciéndose más tenue su sentido de la identidad, sustituido gradualmente por otro sentido de la identidad distinto, en el que concedía un peso cada vez mayor al papel que había elegido. Era un papel arquetípico. Era un papel que tenía que atraer a un discípulo de Jung. Era un papel que iba más allá de la mera imitación. Era un papel que debía interpretar ya hasta la mismísima gran escena final. Karl Glogauer había descubierto la realidad que había estado buscando.

 

 

 

Hallábase en la sinagoga cierto hombre poseído de un demonio inmundo, el cual gritó con grande voz, diciendo: Déjanos en paz, ¿qué tenemos que ver nosotros contigo, oh, Jesús Nazareno? ¿has venido a exterminarnos? Ya sé quién eres, eres el santo de Dios. Mas Jesús increpándole le dijo: Enmudece y sal de ese hombre. Y el demonio, habiéndole arrojado al suelo en medio de todos, salió de él sin hacerle el menor daño; con lo que todos se atemorizaron y, conversando unos con otros, decían: ¿Qué es esto? Con autoridad y poderío manda a los espíritus inmundos y ellos salen. Con esto se iba esparciendo la fama de su nombre por todo aquel país.

(Lucas 4:33-37)

 

 

 

    —Alucinación colectiva. Milagros, platillos volantes, apariciones, todo es lo mismo —había dicho Mónica.

—Es muy posible —había contestado él—. Pero ¿por qué los veían?

—Porque lo deseaban.

—¿Por qué lo deseaban?

—Porque tenían miedo.

—¿Y crees que fue sólo eso?

—¿No es suficiente?

Cuando salió la primera vez de Cafarnaún le acompañaba mucha más gente. Se había hecho ya imposible seguir en la ciudad, pues la gente que acudía a verle realizar sus sencillos milagros había paralizado prácticamente las actividades comerciales de allí.

Les hablaba fuera de las poblaciones, en los campos. Hablaba con hombres inteligentes e ilustrados que parecían tener algo en común con él. Algunos eran propietarios de embarcaciones de pesca, como Simón, Santiago y Juan. Otro era médico, otro un funcionario público que le había oído hablar por primera vez en Cafarnaún.

—Han de ser doce —les había dicho un día—. Como los signos del Zodíaco.

No se preocupaba por lo que decía. Muchas de sus ideas les resultaban extrañas. Muchas de las cosas de que hablaba eran desconocidas para ellos. Algunos fariseos pensaban que era en realidad un blasfemo por lo que decía.

Un día encontró a un hombre a quién reconoció como uno de los esenios de la colonia próxima a Maqueronte.

—Juan quiere hablar contigo —dijo el esenio.

—¿Aún vive Juan? —le preguntó él.

—Está confinado en Perea. Creo que Herodes tiene demasiado miedo y no se atreve a matarle. Le deja pasear por los muros y jardines de palacio, le deja hablar con sus hombres, pero Juan teme que Herodes reúna valor suficiente para ordenar que le lapiden o le decapiten. Necesita que le ayudes.

—¿Cómo puedo ayudarle? Ha de morir. Para él no hay esperanza ya.

El esenio miró sin comprender a los alucinados ojos del profeta.

—Pero maestro, no hay nadie más que pueda ayudarle.

—He hecho ya todo lo que él quería que hiciese —dijo el profeta—. He curado a los enfermos y he predicado a los pobres.

—Yo no sabía que él quisiese eso. Pero ahora necesita ayuda, maestro. Tú podrías salvarle la vida.

El profeta había apartado al esenio de la multitud.

—No puede salvarle nadie ya.

—¿Es voluntad de Dios?

—Si yo soy Dios, entonces es voluntad de Dios.

El esenio se alejó, decepcionado y triste.

Juan el Bautista tenía que morir. Glogauer no tenía el menor deseo de cambiar la historia, sólo quería fortalecerla.

Siguió recorriendo Galilea con los que le seguían. Había seleccionado a los doce más ilustrados, y los demás que le seguían aún, predominantemente eran pobres. El les ofrecía su única esperanza de fortuna. Muchos eran de los que estaban dispuestos a seguir a Juan contra los romanos, pero Juan estaba encarcelado ya. Quizás aquel hombre pudiese dirigir la insurrección para saquear las riquezas de Jerusalén y Jericó y Cesárea. Cansados y hambrientos, los ojos vidriosos por el sol ardiente, seguían al hombre de la túnica blanca. Necesitaban una esperanza y descubrían motivos de esperanza. Le veían realizar grandes milagros.

En una ocasión en que les predicó desde una barca como era su costumbre, cuando volvía andando hacia la orilla, como había muy poca agua, les pareció que caminaba por encima.

Anduvieron por toda Galilea en el otoño, oyendo en todas partes la noticia de la ejecución de Juan el Bautista. La desesperación que causó el hecho se convirtió en esperanza renovada en aquel nuevo profeta que le había conocido.

En Cesárea les expulsaron de la ciudad los soldados romanos, acostumbrados ya a aquellos salvajes que vagaban por el país voceando sus profecías.

A medida que creció la fama de aquel profeta fueron echándoles de más ciudades. Y no sólo las autoridades romanas, sino que también las judías parecían reacias a tolerar al nuevo profeta como habían tolerado a Juan. Estaba cambiando el clima político.

Resultaba difícil conseguir alimentos. Vivían de lo que podían encontrar, andaban tan hambrientos como los animales salvajes.

El les enseñó a fingir comer y a borrar el hambre del pensamiento.

Karl Glogauer, brujo, hechicero, siquiatra, hipnotizador, mesías.

A veces su fe en el papel que había elegido se tambaleaba y sus seguidores se inquietaban al ver que se contradecía. Solían aplicarle ya el nombre que habían oído, Jesús el Nazareno. Casi nunca se oponía a que utilizasen aquel nombre, pero a veces se ponía furioso y gritaba un nombre extraño y gutural.

—¡Karl Glogauer! ¡Karl Glogauer!

Y ellos decían: Mirad, habla con la voz de Adonai.

—¡Llamadme por ese nombre! —les gritaba, y se asustaban y le dejaban hasta que se disipaba su cólera.

Cuando cambió el tiempo y llegó el invierno, volvieron a Cafarnaún, que se había convertido en reducto de sus seguidores.

Y en Cafarnaún pasó el invierno, haciendo profecías.

Varias de estas profecías se referían a él y al destino de quienes le seguían.

 

 

 

Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo. Y desde entonces empezó a decir a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y que padecería allí mucho a causa de los ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes, y que le matarían y que resucitaría al tercer día.

(Mateo 16:20-21)

 

 

 

    Estaban viendo la televisión en el piso de ella. Ella comía una manzana. Era entre las seis y las siete de una cálida tarde de domingo. Mónica señaló a la pantalla con su manzana a medio comer.

—Mira que disparate —dijo ella—. No puedes decirme honradamente que significa algo para ti.

Era un programa religioso, una ópera pop en una iglesia de Hampstead. La ópera narraba la historia de la crucifixión.

—Grupos pop en el pulpito —dijo Mónica—. Qué degradación.

El no contestó. El programa le pareció obsceno, de un modo oscuro. No se sentía capaz de discutir con ella.

—El cadáver de Dios empieza ya a pudrirse, sin duda —dijo Mónica alegremente—. ¡Uf! ¡Qué peste!

—Apágalo, anda —dijo él quedamente.

—¿Cómo se llama este grupo? ¿Las Larvas?

—Muy divertido. Apagaré yo la televisión, si no te importa.

—No, quiero verlo. Es divertido.

—¡Oh, vamos, apaga!

—¡Imitación de Cristo! —se burló Mónica—. Qué asquerosa caricatura.

Un cantante negro que estaba interpretando a Cristo y que cantaba con voz lisa y vulgar y acompañamiento intrascendente, empezó a perorar letras mortecinas sobre la hermandad del hombre.

—Si él se parecía a eso, no me extraña que lo crucificaran —dijo Mónica.

Karl se acercó al televisor y lo apagó.

—Vaya, estaba divirtiéndome —dijo ella con burlona decepción—. Era un canto de cisne encantador.

Más tarde le dijo con un tono afectuoso que a él le preocupó:

—Viejo carca. Qué lástima. Podrías haber sido John Wesley o Calvino o alguien así. No puedes ser un Mesías en estos tiempos, al menos con el enfoque que le das al asunto. Nadie te escucharía.

CAPITULO SEIS

 

    EL profeta estaba viviendo en la casa de un hombre llamado Simón, aunque él prefería llamarle Pedro. Simón estaba agradecido al profeta porque había curado a su mujer de un mal del que llevaba mucho padeciendo. Había sido una enfermedad misteriosa, pero el profeta la había curado sin esfuerzo.

Había, por entonces, muchos forasteros en Cafarnaún. Muchos acudían a ver al profeta. Simón le advirtió que algunos eran conocidos agentes de los romanos y de los fariseos. Los fariseos no habían sido, en conjunto, opuestos al profeta, aunque desconfiaban de los rumores de milagros que habían llegado a sus oídos. Sin embargo, la atmósfera política estaba enrarecida y en las tropas de ocupación romanas de Pilatos, desde los oficiales a los soldados mismos, reinaba la inquietud. Esperaban un estallido y no podían ver signos palpables de lo que se fraguaba.

Pilatos, por su parte, deseaba en realidad disturbios a gran escala. Demostrarían a Tiberio que había sido demasiado benigno con los judíos en la cuestión de las placas votivas. Pilatos quedaría así vengado y su poder sobre los judíos aumentaría. De momento, estaba en malas relaciones con todos los tetrarcas de las provincias, sobre todo con el inquieto Herodes Antipas, que, en otros tiempos, había parecido su único apoyo. Aparte de la situación política, su propia situación doméstica era inquietante, pues su neurótica esposa volvía a tener pesadillas y le exigía mucha más atención de la que él podía permitirse prestarle.

Quizás fuese posible, pensaba, provocar un incidente, pero tendría que cuidar mucho que Tiberio no llegase a enterarse. Aquel nuevo profeta podría proporcionar un punto focal pero, de momento, aquel individuo no había hecho nada contra las leyes de los judíos ni de los romanos. No existía ley alguna que prohibiese a un hombre proclamarse mesías, como decían que había hecho aquel nuevo profeta, que, por otra parte, no incitaba al pueblo a la rebelión, más bien lo contrario.

Mirando por el ventanal de su cámara, por el que se veían los minaretes y torres de Jerusalén, Pilatos analizaba la información que sus espías le habían llevado.

Poco después del festival que los romanos llamaban Saturnalia, el profeta y sus seguidores dejaron de nuevo Cafarnaún y se lanzaron otra vez a recorrer el país.

Había ya menos milagros, porque no hacía tanto calor, pero sus profecías tenían gran audiencia. Aquel nuevo profeta advertía a sus oyentes de todos los errores que se producirían en el futuro, de todos los crímenes que se cometerían en su nombre.

Vagó por Galilea y por Samaría, siguiendo los magníficos caminos romanos hacia Jerusalén.

Se acercaba la Pascua.

En Jerusalén, los oficiales romanos analizaban la inminente festividad. Era por entonces cuando se producían siempre los peores disturbios. Ya habia habido motines antes, en la fiesta de Pascua y habría problemas, sin duda, también aquel año.

Pilatos habló con los fariseos, pidiendo su cooperación. Los fariseos dijeron que harían lo que pudieran pero que no podrían evitar que el pueblo actuase neciamente.

Pilatos frunció el ceño y les despidió.

Sus agentes le llevaban informes de todo el territorio. Algunos mencionaban al nuevo profeta pero decían que era inofensivo de momento, pero que si llegaba a Jerusalén durante la Pascua, quizá ya no lo fuese.

 

 

 

    Dos semanas antes de la fiesta de Pascua, el profeta llegó al pueblo de Betania, junto a Jerusalén. Algunos de sus seguidores galileos tenían amigos en Betania y estos amigos estaban más que deseosos de hospedar al hombre del que habían oído hablar a otros peregrinos que iban camino de Jerusalén y del gran templo.

El motivo de que hubiesen ido a Betania era que el profeta estaba inquieto por el gran número de gente que le seguía.

—Son demasiados —le había dicho a Simón—. Demasiados, Pedro.

Glogauer estaba demacrado, ojeroso. Hablaba muy poco.

A veces, miraba a su alrededor vagamente, como si no supiese muy bien dónde estaba.

Llegaron noticias a la casa de Betania de que había agentes romanos haciendo preguntas sobre él. No pareció inquietarle. Por el contrario, cabeceó pensativo, como si esto le complaciera.

En una ocasión, fue caminando con dos de sus seguidores por el campo, para contemplar a Jerusalén. Las murallas amarillo claro de la ciudad eran un gozoso espectáculo a la luz de la tarde. Las torres y los altos edificios, muchos de ellos decorados con mosaicos rojos, amarillos y azules, podían verse a varios kilómetros de distancia.

El profeta volvió luego otra vez a Betania.

—¿Cuándo iremos a Jerusalén? —le preguntó uno de sus seguidores.

—Todavía no —dijo Glogauer. Caminaba encorvado y se protegía el pecho con los brazos y con las manos como si tuviese frío.

Dos días antes de la fiesta de Pascua de Jerusalén, el profeta llevó a sus hombres al Monte de los Olivos, por un arrabal de Jerusalén que se trazaba en su ladera y que se llamaba Betfage.

—Conseguidme un asno —les dijo—. Un pollino de asno. Ahora debo hacer que se cumpla ya la profecía.

—Entonces, todos sabrán que eres el Mesías —dijo Andrés.

—Sí.

Glogauer suspiró. Tenía miedo de nuevo, pero esta vez no era un miedo físico. Era el miedo del actor que está a punto de interpretar la escena final, la más dramática, y que no está seguro de si podrá hacerla bien. Glogauer tenía el labio superior cubierto de un sudor frío. Se lo enjugó.

A la escasa luz, miró a los hombres que le rodeaban.

Aún no sabía con certeza los nombres de algunos. No le interesaban sus nombres en especial. Sólo su número. Había diez allí con él. Los otros dos buscaban el borrico.

Estaban allí en en la herbosa ladera del Monte de los Olivos, mirando hacia Jerusalén y el gran templo que se alzaba abajo. Soplaba una brisa cálida y leve.

—¿Judas? —dijo inquisitivamente Glogauer.

Había uno llamado Judas.

—Sí, maestro —dijo.

Era alto y apuesto, pelo rojizo y rizado, ojos inteligentes y neuróticos. A Glogauer le parecía epiléptico.

Glogauer miró pensativo a Judas Iscariote.

—Quiero que me ayudes, más tarde —dijo—, cuando hayamos entrado en Jerusalén.

—¿Qué he de hacer, Maestro?

—Has de llevar un mensaje a los romanos.

—¿Los romanos? —Iscariote parecía sorprendido—. ¿Por qué?

—Han de ser los romanos. No pueden ser los judíos... utilizarían la hoguera o el hacha. Ya te explicaré más cuando llegue el momento.

El cielo estaba oscuro, brillaban las estrellas sobre el Monte de los Olivos. Hacía ya frío. Glogauer temblaba.

 

 

 

¡Oh hija de Sión! Regocíjate. Salta de Júbilo,

¡Oh hija de Jerusalén! he aquí

que a ti viene tu rey; es justo y victorioso

viene pobre y montado en una asna y su potrillo.

(Zacarías 9:9)

¡Osh'na! ¡Osh'na! ¡Osh'na!

Cuando Glogauer entró a lomos del asno on la ciudad, sus seguidores corrían delante echando en el suelo ramas de palma. Había gente a ambos lados de la calle, avisada de la llegada del profeta por sus propios seguidores.

El nuevo profeta cumplía así las profecías de los textos antiguos y eran muchos los que creían que había ido a acaudillarles contra los romanos. Quizás en aquel momento se dirigiese a casa de Pilatos, a enfrentarse a él.

—¡Ohs'nal ¡Ohs'na!

Glogauer miraba distraído a su alrededor. La grupa del asno, aunque estaba acolchada por las capas de sus seguidores, era realmente incómoda. Se sentía inseguro allí arriba y tenía que sujetarse a la crin del animal. Oía las palabras, pero no podía diferenciarlas claramente.

—¡Osh'na! ¡Osh'na!

Al principip pensó que decían "hosana", pero luego se dio cuenta de que lo que gritaban era "libéranos", en arameo.

¡Libéranos! ¡Libéranos!

Juan había planeado alzarse en armas contra los romanos aquella Pascua. Eran muchos los que estaban esperando para participar en la rebelión.

Creían que él iba a ocupar el puesto de Juan como caudillo de los rebeldes.

—No —les murmuraba, contemplando sus rostros expectantes—. No, yo no soy el Mesías, no puedo liberaros, no puedo...

No le oían, ensordecidos por sus propios gritos.

Karl Glogauer entró en Cristo. Cristo entró en Jerusalén. La historia se acercaba a su culminación.

—¡Osh'na!

No estaba en la historia. No podia ayudarles.

 

 

 

    En verdad, en verdad os digo que quien recibe oí que yo enviare, a mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me ha enviado. Habiendo dicho Jesús estas cosas, se turbó en su espíritu y declaró y dijo: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me entregará.

Al oír esto, los discípulos, mirábanse unos a otros, dudando de quién hablaría. Estaba uno de ellos, al cual Jesús amaba, recostado a la mesa sobre el seno de Jesús. A este discípulo, pues, Simón Pedro le hizo una seña, diciéndole: ¿De quién habla? El entonces, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es? Jesús le respondió: Es aquel a quien yo daré pan mojado. Y, habiendo mojado pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote.

Y después que tomó éste el bocado, Satanás entró en él. Y Jesús le dijo: Lo que has de hacer, hazlo pronto.

(Juan 13.20-27)

 

 

 

    Judas Iscariote frunció el ceño, inseguro, salió de la habitación a la calle atestada, abriéndose paso hacia el palacio del gobernador. Iba a desempeñar, un papel en un plan destinado a engañar a los romanos y a hacer al pueblo sublevarse para defender a Jesús, aunque el plan le pareciese un disparate. La atmósfera era tensa en aquellas calles atestadas. Había muchos más soldados romanos de los habituales, patrullando.

Pilatos era un hombre corpulento, de cara bonachona y ojos lisos y duros. Miró desdeñoso al judío.

—No pagamos a los delatores que dan información falsa —advirtió.

—No busco dinero, señor —dijo Judas, fingiendo la actitud servil que parecían esperar los romanos de los judíos—. Soy un leal subdito del emperador.

—¿Quién es el rebelde?

—Jesús de Nazaret, señor. Entró hoy en la ciudad...

—Lo sé. Le vi. Pero tengo entendido que en sus predicaciones habla de paz y de respeto a la ley.

—Con el fin de engañaros, señor.

Pilatos frunció el ceño. Era probable. Parecía el tipo de artimaña que había empezado a sospechar de aquellas gentes que hablaban tan suave.

—¿Tienes pruebas?

—Soy uno de sus lugartenientes, señor. Estoy dispuesto a atestiguar su culpabilidad.

Frunció Pilatos sus gruesos labios. No podía permitirse ofender a los fariseos en aquel momento. Ya le habían causado bastantes problemas. Caifas, en concreto, se lanzaría enseguida a clamar "Injusticia" si detenía a aquel hombre.

—Afirma ser el verdadero rey de los judíos, el descendiente de David —dijo Judas, repitiendo lo que le había dicho su maestro que dijera.

—¿De veras? —Pilatos miraba pensativo por el ventanal.

—En cuanto a los fariseos, señor...

—¿Qué me dices de ellos?

—Los fariseos desconfían de él. Preferirían verle muerto. Habla contra ellos.

Pilatos cabeceó. Entrecerró los ojos mientras consideraba aquella información. Los fariseos quizás odiasen al loco, pero aprovecharían enseguida políticamente su detención.

—Los fariseos quieren que se le detenga —siguió Judas—. La gente acude en masa a escuchar al profeta y hoy unos cuantos organizaron un motín en el templo en su nombre.

—¿Es verdad eso?

—Es verdad, señor.

Era cierto. Una media docena de individuos habían atacado a los cambistas del templo y habían intentado robarles. Cuando les detuvieron, dijeron que cumplían la voluntad del Nazareno.

—No puedo detenerlo —dijo caviloso, Pilatos.

La situación era ya peligrosa en Jerusalén, pero si se atrevían a detener a aquel "rey", podría resultar que precipitasen la insurrección. Tiberio le pediría cuentas a él, no a los judíos. Debía implicar a los fariseos en el asunto.La detención debían hacerla ellos.

—Aguarda aquí un momento —le dijo a Judas—. Enviaré un mensaje a Caifas.

 

 

 

En esto llegan a un lugar llamado Getsemaní. Y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras hago oración. Y llevándose consigo a Pedro, y a Santiago y a Juan, comenzó a atemorizarse y angustiarse. Y díjoles: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad.

(Marcos 14:32-4)

 

 

 

    Glogauer veía ya aproximarse a la multitud. Por primera vez desde Nazaret se sentía físicamente exhausto y débil. Iban a matarle. Tenía que morir; aceptaba eso, pero temía el dolor que se avecinaba. Se sentó allí, en la ladera de la colina, contemplando las antorchas que iban aproximándose.

 

 

 

    —El ideal del martirio no existió nunca más que en el pensamiento de algún que otro asceta —había dicho Mónica—. Parlo demás, era simple masoquismo mórbido, un fácil medio de eludir la responsabilidad ordinaria, un método para mantener controlados a los reprimidos...

—No es tan simple al asunto...

—Lo es, Karl.

 

 

 

    Ahora vería Mónica. Lo único que lamentaba era el que resultase tan improbable que Mónica llegase alguna vez a saberlo. Había pensado escribirlo todo y ponerlo en la máquina del tiempo con la esperanza de que pudiese recuperarse. Qué extraño, él no era un hombre religioso en el sentido habitual, era un agnóstico. No le había llevado la convicción a defender la religión frente al cínico menosprecio de Mónica hacia ella. Había sido, más bien, la falta de convicción en el ideal en que había asentado ella su propia fe, el ideal de la ciencia como panacea de todos los males. No podía compartir aquella fe y nada quedaba sino la religión, aunque no podía creer en el tipo de Dios del cristianismo. El dios concebido como una fuerza mística, de los misterios cristianos y de otras grandes religiones, nunca había sido para él bastante personal. Su mente racional le había dicha que Dios no existía en ninguna forma personal. Su inconsciente le había dicho que no bastaba con la fe en la ciencia.

—La ciencia es algo básicamente opuesto a la religión —le había dicho una vez Mónica con aspereza—. Por muchos jesuítas que se reúnan a racionalizar su enfoque de la ciencia, queda en pie el hecho de que la religión no puede aceptar las actitudes básicas de la ciencia y que en la ciencia hay una oposición implícita a los principios básicos de la religión. El único terreno en el que no existe diferencia ni necesidad de enfrentamiento es el del supuesto último. Uno puede admitir o no admitir que haya un ser sobrenatural llamado Dios, pero en cuanto empiezas a defender cualquiera de los dos supuestos, tiene que haber conflicto.

—Tú hablas de la religión organizada...

—Hablo de la religión como algo opuesto a una creencia. ¿Qué falta nos hace el ritual de la religión cuando tenemos un ritual muy superior, el de la ciencia, que puede reemplazarlo? La religión es un sustituto razonable del conocimiento. Pero ya no hay necesidad de sustitutos, Karl. La ciencia nos proporciona una base más sólida para formular sistemas éticos y racionales. No necesitamos la zanahoria del cielo y el garrote del infierno, la ciencia puede mostrarnos ya las consecuencias de los actos, y los hombres pueden juzgar fácilmente por sí mismos si esas acciones son justas o injustas.

—No puedo aceptarlo.

—No puedes porque estás enferma. Yo también estoy enferma, pero al menos puedo ver una posibilidad de curación.

—Yo sólo puedo ver la amenaza de la muerte...

 

 

 

    Tal como habían acordado, Judas le besó en la mejilla y la fuerza conjunta de guardianes del templo y soldados romanos le rodeó.

A los romanos les dijo, con cierta torpeza:

—Soy el rey de los judíos.

A los guardianes del templo les dijo:

—Soy el Mesías que ha venido a destruir a vuestros amos los fariseos.

Y entonces se lo llevaron, ya condenado, y se inició el ritual definitivo.

CAPITULO SIETE

 

    FUE un juicio sucio, una mezcla arbitraria de normas romanas y normas judías que no satisfizo por completo a nadie. El objetivo se logró tras varias conferencias entre Poncio Pilatos y Caifas, y tres tentativas de fusionar sus sistemas legales diversos, con el fin de resolver la situación. Ambos necesitaban un chivo expiatorio para sus diversos objetivos y así se alcanzó al fin el resultado y se condenó al loco, de un lado por rebelión contra Roma y del otro por herejía.

Una característica peculiar del juicio fue que los testigos eran todos seguidores del reo y que parecían, pese a ello, ansiosos de que le condenaran.

Los fariseos aceptaron que se aplicase en aquella situación y aquel momento el método romano de ejecución, y se decidió crucificarle. El individuo tenía, sin embargo, bastante prestigio, por lo que se haría imprescindible utilizar algunos de los métodos garantizados de humillación de los romanos, con el fin de convertirle ante los peregrinos en una imagen patética y ridicula. Pilatos aseguró a los fariseos que se cuidaría personalmente de ello, pero se aseguró también de que firmasen documentos aprobando sus actos.

 

 

 

Los soldados le llevaron entonces al patio del pretorio, y, reuniéndose allí toda la cohorte, vístenle de púrpura y le ponen una corona de espinas entretejidas. Y comenzaron enseguida a saludarle: salve, ¡oh Rey de los Judíos! y al mismo tiempo, herían su cabeza con una caña, y escupíanle, e hincados de rodillas, le adoraban. Después de haberse mofado de él, le desnudaron de la púrpura y, volviéndole a poner sus vestidos, le condujeron afuera para crucificarle.

(Marcos 15:16-20)

 

 

 

    Tenía ya el cerebro embotado, por el dolor y por el ritual de humillación; por haberse entregado completamente a su papel.

Se sentía demasiado débil para soportar la pesada cruz de madera, y caminaba tras ella, arrastrándose hacia el Gólgota, mientras la llevaba un cirineo al que los romanos habían obligado a hacerlo.

Mientras avanzaba tambaleante por las calles silenciosas y atestadas de gente, contemplado por los que habían creído que les acaudillaría contra los dominadores romanos, los ojos se le llenaban de lágrimas, con lo que se le nublaba totalmente la vista y tropezaba y se salía del camino y los guardias romanos le volvían a él a empellones.

—Eres un individuo demasiado emotivo, Karl. Por qué no usas ese cerebro que tienes, de vez en cuando, y te analizas.

Recordaba las palabras, pero le resultaba difícil recordar quién las había dicho y quién era Karl.

El camino que ascendía por la ladera de la colina, era pedregoso y a veces resbalaba, recordando otra colina a la que había subido hacía mucho: Le parecía que entonces era un niño, pero el recuerdo se fundía con otros y era imposible determinarlo.

Respiraba pesada y laboriosamente. Apenas sentía ya el dolor de las espinas en la cabeza, pero todo su cuerpo parecía palpitar al unísono con su corazón. Era como un tambor.

Anochecía. Se ponía el sol. Cayó de bruces, haciéndose un corte en la cara con una piedra, cuando llegaba ya a la cima de la colina. Se desmayó.

 

 

 

Y le condujeron al lugar llamado Gólgoía, que significa lugar de la calavera. Allí le daban a beber vino mezclado con mirra, mas él no quiso bebería.

(Marcos 15:22-3)

 

 

 

    Apartó la copa. El soldado se encogió de hombros y le cogió un brazo. El otro ya se lo tenía cogido otro soldado.

Cuando recuperó la conciencia empezó a temblar violentamente. Sintió un dolor intenso al clavársele las sogas en la carne de las muñecas y de los tobillos. Forcejeó.

Sintió que le colocaban algo frío contra la palma. Aunque sólo cubría un pequeño sector del centro de su mano, parecía muy pesado. Oyó un sonido que seguía también el ritmo del latir de su corazón. Volvió la cabeza para mirar la mano.

Un soldado que enarbolaba un mazo iba clavando aquel gran clavo de hierro en su mano mientras él yacía sobre la cruz que aún estaba horizontal en tierra. Miró, preguntándose por qué no sentía dolor. El soldado alzó más el mazo cuando el clavo encontró resistencia en la madera. Erró por dos veces, machacándole los dedos a Glogauer.

Glogauer miró hacia el otro lado y vio que el segundo soldado clavaba también. Era evidente que también había errado varias veces, porque Glogauer tenía aquellos dedos magullados y ensangrentados.

El primer soldado terminó de clavar su clavo y pasó a ocuparse de los pies. Glogauer sintió que el hierro se deslizaba taladrando su carne, oyó el martilleo.

Utilizando una polea, empezaron a alzar la cruz para ponerla vertical. Glogauer advirtió que estaba solo. No crucificaban aquel día a nadie más.

Vio claramente las luces de Jerusalén que se extendían abajo. Aún había algo de luz en el cielo, pero no mucha ya. Pronto sería de noche. Había un pequeño grupo mirando. Una de las mujeres le recordó a Mónica. La llamó.

—¿Mónica?

Pero se le quebró la voz y sólo pudo emitir un susurro. La mujer ni siquiera levantó los ojos.

Sentía la presión del cuerpo en los clavos que le sujetaban. Creyó sentir un pinchazo doloroso en la mano izquierda. Sangraba mucho, al parecer.

Era extraño, reflexionó, que hubiese de ser él quien estuviese allí colgado. Aquel era el acontecimiento que había ido a presenciar. No había duda, sí. Todo había salido perfectamente.

Aumentó el dolor de la mano izquierda.

Bajó la vista hacia los guardias romanos que jugaban a los dados al pie de su cruz. Parecían absortos en su juego. No podía ver las marcas de los dados desde aquella altura.

Suspiró. El movimiento del pecho pareció lanzar una tensión suplementaria hacia las manos. El dolor era ya muy intenso. Pestañeó e intentó aliviar de algún modo aquel dolor apoyándose contra la madera.

El dolor empezó a extenderse por todo el cuerpo. Rechinó los dientes. Era espantoso. Jadeó, gritó. Forcejeó.

Ya no había luz alguna en el cielo. Tapaban las estrellas y la luna espesas nubes.

De abajo llegaron voces susurradas.

—Bajadme —dijo—. ¡Bajadme, por favor!

Le inundaba el dolor. Se echó hacia adelante, pero nadie le liberaba.

Poco después, alzó la cabeza. El movimiento hizo que volviese el dolor y empezó de nuevo a forcejear en la cruz.

—Bajadme. Por favor. ¡Basta ya!

Toda su carne, todos sus músculos y tendones y huesos de su cuerpo estaban sumergidos a un nivel casi imposible de dolor.

Sabía que no sobreviviría hasta el día siguiente, como había pensado que podría. No había comprendido la magnitud de su dolor.

 

 

 

Y a la hora nona exclamó Jesús, dando un fuerte grito: "Eloí, Eloí, Jama sabacfani" que signfica: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?

(Marcos 15:34)

 

 

 

    Glogauer tosió. Fue un sonido seco, apenas audible. Debajo de la cruz, los soldados le oyeron, porque el silencio de la noche era ya muy intenso.

—Es curioso —dijo uno—. Ayer le adoraban. Hoy parecían desear que le matáramos... hasta los que estaban más próximos a él.

—Tengo ganas de dejar este país —dijo otro.

Oyó de nuevo la voz de Mónica.

—Son la debilidad y el miedo, Karl, los que te llevan a eso. El martirio es vanidad. ¿Es que no te das cuenta?

Debilidad y miedo.

Tosió otra vez y volvió el dolor, pero más apagado.

Justo antes de morir, empezó a hablar de nuevo, murmurando palabras hasta que quedó sin aliento.

—Es mentira. Es mentira. Es mentira.

    Más tarde, después de que robasen su cadáver los siervos de doctores que creían que debía tener propiedades mágicas, corrió el rumor de que no había muerto. Pero el cadáver estaba ya pudriéndose en las salas de disección de los médicos y muy pronto estaría destruido. 


Traducción de José Manuel Álvarez Flórez


_____________________________


Versão em português utilizando o Google Translator.

___________________________________________



AQUI ESTÁ O HOMEM

Ele não tem poder material como os deuses-imperadores possuíam; Não tem seguidores além de pescadores e moradores do deserto. Dizem-lhe que ele é Deus. Ele acredita neles. Os seguidores de Alexandre disseram: "Ele é imbatível, portanto é um deus." Os seguidores deste homem não pensam em nada; ele foi seu ato de criação espontânea; Agora me dirijo a você , esse nazareno louco chamado Jesus de Nazaré.

E ele falou e disse-lhes: Sim, verdadeiramente eu era Karl Glogauer e agora sou Jesus, o Messias, o Cristo.

E foi assim.

CAPÍTULO UM

 

A máquina do tempo era uma esfera cheia de um líquido leitoso na qual o viajante flutuava, envolto em um traje de borracha, respirando através de uma máscara presa a um tubo conectado à parede da máquina. A esfera quebrou ao pousar e o fluido se espalhou na poeira e foi absorvido pelo solo. Instintivamente, Glogauer se enrolou como uma bola quando o nível do líquido caiu e afundou no plástico flexível do revestimento interno da esfera. Os estranhos instrumentos criptográficos permaneceram imóveis e silenciosos. A esfera se moveu e rolou enquanto o líquido restante vazava do grande corte em sua lateral.

Glogauer abriu os olhos por um momento e os fechou novamente. Então ele abriu a boca numa espécie de bocejo, sua língua estalou para fora e ele deu um rosnado que se transformou em um uivo.

Ele ouviu a si mesmo. Ele falou em línguas. Sim, era isso, ele pensou. A linguagem do inconsciente. Mas eu não conseguia adivinhar o que ele estava dizendo.

Seu corpo ficou inerte e, como se estivesse dormindo, ele estremeceu. Sua jornada no tempo não foi fácil, e mesmo o fluido espesso não o protegeu completamente, embora sem dúvida tenha salvado sua vida. Ele deve ter quebrado algumas costelas, sem dúvida. Ele esticou os braços e as pernas com esforço e rastejou pelo plástico escorregadio em direção à abertura da máquina. Ele viu a forte claridade do sol, viu um céu como aço brilhante. Ele conseguiu rastejar e se puxar pela cintura até a abertura e depois fechá-la anos depois que seu pai chegou à Inglaterra, também de bom humor. Agora ele estava chorando.

 

 

 

Natal de 1949. Eu tinha nove anos. Ele nasceu dois anos depois que seu pai chegou da Austrália à Inglaterra.

As outras crianças gritavam e riam no cascalho do parque. O jogo começou com bastante entusiasmo e Karl, um pouco nervoso, também se juntou a ele com muito entusiasmo. Agora ele estava chorando.

—Me tire daqui! Chega, Mervyn, por favor!

Eles o amarraram com os braços abertos na cerca de arame do parque. A cerca estava inclinada sob seu peso e um dos postes ameaçava se soltar. Mervyn Williams, o garoto que havia proposto o jogo, começou a mover o poste de modo que Karl foi jogado violentamente para frente e para trás, preso à cerca de arame.

Ele percebeu que seus gritos só serviam para estimulá-lo, então cerrou os dentes e permaneceu em silêncio.

Então ele ficou inerte, fingindo desmaiar; As cordas com as quais o amarraram estavam cravadas em seus pulsos. Ele percebeu que as vozes das outras crianças cessaram.

—Acontecerá alguma coisa com ele? — sussurrou Molly Turner.

"Ele faz comédia", respondeu Williams, sem muita certeza.

Ele sentiu que estava sendo desamarrado, sentiu dedos tentando desatar os nós. Ele caiu deliberadamente, caiu de joelhos, raspando o cascalho; então ele caiu de bruços no chão.

Ele ouviu, ao longe, suas vozes preocupadas. Ele até se convenceu de sua própria comédia.

Williams o sacudiu.

—Acorde, Karl. Chega de comédia.

a voz do Sr. Matson acima do barulho geral.

—Que diabos você estava fazendo, Williams?

—Era uma brincadeira, senhor, estávamos brincando de Jesus. Karl era Jesus. Nós o amarramos na cerca. Foi ideia sua, senhor. Era só um jogo, senhor.

 

 

 

Embora seu corpo estivesse rígido, Karl conseguiu ficar parado, respirando muito lentamente.

—Ele não é um garoto forte como você, Williams, você deveria ter sido mais cuidadoso.

—Sinto muito, senhor. Sinto muito mesmo.

Williams parecia estar chorando.

Karl sentiu-se inchado, transbordando de triunfo...

Eles o levaram embora. Sua cabeça e seu lado doíam tanto que ele se sentiu mal. Ele não teve a chance de descobrir exatamente para onde a máquina do tempo o havia levado, mas quando virou a cabeça, pôde ver pelas roupas do homem à sua direita que ele finalmente estava no Oriente Médio.

O desembarque estava previsto para o ano 39 d.C. C., no deserto, fora de Jerusalém, perto de Belém. Eles o levariam agora para Jerusalém?

Ele estava em uma maca, aparentemente feita de peles de animais, o que indicava que ele, sem dúvida, devia estar no passado. Dois homens carregavam as macas nos ombros. Outros caminharam em ambos os lados. Cheirava a suor, gordura animal e um aroma de mofo que não consegui identificar. Eles estavam indo em direção a uma sucessão de colinas que surgiam à distância.

Ele piscou quando a maca se inclinou e a dor em seu lado aumentou. Ele desmaiou novamente.

Ele acordou por alguns momentos e ouviu vozes. Eles falavam o que era, sem dúvida, uma forma de aramaico. Parecia ter escurecido, pois estava completamente escuro. Eles não estavam mais andando. Ele notou palha por baixo. Ele se sentiu aliviado. Ele adormeceu.

 

 

 

Naqueles dias, apareceu João Batista pregando no deserto da Judeia. Ele disse: Façam penitência porque o reino dos céus está próximo. Este é aquele de quem foi dito pelo profeta Isaías: Uma voz clama no deserto: Preparai o caminho do Senhor, endireitai as suas veredas. E que João estava usando uma vestimenta de pelos de camelo e um cinto de couro em volta da cintura; e ele vivia de gafanhotos e mel silvestre, e pessoas de Jerusalém , de toda a Judeia e de todo o rio Jordão vinham vê-lo. E ele os batizou e eles confessaram seus pecados.

(Mateus 3:1-6)

 

 

 

Eles estavam lavando-o. Ele sentiu a água fria escorrendo por seu corpo nu. Eles conseguiram remover seu traje de proteção. Agora ele tinha grossas camadas de tecido sobre as costelas, na lateral do corpo, amarradas com tiras de couro.

Ele se sentia fraco; Seu corpo estava queimando, mas a dor havia diminuído.

Eles estavam em um prédio, ou talvez em uma caverna; estava escuro demais para dizer. Ele estava deitado em uma pilha de palha, encharcada de água. Acima dele, dois homens continuavam a molhá-lo com água de potes de barro cozido . Eram homens de feições duras e barbas espessas que usavam roupas de algodão.

Ele se perguntou se conseguiria formar uma frase que eles entendessem. Ele conhecia bem o aramaico escrito, mas não tinha certeza da pronúncia de certos sons.

Por fim, ele pigarreou e disse:

—Onde... é... esse... lugar...?

Eles franziram a testa, balançaram a cabeça e largaram seus jarros de água.

—Eu... estou procurando... um... Jesus... Nazareno...

-Nazareno. Jesus — um dos homens repetiu as palavras, embora elas parecessem não significar nada para ele. Ele deu de ombros.

Mas o outro apenas repetiu a palavra Nazareno, muito lentamente, como se tivesse um significado especial para ele. Ele murmurou algumas palavras para o outro homem e foi em direção à entrada da sala.

Karl Glogauer continuou tentando dizer algo que o outro homem pudesse entender.

—O que... anos... reinando... imperador... Roma? Era uma pergunta confusa, eu entendi. Ele sabia que Cristo havia sido crucificado no décimo quinto ano do reinado de Tibério, e foi por isso que ele fez aquela pergunta. Ele tentou estruturar melhor a frase.

—Há... quantos... anos... Tibério rema?

—Tibério? —o homem franziu a testa.

O ouvido de Glogauer já estava se adaptando ao sotaque e ele tentou imitá-lo melhor.

—Tibério. Imperador dos romanos. Há quantos anos ele reina?

-Quantos? —o homem balançou a cabeça. Não sei.

Glogauer finalmente conseguiu se fazer entender.

-Onde estamos? -perguntado.

"No deserto, além de Maqueronte ", respondeu o homem. Você não sabia?

Maqueronte ficava a sudoeste de Jerusalém, do outro lado do Mar Morto. Era evidente que ele estava no passado, durante o reinado de Tibério, porque aquele homem identificou o nome com bastante facilidade. Seu companheiro estava retornando, e com ele um indivíduo enorme, com braços grandes, peludos e musculosos, e um peito enorme. Ele carregava um grande cajado em uma mão. Ele estava vestido com peles de animais e devia ter quase 1,80 m de altura. Seus cabelos, pretos e cacheados, eram muito longos, e ele tinha uma barba preta e espessa que cobria a parte superior do peito. Ele se movia como um animal, e seus grandes e penetrantes olhos castanhos olhavam pensativamente para Glogauer .

Ele falou com uma voz profunda, mas rápido demais, e Glogauer não conseguiu acompanhá-lo. Agora foi a vez dele balançar a cabeça.

O homenzarrão agachou-se ao lado dele.

-Quem é você?

Glogauer fez uma pausa. Ele não imaginou que o encontrariam daquele jeito. Seu objetivo era se disfarçar de viajante sírio, esperando que os sotaques locais fossem distintos o suficiente para explicar sua falta de familiaridade com o idioma. Ele decidiu que era melhor continuar com aquela história e torcer pelo melhor.

"Sou do norte", disse ele.

—Você não é do Egito? —perguntou o grandalhão.

Aparentemente, eles presumiram que Glogauer era de lá: Glogauer decidiu que, se era nisso que o chefão acreditava, ele também poderia aceitar.

"Eu vim do Egito há dois anos", ele disse.

O grandalhão assentiu, aparentemente satisfeito.

—Então você é um mágico do Egito. Nós imaginamos que sim. E seu nome é Jesus e você é um nazareno.

"Estou procurando Jesus de Nazaré", disse Glogauer .

—Então, qual é seu nome? —ele pareceu decepcionado.

Glogauer não soube dar-lhe o seu próprio nome. Pareceria muito estranho para eles. Quase por impulso, ele deu a de seu pai:

“Emanuel”, disse ele.

O homem assentiu, satisfeito novamente.

—Emanuel.

Glogauer percebeu tarde demais que a escolha dos nomes havia sido infeliz, dadas as circunstâncias, já que em hebraico Emanuel significava "Deus conosco" e, sem dúvida, tinha um significado místico para seu interlocutor.

—E qual é o seu nome? -perguntado.

O homem se levantou. Ele olhou pensativamente para Glogauer .

—Você não me conhece? Vocês não ouviram falar de João, chamado Batista?

Glogauer tentou esconder sua surpresa, mas João Batista evidentemente viu que seu nome soava familiar. Ele balançou a cabeça desgrenhada e disse:

—Vejo que você me conhece. Bem, mago, agora eu tenho que decidir, não é?

—O que você deve decidir? —Glogauer perguntou nervosamente .

—Seja você o amigo das profecias ou o falsificador contra quem Adonai nos alertou. Os romanos me entregariam nas mãos dos meus inimigos, os filhos de Herodes.

-Mas por que?

—Você deve saber por quê, pois eu falo contra os romanos que escravizam a Judeia e contra as injustiças cometidas por Herodes, e profetizo o tempo em que todos os ímpios serão aniquilados e o reino de Adonai será restaurado na Terra, assim como os antigos profetas disseram. Eu digo ao povo: "Preparem-se para o dia em que terão que pegar a espada para cumprir a vontade de Adonai." Os ímpios sabem que naquele dia perecerão e, portanto, me destruirão.

Apesar da força de suas palavras, o tom de Juan era natural e simples. Não havia a menor sombra de loucura ou fanatismo em seu rosto ou em seu comportamento. Ele parecia um vigário anglicano lendo um sermão cujo significado havia perdido a força para ele.

Karl Glogauer entendeu que o que ele estava dizendo era basicamente que ele estava incitando o povo a expulsar os romanos e seu fantoche Herodes e estabelecer um regime mais "justo". Atribuir esse plano a "Adonai" (um dos nomes de Yahweh , que significa O Senhor) parecia, como muitos estudiosos do século XX supunham, um meio de dar mais força ao seu plano. Em um mundo onde religião e política, mesmo no Ocidente, estavam inextricavelmente interligadas, era necessário atribuir uma origem sobrenatural ao plano.

Glogauer achava que era bem provável que João acreditasse que sua ideia havia sido inspirada por Deus, já que os gregos, do outro lado do Mediterrâneo, ainda discutiam sobre as origens da inspiração, se ela se originava na cabeça do homem ou se fora colocada lá pelos deuses. O fato de João tê-lo aceitado como uma espécie de mágico egípcio também não surpreendeu Glogauer . As circunstâncias de sua aparição devem ter parecido extraordinariamente milagrosas e aceitáveis, especialmente para uma seita como os essênios, que praticavam penitência e jejum e que deviam estar muito acostumados a ter visões naquele deserto escaldante. Não havia dúvida de que esses indivíduos eram os essênios neuróticos, cuja lavagem ritual (batismo) e cujas penitências e jejuns correspondiam ao misticismo quase paranoico que os levou a inventar línguas secretas e coisas semelhantes, uma indicação segura de seu estado de desequilíbrio mental. Tudo isso era o que Glogauer , o psiquiatra fracassado, pensava, mas Glogauer , o homem, oscilava entre os polos do racionalismo extremo e o desejo de ser convencido pelo misticismo.

"Preciso meditar", disse John, virando-se para a entrada da caverna. Preciso rezar. Você permanecerá aqui até que eu receba instruções.

E ele saiu da caverna com passos rápidos.

Glogauer afundou novamente na palha molhada. Ele estava, sem dúvida, em uma caverna de calcário, e a atmosfera lá dentro era surpreendentemente úmida. Devia estar muito quente lá fora. Ele sentiu sono.

CAPÍTULO DOIS

 

CINCO anos atrás. Quase dois mil no futuro. Deitado na cama, quente e pegajoso, com Monica. Mais uma vez, outra tentativa normal de fazer amor resultou na execução de pequenas aberrações que pareciam satisfazê-la mais do que qualquer outra coisa.

Ele ainda não havia alcançado um relacionamento pleno, para culminar seus relacionamentos. Tudo seria verbal, como sempre. E terminaria, como sempre, em discussões acaloradas.

"Acho que você vai me dizer de novo que não está satisfeito", ela disse, aceitando o cigarro aceso que ele lhe entregou no escuro.

"Estou bem", ele disse.

Eles permaneceram em silêncio por um tempo, fumando.

Então, mesmo sabendo qual seria o resultado se fizesse isso, ele começou a falar, quase sem perceber.

—É irônico, não é? —ele começou.

Ele esperou pela resposta dela. Eu sabia que levaria um tempo.

-O que você quer dizer? —ela disse finalmente.

—Tudo isso, você passando o dia todo tentando ajudar neuróticos sexuais a se tornarem pessoas normais. E você passa as noites fazendo o que eles fazem.

—Não na mesma medida. Você sabe que é tudo uma questão de grau.

—É o que você diz.

Ele virou a cabeça e olhou para ela na luz das estrelas que entrava pela janela. Ela era uma ruiva de feições marcantes, com a voz calma, sedutora e profissional da assistente social psiquiátrica que era; uma voz suave, equilibrada e falsa. Somente ocasionalmente, quando ela ficava muito nervosa, seu verdadeiro caráter emergia em sua voz. Suas feições nunca pareciam estar em repouso, nem mesmo quando ele dormia. Seus olhos estavam sempre tensos e seus movimentos quase nunca eram espontâneos. Uma camada protetora a cobria completamente, e essa era provavelmente a razão pela qual ela encontrava pouco prazer em fazer amor normalmente.

—A questão é que você não pode se entregar, certo? —ele disse.

—Ah, cale a boca, Karl. Dê uma olhada em si mesmo se quiser ver um exemplo de neurose.

Ambos eram psiquiatras amadores, ela assistente social psiquiátrica, ele um simples leitor, um diletante, embora tivesse feito um curso algum tempo atrás, quando decidiu se tornar psiquiatra. Eles usavam bastante terminologia psiquiátrica e ficavam mais felizes se pudessem nomear alguma coisa.

Ele se afastou dela, pegou o cinzeiro do criado-mudo e olhou para si mesmo no espelho da penteadeira. Ele era um livreiro judeu, de pele escura, olhos profundos e um caráter melancólico, com a cabeça cheia de imagens e obsessões não resolvidas, seu corpo cheio de emoções. Eu sempre perdia essas discussões com a Monica. Ela era a dominante no campo verbal. Esse tipo de troca às vezes lhe parecia mais perverso do que sua maneira de fazer amor, na qual, pelo menos normalmente, seu papel era o masculino. Eu entendi que eu era basicamente um indivíduo passivo, masoquista e indeciso. Até mesmo sua raiva, que aparecia com frequência, era impotente. Mônica era dez anos mais velha que ele, dez anos de amargura. Como pessoa, é claro, eu tinha muito mais dinamismo do que ele poderia ter; Mas como assistente social psiquiátrica ela teve exatamente tantos fracassos quanto ele. Ela continuou a ter esperança, aparentemente cada vez mais cínica, de talvez alguns sucessos espetaculares com seus pacientes. Ambos estavam tentando fazer demais, esse era o problema, ele pensou. Os padres forneceram uma panaceia com a confissão; Os psiquiatras tentaram curar e quase sempre falharam, mas pelo menos tentaram. Foi o que ele pensou e se perguntou se, afinal, isso era uma virtude.

"Eu já olhei para mim mesmo", ele respondeu.

Ela teria adormecido? Ele se virou. Seus olhos vivos ainda estavam abertos, olhando pela janela.

"Eu já olhei para mim mesmo", ele repetiu. Como Jung fez: "Como posso ajudar essas pessoas se eu mesmo sou um fugitivo e talvez também sofra do morbus sacer de uma neurose?" Foi isso que Jung se perguntou...

—Aquele velho sensacionalista. Aquele velho racionalizador do seu próprio misticismo. Não é de se admirar que eu não tenha conseguido me tornar psiquiatra.

—Ele não seria um bom psiquiatra. Mas isso não tem nada a ver com Jung...

—Não desconte em mim...

—Você me disse que sentia o mesmo... que parecia inútil para você...

—Depois de uma semana de trabalho duro, talvez eu pudesse ter dito isso. Me dá outro cigarro.

Ele abriu o maço que estava no criado-mudo, colocou dois cigarros na boca, acendeu-os e entregou um a ela.

Quase distraidamente, ele percebeu que a tensão estava aumentando. A discussão, como sempre, foi inútil. Mas o importante não era a discussão, a discussão era simplesmente uma expressão do relacionamento básico deles. Ele se perguntou se isso seria importante de alguma forma.

"Você não está me dizendo a verdade", ele percebeu que não havia como parar o assunto, uma vez que todo o ritual havia começado.

—Estou lhe dizendo a verdade prática. Não sinto nenhuma compulsão me pressionando a deixar o trabalho. Não tenho desejo de fracassar na vida...

—Fracassar na vida? Você é mais melodramático do que eu.

—Você é muito veemente, Karl. Você quer sair um pouco de si mesmo.

"Se eu fosse você", ele disse ironicamente, "eu largaria meu emprego, Monica". Você não tem mais talento para ele do que eu tinha.

"Você é um pequeno bastardo", ela disse, dando de ombros.

—Não estou com ciúmes de você, se é isso que quer dizer. Nunca entendi o que estou procurando.

Sua risada era frágil e artificial.

—O homem moderno em busca de uma alma, certo? O homem moderno em busca de uma virilha, eu diria. E você pode levar isso como quiser.

—Estamos destruindo os mitos que fazem o mundo girar.

—Agora diga: "E por que estamos substituindo-os?" Você é um babaca rançoso e um imbecil, Karl. Você nunca foi capaz de considerar nada racionalmente. Nem você mesmo.

-E? Você diz que o mito não é importante.

Jung sabia que o mito também pode criar a realidade.

—O que prova que ele era um pobre tolo que não sabia do que estava falando.

Ele esticou as pernas. Ao fazer isso, ele roçou no dela e ela se encolheu. Ele coçou a cabeça. Ela ainda estava lá fumando, mas já estava sorrindo.

"Vamos", ele disse. Vamos falar um pouco sobre Cristo.

Ele não respondeu. Ela lhe passou a ponta do cigarro e ele a colocou no cinzeiro. Ele olhou para o relógio. Eram duas da manhã.

—Por que fazemos isso? -disse.

"Porque precisamos", ela disse. E ele colocou a mão na nuca dela e puxou a cabeça dela em sua direção, colocando-a sobre seus seios. O que mais podemos fazer?

 

 

 

Nós, protestantes, devemos, mais cedo ou mais tarde, enfrentar esta questão: devemos entender a " Imitação de Cristo" no sentido de que devemos copiar sua vida e, se posso usar a expressão, imitar seus estigmas? Ou no sentido mais profundo de que devemos viver nossas próprias vidas com a mesma autenticidade com que ele viveu a dele em todas as suas implicações? Não é fácil viver uma vida modelada pela de Cristo, mas é muito mais difícil viver a própria vida com a mesma autenticidade com que Ele viveu a sua. Qualquer um que fizesse isso seria mal interpretado, ridicularizado, torturado e crucificado. Uma neurose é uma dissociação da personalidade.

( Jung: O Homem Moderno em Busca de uma Alma )

 

 

 

João Batista ficou ausente por um mês e Glogauer viveu com os essênios, achando surpreendentemente fácil, depois que suas costelas sararam, adaptar-se à vida diária da comunidade. A aldeia dos essênios consistia em uma mistura de casas térreas feitas de calcário e tijolos de barro, e cavernas encontradas em ambos os lados do pequeno vale. Os essênios compartilhavam suas posses entre si e aquela seita em particular tinha mulheres, embora muitos essênios levassem vidas absolutamente monásticas. Os essênios também eram pacifistas e se recusavam a possuir ou fabricar armas, embora aquela seita em particular tolerasse os guerreiros batistas. Talvez o ódio que sentiam pelos romanos os fizesse esquecer seus princípios, ou talvez não soubessem ao certo qual era o verdadeiro motivo de sua tolerância; havia pouca dúvida de que João Batista era praticamente seu líder.

A vida dos essênios consistia em um banho ritual três vezes ao dia, oração e trabalho. O trabalho não foi difícil. Glogauer às vezes guiava um arado puxado por outros dois membros da seita e cuidava das cabras, que ele deixava pastar nas encostas. Era uma vida pacífica e organizada, e até os aspectos prejudiciais à saúde eram tão rotineiros que Glogauer mal os notava depois de um tempo.

Quando ele ia cuidar das cabras, ele se deitava no topo de uma colina e contemplava a paisagem, que não era exatamente um deserto, mas sim um terreno baldio com arbustos e pedras onde animais como cabras e ovelhas podiam pastar e se alimentar. Havia também arbustos baixos que quebravam a monotonia da paisagem e algumas pequenas árvores nas margens do rio, que sem dúvida devia desaguar no Mar Morto. O terreno era irregular. Seu perfil tinha a aparência de um lago tempestuoso, congelado e tingido de amarelo e marrom. Depois do Mar Morto, ficava Jerusalém. Evidentemente, Cristo ainda não havia entrado na cidade pela última vez. Antes que isso acontecesse, João Batista teria que morrer.

O modo de vida dos essênios era bastante confortável, apesar de toda sua simplicidade. Eles lhe deram uma tanga de pele de cabra e um cajado e, exceto pelo fato de que ele era vigiado dia e noite, pareciam aceitá-lo como uma espécie de membro leigo da seita.

Às vezes, perguntavam-lhe sobre seu carro (a máquina do tempo que planejavam mover em breve do deserto para a vila) e ele explicava que ela o havia levado do Egito para a Síria e depois de lá. Eles aceitaram o milagre calmamente. Como ele suspeitava, eram pessoas acostumadas a milagres.

Os essênios, de fato, viram coisas mais estranhas do que sua máquina do tempo. Eles viram homens andando sobre as águas e anjos descendo do céu. Eles ouviram a voz de Deus e seus arcanjos, e também as vozes tentadoras de Satanás e seus servos. Eles escreveram todas essas coisas em seus pergaminhos. Eles eram apenas um registro do sobrenatural, assim como seus outros pergaminhos eram de suas vidas diárias e das notícias trazidas a eles pelos membros itinerantes da seita.

Eles viviam constantemente na presença de Deus e falavam com Ele, e Ele os respondia quando eles mortificavam suas carnes o suficiente, jejuavam e cantavam suas orações sob o sol escaldante da Judeia.

Karl Glogauer deixou seu cabelo e barba crescerem. Ele também mortificou sua carne, jejuou e cantou orações debaixo do sol, assim como eles faziam. Mas ele não ouviu Deus e somente uma vez pensou ter visto um arcanjo com asas de fogo.

Apesar de sua ânsia de experimentar as alucinações dos essênios, Glogauer ficou decepcionado, mas surpreso por se sentir tão bem, considerando todas as dificuldades voluntárias que teve que suportar, e também se sentiu confortável e relaxado na companhia desses homens e mulheres que eram indubitavelmente loucos. Talvez porque a loucura dos essênios não fosse muito diferente da sua, mas o fato é que depois de um tempo ele parou de considerar tal problema.

João Batista retornou uma noite seguido por cerca de vinte de seus discípulos mais próximos. Glogauer o viu quando ele estava prestes a colocar as cabras na caverna para passar a noite. Ele esperou que Juan se aproximasse.

O Batista franziu a testa, mas sua expressão se suavizou quando viu Glogauer . Ela sorriu e pegou o braço dele, no estilo romano.

—Bem, Emmanuel, você é um amigo nosso, como eu supunha. Enviado por Adonai para nos ajudar a cumprir Sua vontade. Amanhã você me batizará, para mostrar a todo o povo que Ele está conosco.

Glogauer estava cansado. Ele havia comido muito pouco e passado a maior parte do dia no sol, cuidando das cabras. Bocejar. Foi difícil para ele responder. No entanto, ele se sentiu aliviado. Era evidente que João estava em Jerusalém tentando descobrir se ele havia sido enviado pelos romanos como espião; e ele parecia tranquilo, parecia confiar nele.

Ele estava preocupado, no entanto, com a fé do Batista em seus poderes.

“Juan”, ele começou. Eu não sou vidente...

O rosto do Batista escureceu por um momento. Então ele começou a rir.

—Não diga nada. Venha jantar comigo esta noite. Tenho lagostas e mel silvestre.

Glogauer ainda não havia experimentado aqueles alimentos, que eram a dieta básica dos viajantes que não carregavam provisões e viviam do que encontravam pelo caminho. Havia quem o considerasse uma iguaria.

 

 

 

Ele tentou isso mais tarde quando foi à casa de Juan. A casa tinha apenas dois cômodos, uma sala de jantar e um quarto. O mel e as lagostas pareciam um prato doce demais para seu gosto, mas era uma mudança muito agradável em relação à cevada e à carne de cabra.

Ele sentou-se de pernas cruzadas em frente a João Batista, que comia com prazer. Já estava escuro. De fora vinham os murmúrios, gemidos e gritos daqueles que estavam orando.

Glogauer mergulhou outra lagosta na tigela de mel que foi colocada entre as duas.

—Você está planejando liderar o povo da Judeia contra os romanos? -perguntado.

O Batista pareceu ficar incomodado com uma pergunta tão direta. Foi o primeiro trabalho desse tipo que Glogauer fez .

"Se essa fosse a vontade de Adonai", disse ele, sem olhar para cima, enquanto se inclinava em direção à tigela de mel.

—Os romanos sabem?

—Não sei, Emanuel, mas Herodes, o incestuoso, certamente lhe terá dito que eu falo contra os maus.

—Mas os romanos não o impediram.

—Pilatos não ousa... especialmente depois da petição que foi enviada ao Imperador Tibério.

—Qual pedido?

—Bem, aqueles que Herodes e os fariseus assinaram quando Pilatos colocou placas votivas no palácio em Jerusalém e tentou profanar o templo. Tibério repreendeu Pilatos e, a partir de então, embora ainda odeie os judeus, ele nos trata com muito mais cuidado.

—Diga-me, João, há quanto tempo Tibério reina em Roma? —Eu não tive a oportunidade de fazer essa pergunta novamente até então.

—Quatorze anos.

Então eles estavam em 28 d.C.; Faltava pouco menos de um ano para a crucificação, e sua máquina do tempo estava quebrada.

João Batista já estava planejando uma rebelião armada contra os romanos, mas, se os Evangelhos fossem acreditados, ele logo seria decapitado por Herodes. É claro que nenhuma rebelião em larga escala ocorreu naquela época. Aqueles que alegaram que a entrada de Jesus e seus discípulos em Jerusalém e a invasão do templo foram ações de rebeldes armados também não encontraram evidências que sugerissem que João Batista tivesse liderado uma rebelião semelhante.

Glogauer passou a apreciar bastante o Batista. Ele era, simplesmente, um revolucionário endurecido que passou anos planejando uma revolta contra os romanos e que gradualmente conquistou seguidores suficientes para garantir que seus objetivos pudessem ser coroados de sucesso. Para Glogauer Isso o lembrou muito dos líderes da Resistência na Segunda Guerra Mundial. Ele possuía uma resistência semelhante e uma compreensão semelhante das realidades de sua posição. Ele sabia que teria apenas uma chance de esmagar as coortes que estavam guarnecidas no país. Se a insurreição não tivesse sucesso imediato, Roma teria tempo suficiente para enviar mais tropas para Jerusalém.

—Quando você acha que Adonai pretende destruir os perversos através de você? —disse Glogauer prudentemente .

Juan olhou para ele com curiosidade e zombaria. Ele sorriu.

"A Páscoa é uma época em que as pessoas ficam inquietas e odeiam mais os estrangeiros", disse ele.

—Quando é a próxima Páscoa?

—Não faltam muitos meses.

-Como posso ajudá-lo?

—Você é um mágico.

—Eu não consigo fazer milagres.

Juan limpou o mel da barba.

—Não acredito, Emmanuel. Você chegou aqui de uma forma milagrosa. Os essênios não sabiam se você era um demônio ou um mensageiro de Adonai.

—Eu não sou nem uma coisa nem outra.

—Por que você quer me confundir, Emmanuel? Eu sei que você é um mensageiro de Adonai. Você é o sinal que os essênios estavam esperando. A hora está quase chegando. O reino dos céus em breve será estabelecido na Terra. Venha comigo. Diga ao povo que Adonai fala pela sua boca. Realize grandes milagres.

—Seu poder estava enfraquecendo, não estava? — Glogauer olhou fixamente para Juan. Você precisa que eu renove as esperanças dos seus rebeldes?

"Você fala como um romano, sem a menor sutileza", disse Juan, levantando-se abruptamente.

Evidentemente, João, assim como os essênios com quem convivia, preferia uma conversa menos direta. Havia uma razão prática para isso. Glogauer sabia disso; O problema é que João e seus homens temiam a traição. Os essênios até escreveram seus anais parcialmente em linguagem codificada, com uma palavra ou frase aparentemente inocente significando algo completamente diferente.

—Com licença, Juan. Mas diga-me se estou certo, disse Glogauer suavemente.

—Você não é um mágico que chegou em uma carruagem que apareceu do nada? —disse o Batista, acenando com as mãos e encolhendo os ombros. Meus homens viram você. Eles viram aquele objeto brilhante tomar forma no ar e se desfazer, e viram você emergir dele. Isso não é mágico? As roupas que você vestia... eram vestimentas terrenas? Os talismãs dentro da carruagem... não indicavam magia poderosa? O profeta disse que um mágico viria do Egito, que seria chamado Emanuel... assim está escrito no livro de Miquéias ! Essas coisas não são verdade?

—A maioria deles. Mas há explicações... —ele interrompeu-se, incapaz de encontrar o sinônimo exato para "racional"—. Sou um homem normal, como você. Não tenho poder para fazer milagres! Sou apenas um homem!

Juan olhou para ele furiosamente.

—Quer dizer que você se recusa a nos ajudar?

—Sou muito grato a você e aos essênios. Você salvou minha vida. Se eu pudesse te pagar...

Juan assentiu lentamente.

—Você pode, Emmanuel.

-Como?

—Sendo o grande mágico que preciso. Deixe-me apresentá-lo a todos aqueles que são impacientes e se afastam da vontade de Adonai. Deixe-me explicar como você chegou até nós. Então você pode dizer que tudo é a vontade de Adonai e que todos devem se preparar para cumpri-la.

Juan olhou para ele.

—Você fará isso, Emmanuel?

—Eu farei isso por você, Juan. E em troca, você enviará homens para trazer minha carruagem aqui o mais rápido possível. Quero ver se isso pode ser consertado.

-Eu farei isso.

Glogauer de repente ficou entusiasmado. Ele riu. O Batista olhou para ele surpreso. Então ele também começou a rir.

Glogauer não conseguia parar de rir. Embora a história não mencione, ele, junto com João Batista, prepararia o caminho para Cristo.

Cristo ainda não havia nascido. Talvez Glogauer soubesse disso, um ano antes da crucificação.

 

 

 

E o Verbo se fez carne e habitou entre nós, cheio de graça e de verdade, e vimos a sua glória, glória como Filho unigênito do Pai. João dá testemunho dele e exclama, dizendo: "Eis que aquele de quem eu disse que viria depois de mim foi preferido a mim , porque era primeiro do que eu".

(João 1:14-15)

 

 

 

Eu tive grandes discussões com Monica desde que a conheci. Naquela época, seu pai ainda não havia morrido e não lhe havia deixado o dinheiro com o qual mais tarde comprou a Livraria Oculta na Great Russell Street, em frente ao Museu Britânico. Naquela época, ele fazia todo tipo de trabalho temporário e isso o deprimia muito. Mônica parecia ser uma grande ajuda, uma excelente guia na escuridão mental que o cercava. Os dois moravam perto de Holland Park e passeavam por lá quase todos os domingos no verão de 1962. Aos 22 anos, ele já era obcecado pelo estranho estilo de misticismo cristão de Jung. Ela, que desprezava Jung, começou muito cedo a denegrir todas as ideias de Glogauer . Isso nunca o convenceu de fato, mas depois de um tempo, conseguiu confundi-lo. Levaria mais seis meses até que eles dormissem juntos.

Estava desconfortavelmente quente.

Eles se sentaram sob o toldo do café, assistindo à distante partida de críquete. Ao lado deles, havia duas meninas e um menino sentados na grama, bebendo suco de laranja em copos de plástico. Uma das meninas tinha um violão no colo, abaixou o copo e começou a tocar e cantar uma canção popular com uma voz rica e elegante. Glogauer tentou descobrir a letra. Quando estudante, ele sempre gostou de música popular tradicional.

“O cristianismo está morto”, disse Ménica , tomando um gole de chá. A religião está morrendo. Deus foi morto em 1945.

—Ainda pode haver uma ressurreição, ele disse.

—Espero que não haja nenhuma. A religião nasceu do medo. O conhecimento destrói o medo. E sem medo, a religião não pode sobreviver.

—E você acha que não existe medo nestes tempos?

—Não é do mesmo gênero, Karl.

—Você nunca considerou a ideia de Cristo? —ele perguntou, mudando de tática. O que isso significa para os cristãos?

"A ideia do trator também significa muito para um marxista", ela respondeu.

—Mas diga-me, o que veio primeiro? A ideia ou a realidade de Cristo?

Ela deu de ombros.

—Realidade, se é que isso importa. Jesus foi um agitador judeu que organizou uma rebelião contra os romanos e acabou crucificado. Isso é tudo o que sabemos e tudo o que precisamos saber.

—Uma grande rebelião não poderia ter começado de forma tão simples.

—Quando necessário, uma grande religião é feita dos princípios mais impróprios.

"Você chegou ao ponto, Monica", ele disse com uma careta enquanto ela dava um passo para trás. A ideia precedeu a realidade de Cristo.

—Ah, Karl, não vamos continuar. A realidade de Jesus precedeu a ideia de Cristo.

Um casal passou e olhou para eles enquanto discutiam.

Mônica percebeu que estavam sendo observados e ficou em silêncio. Então ela se levantou e ele também se levantou, mas ela balançou a cabeça e disse:

—Estou indo para casa, Karl. Você não precisa vir comigo. Nos veremos em alguns dias.

Ele a observou se afastando em direção aos portões do parque.

No dia seguinte, quando chegou em casa do trabalho, ele encontrou uma carta. Monica deveria ter escrito para ela depois de deixá-lo e postado no mesmo dia.

 

 

 

Caro Carl :

Conversar e conversar não parece ter muita influência sobre você, sabia? É como se você estivesse ouvindo o tom de voz, o ritmo das palavras, sem nunca ouvir o que deveria ser comunicado. Você é como um animal sensível, incapaz de entender o que lhe é dito , mas também incapaz de dizer se a pessoa que está falando está feliz/enojada ou brava. É por isso que estou escrevendo para você: para tentar transmitir minhas ideias. Você reage muito emocionalmente quando estamos juntos.

Você comete o erro de considerar o cristianismo como algo que se desenvolveu ao longo de alguns anos, desde a morte de Jesus até o momento em que os Evangelhos foram escritos. Mas o cristianismo não era novo. A única coisa nova era o nome. O cristianismo foi apenas uma etapa na fusão e influência mútua da metamorfose da lógica ocidental e do misticismo oriental. Considere como a própria religião mudou ao longo dos séculos, reinterpretando-se para se adaptar a várias mudanças. Cristianismo nada mais é do que um novo nome para um conglomerado de mitos e filosofias que já são antigos. Tudo o que os Evangelhos fazem é recontar o mito solar e adicionar a ele algumas ideias dos gregos e romanos. Ainda no século II, estudiosos judeus afirmaram e demonstraram que tudo não passava de uma miscelânea. Eles denunciaram as grandes semelhanças existentes entre os vários mitos solares e o mito de Cristo. Não houve milagre, elas foram inventadas depois, emprestadas daqui e dali.

Lembra como os antigos vitorianos costumavam dizer que Platão era na verdade um cristão porque ele antecipou o pensamento cristão? Pensamento cristão! O cristianismo foi um veículo para ideias que circulavam há vários séculos antes de Cristo. Marco Aurélio era cristão? Foi enquadrado na tradição direta da filosofia ocidental. É por isso que o cristianismo decolou na Europa e não no Oriente. Você deveria ser um teólogo, dadas suas tendências, não um psiquiatra. E o mesmo poderia ser dito do seu amigo Jung.

Tente limpar sua cabeça de todas essas bobagens mórbidas e você será muito melhor no seu trabalho.

Sua, Mônica

 

 

 

Ele amassou a carta e jogou-a fora. Mais tarde naquela noite, ele ficou tentado a lê-lo novamente. Mas ele resistiu a eles.

CAPÍTULO TRÊS

 

J UAN estava no rio com água até a cintura. Quase todos os essênios estavam na praia, olhando para ele. Glogauer também olhou para ele.

—Não posso, Juan. Eu não deveria fazer isso.

"Você deve fazer isso", murmurou o Batista.

Glogauer estremeceu ao afundar na água ao lado do Batista. Ele sentiu-se tonto. Ele ficou tremendo, incapaz de se mover.

De repente, ele escorregou nas pedras do rio e Juan o agarrou pelo braço, segurando-o.

O céu estava claro e o sol, em seu zênite, queimava sua cabeça descoberta.

—Emanuel! —Juan gritou de repente. O espírito de Adonai habita em você!

Glogauer ainda achava difícil falar . Ele assentiu. Sua cabeça doía e ele mal conseguia enxergar. Foi a primeira crise de enxaqueca desde que cheguei lá. Senti vontade de vomitar. A voz de Juan soou distante para ela.

Ele cambaleou.

Quando ele começou a cair em direção ao Batista, toda a paisagem tremeu ao seu redor. Ele percebeu que Juan o estava agarrando e ouviu-se dizer desesperadamente:

—Batiza-me, João!

Então ele percebeu água na boca e na garganta e acabou tossindo.

Juan estava gritando alguma coisa. Seja o que for, suas palavras encontraram uma resposta entre aqueles que estavam na praia. O murmúrio de vozes aumentou, mudando de tom. Glogauer mergulhou na água e então sentiu que estava sendo ajudado a se levantar.

Os essênios balançavam em uníssono, todos os rostos voltados para o sol deslumbrante.

Glogauer começou a vomitar na água, cambaleando enquanto Juan o segurava firmemente pelos braços e o guiava em direção à costa.

Os essênios balançavam e cantavam um canto estranho e rítmico; O tom aumentava quando eles balançavam para um lado e diminuía quando eles balançavam para o outro.

Glogauer tapou os ouvidos quando Juan o soltou. Eu ainda estava vomitando, mas não tinha mais nada para vomitar e era ainda mais nojento do que antes.

Ele começou a andar cambaleante, mal conseguindo manter o equilíbrio, depois começou a correr, sem descobrir os ouvidos; Ele correu e correu por aquele deserto de pedras e arbustos secos; Ele correu enquanto o sol queimava no céu e o calor queimava em sua cabeça; fugiu dali.

 

 

 

Mas João resistiu, dizendo: Eu preciso ser batizado por ti, e tu vens a mim? E Jesus, respondendo, disse-lhe: Deixa-me fazê-lo agora; É assim que nos convém fazer o que é justo. Então John concordou. Quando Jesus foi batizado, assim que saiu da água, os céus se abriram para ele, e ele viu o Espírito de Deus descendo na forma de uma pomba e pousando sobre ele. e ouviu-se uma voz do céu , que dizia: Este é o meu Filho amado, em quem me comprazo.

(Mateus 3:14-17)

 

 

 

Eu tinha quinze anos na época e estava no ensino médio. Eu tinha lido nos jornais sobre as gangues Teddy garotos que vagavam pelo sul de Londres, mas o jovem estranho que ele tinha visto em roupas pseudoeduardianas parecia inofensivo e estúpido o suficiente.

Ele foi ao cinema em Brixton Hill e decidiu voltar a pé para casa porque havia gasto quase toda a passagem de ônibus em sorvete. Eles saíram do cinema ao mesmo tempo. Ele mal percebeu que estava sendo seguido.

Então, de repente, eles o cercaram. Meninos pálidos com expressões malévolas, quase todos um ou dois anos mais velhos que ele. Ele então percebeu que conhecia vagamente dois deles. Eles iam para aquela grande escola municipal na mesma rua da escola deles. Eles usaram o mesmo campo de futebol.

“Olá”, ele disse fracamente.

"Olá, filho", disse o ursinho . menino mais velho ; Ela estava mascando chiclete e ficou ali, diante dele, apoiada em um joelho, sorrindo para ele.

-Onde você está indo ?

-Lar.

"Casa", disse o mais velho, imitando seu sotaque. E o que você vai fazer quando chegar em casa?

-Deitar-se. —Karl tentou passar, mas eles não deixaram.

Eles o encurralaram próximo à entrada de uma loja. Atrás deles, carros passavam ruidosamente pela rua. Havia bastante luz, vinda dos postes de luz e dos letreiros iluminados das lojas. As pessoas passavam, mas ninguém parava. Karl começou a entrar em pânico.

—Você não tem que fazer sua lição de casa, filho? —disse o que estava ao lado do chefe. Ele tinha cabelos ruivos, sardas e olhos cinzentos e duros.

—Você quer lutar com um de nós? — perguntou outro garoto. Ele era um dos que ele conhecia.

—Não, eu não luto. Deixe-me ir.

—Você está com medo, filho? —disse o chefe sorrindo.

Então, muito lentamente, ele esticou o chiclete que tinha na boca com os dedos, colocou-o de volta na boca e continuou mastigando.

-Não. Por que eu iria querer lutar com você?

—Você acha que é melhor que a gente, é isso, filho?

—Não —ela começou a tremer; estavam à beira das lágrimas. Claro que não.

—Claro que não, filho.

Ele tentou passar novamente, mas foi empurrado de volta para a entrada da loja.

—Você é quem tem o nome alemão, não é? —disse o outro garoto que eu conhecia. Cagongaüer ou algo assim...

— Glogauer . Deixe-me ir.

—Sua mãe não gosta quando você chega tarde?

—Parece mais um nome judeu do que alemão.

—Você é judeu, filho?

—Você é um garoto judeu, filho?

—Cale a boca agora! — gritou Karl. E ele se lançou sobre eles, determinado a passar por qualquer meio necessário. Um deles lhe deu um soco no estômago. Ele soltou um grito de dor. Outro o empurrou e ele cambaleou.

As pessoas continuavam passando pela calçada. Eles olharam para o grupo e continuaram seu caminho. Um homem parou, mas sua esposa o fez continuar. "São crianças brincando", ele disse a ela.

"Tire as calças", disse um dos garotos, rindo. É assim que saberemos.

Karl tentou forçar a passagem novamente e não foi impedido. Ele começou a correr morro abaixo.

"Temos que dar a ele uma pequena vantagem", ouviu alguém dizer.

Ele continuou correndo.

Eles começaram a segui-lo, rindo.

Quando ele chegou à Avenida onde morava, eles não o haviam alcançado. Ele chegou na casa e correu pelo corredor escuro ao lado. Ele abriu a porta dos fundos. A madrasta dele estava na cozinha.

-O que houve? —ele perguntou a ela.

Ela era uma mulher alta, magra, nervosa e histérica. Ele tinha cabelos pretos e desgrenhados.

Ele passou na frente dela.

—O que houve, Karl? —ele disse a ela. Havia um tom nervoso em sua voz.

"Nada", ele respondeu.

Eu não queria uma cena.

 

 

 

Estava frio quando ele acordou. O falso amanhecer era cinzento e tudo o que eu conseguia ver era uma paisagem desolada em todas as direções. Ele conseguia se lembrar muito pouco do dia anterior, apenas que havia corrido muito.

Sua tanga estava encharcada de orvalho.

Ele umedeceu os lábios e esfregou a pele do rosto. Como sempre, depois de uma dessas enxaquecas, ele se sentia fraco e completamente exausto. Ao olhar para seu corpo nu, ela percebeu o quanto de peso havia perdido. Isso se deveu, sem dúvida, à sua vida com os essênios.

Ele se perguntou por que ficou com tanto medo quando João pediu que o batizasse. Seria simplesmente honestidade ou havia algo nele que o impedia de enganar os essênios, fazendo-os acreditar que ele era algum tipo de profeta? Era difícil dizer.

Ele enrolou a pele de cabra em volta dos quadris e amarrou-a firmemente logo acima da coxa esquerda. Ele imaginou que a melhor coisa a fazer seria voltar ao acampamento, encontrar Juan e pedir desculpas, para ver se conseguia consertar as coisas. A máquina do tempo também estava lá agora. Eles a transportaram usando apenas cordas de couro.

Havia pelo menos uma chance de consertá-lo se ele conseguisse encontrar um bom ferreiro ou outro metalúrgico. A viagem de volta seria perigosa.

Ele se perguntou se deveria voltar imediatamente ou tentar ir para um momento mais próximo da crucificação. Ele não voltou no tempo para testemunhar a crucificação em si, mas para capturar a atmosfera de Jerusalém durante a festa da Páscoa, quando Jesus deveria ter entrado na cidade. Segundo Mônica, ele teria feito isso de forma violenta, com um grupo armado. Ela disse que todas as evidências apontavam para isso. Todas as evidências de um certo tipo pareciam indicar isso, mas ele não podia aceitar tais evidências. Havia algo mais, ele tinha certeza. Se eu pudesse conhecer Jesus. João, ao que parece, nunca tinha ouvido falar dele, embora tivesse dito a Glogauer que, segundo a profecia, o Messias seria um nazareno. Houve muitas profecias, e algumas se contradiziam.

Ele começou a refazer seus passos na direção do acampamento dos essênios. Ele não pode ter ido muito longe. Logo eu veria as colinas onde eles tinham suas cavernas.

O calor logo se tornou insuportável e a terra parecia mais árida. O ar tremeu diante de seus olhos. A sensação de cansaço com que ele havia acordado aumentou. Sua boca estava seca, suas pernas estavam falhando. Eu estava com fome e não tinha nada para comer. Não havia vestígios das colinas onde os essênios viviam.

Havia uma colina cerca de três quilômetros ao sul. Ele decidiu ir até ela. De lá, ele provavelmente conseguiria se orientar, talvez até mesmo ver uma cidade onde pudessem alimentá-lo. O chão arenoso se transformou em poeira flutuante ao redor dele enquanto seus passos o agitavam. Havia alguns arbustos no chão e pedras irregulares nas quais ele tropeçou.

Quando ele começou a subir laboriosamente o cume daquela colina, ele estava sangrando e já coberto de hematomas.

Foi difícil para ele chegar ao cume (que era muito mais distante do que ele havia pensado inicialmente). Ele escorregou na encosta rochosa, caindo de cara no chão, e teve que usar as mãos e os pés para não cair para trás, segurando-se em tufos de grama e líquens que cresciam espalhados ao redor, abraçando grandes projeções rochosas onde quer que pudesse; e parando de vez em quando para descansar, com o corpo e a mente entorpecidos pela dor e pelo cansaço.

Ele suava sob aquele sol escaldante, e a poeira grudava no suor de seu corpo seminu, cobrindo-o da cabeça aos pés. Sua tanga estava rasgada.

Aquele mundo árido girava e balançava, o céu parecia se fundir com a terra, a rocha amarela com as nuvens brancas. Nada parecia parado.

Ele chegou ao topo e deitou-se ofegante. Tudo era irreal.

Ele ouviu a voz de Mônica; Por um momento, ele pensou tê-la visto com o canto do olho.

Karl, não seja melodramático.

Eu já havia dito isso a ele muitas vezes. Sua própria voz respondeu em seguida.

Eu nasci fora do meu tempo, Monica. Nesta era da razão não há lugar para mim. Eles vão acabar me matando.

Então sua voz respondeu.

Você é morto pelo medo, pelo remorso e pelo seu masoquismo. Você pode ser um ótimo psiquiatra, mas se entregou tanto às suas próprias neuroses...

-Fique quieto!

Ele se virou e deitou de costas. O sol batia torrencialmente em seu corpo despedaçado.

-Fique quieto!

Toda a síndrome cristã, Karl. Acho que você acabará se tornando um católico convicto. Onde está a força do seu pensamento?

-Fique quieto! E vai, Mônica.

O medo condiciona seu pensamento. Você não está procurando uma alma, nem mesmo um sentido para a vida. Você busca conforto e consolo.

—Me deixa em paz, Mônica!

Ele tapou os ouvidos. Seu cabelo e barba estavam enegrecidos de poeira. Nos ferimentos leves que ele já tinha pelo corpo, seu sangue havia coagulado. Acima, o sol parecia bater em uníssono com seu coração.

Você está afundando, Karl, não percebe? A cada dia você está pior. Pense novamente. Você é perfeitamente capaz de pensar racionalmente.

—Ah, Mônica! Fique quieto!

Alguns corvos começaram a voar em círculos acima dele. Ela os ouviu chamando-a com uma voz insistente que era como a dela.

Deus morreu em 1945...

—Não estamos em 1945. Estamos no ano vinte e oito depois de Cristo. Deus ainda vive!

Como você pode se interessar em estudar uma religião tão obviamente sincrética como o cristianismo: judaísmo rabínico , moralidade estóica, cultos de mistérios gregos, rituais orientais...

-Não importa!

Não no seu estado psicológico atual.

—Eu preciso de Deus!

No final das contas, é nisso que tudo se resume , certo? Tudo bem, Karl, cave sua própria virilha. E pense no que você poderia ter sido se tivesse sido capaz de se analisar...

Glogauer conseguiu levantar seu corpo despedaçado, ficou em pé no topo e soltou um grito.

Os corvos ficaram assustados. Eles se viraram para o céu e fugiram. O céu já estava escurecendo.

 

 

 

Então Jesus foi levado pelo Espírito ao deserto, para ser tentado pelo diabo. E depois de jejuar quarenta dias e quarenta noites, teve fome.

(Mateus 4:1-2)

CAPÍTULO QUATRO

 

O louco cambaleou até a cidade. Seus pés agitavam a poeira e o faziam dançar. Os cães latiam ao redor dele enquanto ele caminhava mecanicamente, com a cabeça erguida para olhar o sol, os braços inertes ao lado do corpo, os lábios se movendo.

Para os moradores, suas palavras eram de uma língua familiar; Mas aquele homem disse isso com tanta intensidade e convicção que parecia que o próprio Deus estava usando aquela criatura emaciada e nua como seu porta-voz.

Eles se perguntavam de onde aquele louco tinha vindo.

A vila branca era composta principalmente de casas de um ou dois andares, feitas de pedra e tijolos de barro, construídas ao redor de uma praça de mercado presidida por uma antiga e humilde sinagoga, em cuja porta um velho vestido com roupas escuras conversava. Era uma cidade próspera e limpa, repleta de comércio romano. Havia apenas um ou dois mendigos nas ruas e eles pareciam bem alimentados. As ruas seguiam os altos e baixos da colina onde estavam localizadas. Eram ruas sinuosas, sombreadas e silenciosas. Ruas da cidade. O ar estava impregnado do aroma de madeira recém-cortada e do som das oficinas de carpintaria, já que a cidade era famosa por seus carpinteiros habilidosos. Ficava na orla da planície de Jezreel. E eles saíam constantemente, carroças carregadas com o trabalho dos artesãos locais. A cidade chamava-se Nazaré.

O louco o procurou perguntando a todos os viajantes que conseguiu encontrar. Ele havia atravessado outras cidades (Filadélfia, Gerasa, Pela e Citópolis , seguindo as estradas romanas) fazendo a mesma pergunta com seu sotaque exótico. "Onde fica Nazaré?"

Alguns lhe deram comida para a viagem. Outros pediram sua bênção e ele impôs as mãos sobre eles, falando naquela língua estranha. Outros o apedrejaram e o expulsaram.

Ele cruzou o Jordão pelo viaduto romano e depois continuou para o norte em direção a Nazaré.

Não foi difícil encontrar a cidade, mas foi difícil nos arrastar até lá. Ele perdeu muito sangue e comeu muito pouco durante a viagem. Ele andava até cair e ficava ali até poder continuar, até que alguém o encontrasse e lhe desse um pouco de vinho ou pão para reanimá-lo. Em certa ocasião, alguns legionários romanos o pararam e perguntaram com rude cordialidade se ele tinha algum parente a quem pudessem levá-lo. Eles falavam com ele em aramaico grosseiro e ficavam surpresos quando ele respondia em latim com um sotaque estranho, mais puro do que o que eles próprios falavam.

Perguntaram-lhe se ele era um rabino ou um estudioso. Ele lhes disse que não era nem uma coisa nem outra. O oficial lhe ofereceu um pouco de carne seca e vinho. Esses romanos faziam parte de uma patrulha que passava por lá uma vez por mês. Eram homens morenos, corpulentos, com rostos duros e bem barbeados. Eles usavam saias de couro tingido, couraças e sandálias, e carregavam capacetes de ferro na cabeça e espadas curtas nas bainhas na cintura. Mesmo quando o cercaram, ali sob o sol do crepúsculo, eles não pareciam relaxados. O oficial, que falava num tom mais suave que seus homens, embora se parecesse muito com eles, exceto por usar uma couraça de metal e uma longa capa, perguntou ao louco seu nome.

O louco fez uma breve pausa, abrindo e fechando a boca como se estivesse tentando lembrar seu nome.

"Karl", ele disse finalmente, hesitante. Foi mais uma sugestão do que uma declaração.

"Parece quase um nome romano", disse um dos legionários.

—Você é cidadão romano? —perguntou o oficial.

Mas os pensamentos do louco estavam evidentemente divagando. Ele desviou o olhar deles e murmurou.

De repente, ele olhou para eles novamente e disse:

-Nazaré?

"Ali", o policial apontou para a estrada que cortava as colinas.

—Você é judeu?

Isso pareceu perturbar o louco. Ele pulou e tentou abrir caminho entre os soldados. Eles o deixaram ir, rindo. Ele era um louco inofensivo.

Eles o viram correndo pela estrada.

"Ele deve ser um desses profetas", disse o oficial, caminhando em direção ao seu cavalo.

O país estava cheio de profetas. Todos eles alegaram estar espalhando a mensagem de seu deus.

Eles não eram um problema, e a religião parecia desviar os pensamentos das pessoas da insurreição. Deveríamos ser gratos, pensou o oficial.

Seus homens ainda estavam rindo.

retomaram a marcha, na direção oposta àquela que o louco havia seguido.

 

 

 

O louco já estava em Nazaré e os habitantes da cidade olhavam para ele com curiosidade e não pouca suspeita quando ele cambaleou até a praça do mercado. Ele pode ser um profeta ambulante ou estar possuído pelo diabo. Às vezes era difícil distinguir. Os rabinos eram os que sabiam como fazer isso.

Ao passar pelos grupos formados em frente às barracas dos comerciantes, todos ficaram em silêncio até que ele foi embora. As mulheres se enrolaram ainda mais firmemente nos grossos mantos de lã que envolviam seus corpos bem alimentados, e os homens recolheram suas roupas de algodão para que o louco não os tocasse. Normalmente, eles teriam se sentido motivados a perguntar por que ele tinha vindo para a aldeia, mas havia tal brilho em seus olhos, tal vitalidade e nitidez em seu rosto, apesar de sua aparência emaciada, que os fez tratá-lo com certo respeito e manter distância.

Quando chegou ao centro da praça do mercado, ele parou e olhou ao redor. Ele parecia ter dificuldade em diferenciar as pessoas. Ele piscou e umedeceu os lábios.

A mulher passou, olhando para ele ansiosamente. Ele falou com ela em voz baixa, com palavras cuidadosamente pronunciadas.

—É Nazaré?

"É sim", ela disse, assentindo e acelerando o passo.

Um homem estava atravessando a praça. Ele usava uma túnica de lã com listras vermelhas e marrons. Ela usava um boné vermelho sobre seus cabelos pretos e cacheados. Ele era um homem de rosto redondo e expressão amigável. O louco ficou no seu caminho e o deteve.

—Estou procurando um carpinteiro.

—Há muitos carpinteiros em Nazaré. A cidade é famosa por suas carpintarias. Eu também sou carpinteiro. Posso ajudar?

Seu tom era benevolente e paternal.

—Você conhece um carpinteiro chamado José? Ele é da linhagem de Davi. Ele tem uma esposa chamada Maria e vários filhos. Um deles se chama Jesus.

O homem alegre franziu o rosto em uma careta de zombaria e coçou a nuca.

—Conheço mais de um José. Um homem pobre que atende a essas placas mora naquela rua ali, ele disse. O nome da esposa dele é Maria. Tente lá. Você o encontrará em breve. Encontre um homem que nunca ria.

O louco olhou na direção que o homem apontava. Assim que viu a rua, ele pareceu esquecer todo o resto e foi direto para lá.

Ao entrar, o cheiro de madeira cortada o atingiu ainda mais forte. Ele afundou até os tornozelos em aparas. O barulho dos martelos e o ranger das serras ressoavam em todas as casas. Havia tábuas de todos os tamanhos encostadas nas paredes claras e sombreadas das casas, e mal havia espaço para passar entre elas. Muitos carpinteiros tinham bancos próximos às portas. Eles esculpiam tigelas usando tornos simples, moldando a madeira em todos os formatos imagináveis. Todos olharam para cima quando o louco entrou na rua e se aproximou de um velho carpinteiro de avental comprido que estava esculpindo uma estatueta em sua bancada. O homem tinha cabelos grisalhos e parecia míope. Ele olhou para o louco.

-O que você quer?

—Estou procurando um carpinteiro chamado José. O nome da esposa dele é Maria.

O velho indicou com a mão em que segurava a estatueta meio esculpida.

—Duas casas adiante, do outro lado da rua.

 

 

 

A casa onde o louco chegou tinha pouquíssimas tábuas encostadas na parede e a qualidade da madeira parecia inferior ao que ele tinha visto antes. O banco perto da entrada estava torto de um lado, e o homem que trabalhava nele, consertando um banquinho, também parecia deformado. Ele se endireitou quando o louco tocou seu ombro. Ele tinha o rosto enrugado e torturado pela miséria. Seus olhos expressavam cansaço e havia fios grisalhos prematuros em sua barba rala. Ele tossiu suavemente, talvez surpreso por estar incomodado.

—Você é o José? —perguntou o louco.

-Não tenho dinheiro.

—Não quero nada... só te fazer algumas perguntas.

—Eu sou o José. O que você quer saber?

—Você tem um filho?

-Diversos. E filhas também.

—Sua esposa se chama Maria? Você é da linhagem de Davi?

O homem fez um gesto impaciente com a mão.

—Sim, mas enfim, pelo que me vale...

—Gostaria de conhecer um dos seus filhos. Para Jesus. Você pode me dizer onde fica?

—Aquele cara inútil. O que você fez agora?

-Onde está?

Nos olhos de José, quando ele olhou para o louco, um brilho mais calculista se iluminou.

—Você é um visionário? Você veio curar meu filho?

—Sou uma espécie de profeta. Eu posso prever o futuro.

José se levantou com um suspiro.

—Você pode vê-lo se quiser. Vir.

E ele levou o louco para o pátio lotado da casa. Estava cheio de pedaços de madeira, móveis quebrados, utensílios e sacos de aparas podres. Eles entraram na casa, que estava às escuras. Na primeira sala (evidentemente uma cozinha) havia uma mulher ao lado de um grande fogão de barro. Ela era alta e muito gorda. Seus cabelos longos, negros, desgrenhados e oleosos caíam sobre olhos grandes e brilhantes que ainda conservavam o calor da sensualidade. Ele examinou o louco.

"Não há comida para mendigos", ele rosnou. Ele já come o suficiente.

E ele apontou com uma colher de pau para um pequeno ser sentado na escuridão em um canto. O ser se moveu quando o ouviu falar.

“Procure Jesus, nosso Jesus”, disse José à mulher. Talvez ele venha aliviar nosso fardo.

A mulher olhou para o louco e deu de ombros. Ele então lambeu os lábios vermelhos com a língua gorda.

-Jesus!

O ser no canto sentou-se.

"É esse mesmo", disse a mulher, com certa complacência.

O louco franziu a testa e balançou a cabeça.

-Não.

O ser estava deformado. Ele tinha uma corcunda pronunciada e um olho esquerdo caído. Sua expressão era ausente e estúpida. Uma espuma de saliva apareceu em seus lábios. Ele riu quando seu nome foi repetido. Ele deu um passo mancando .

—Jesus —disse ele.

Sua voz era grossa e vaga.

—Jesus —ele repetiu.

"É tudo o que ele sabe dizer", murmurou a mulher. Sempre foi assim.

"É a vontade de Deus", disse Joseph amargamente.

—Mas o que há de errado com ele? —havia uma nota desesperada e patética na voz do louco.

"Sempre foi assim", repetiu a mulher, voltando para o fogão. Você pode pegar se quiser. É inútil. Eu o carregava em meu ventre quando meus pais me casaram com esse meio-homem...

"Sem vergonha..." José conteve a expressão enquanto sua esposa o encarava. Ele se virou para o louco. O que você quer do nosso filho?

—Eu queria falar com ele... Eu...

—Ele não tem poderes proféticos... ele não é um vidente... Costumávamos pensar que ele poderia se tornar um. Ainda há pessoas em Nazaré que vêm até ele para ver se ele pode curá-las ou prever seu futuro, mas tudo o que ele faz é rir delas e repetir seus nomes várias vezes...

—Você tem certeza... de que não há nada nele... que você não tenha notado?

-Claro! —Maria murmurou sarcasticamente. Precisamos sempre de dinheiro. Se ele tivesse algum poder mágico, saberíamos disso.

Jesus riu novamente e mancou para outra sala.

"É impossível", murmurou o louco.

A própria história poderia ter mudado? Ele poderia estar em outra dimensão temporal, na qual Cristo nunca existiu?

José pareceu perceber o brilho doloroso nos olhos do louco.

-O que está acontecendo? -disse-. O que você vê? Você disse que podia prever o futuro. O que nos espera, diga-nos .

"Agora não", disse o profeta, virando-se. Agora não.

carvalho, cedro e cipreste envelhecidos . Ele correu de volta para a praça do mercado e ficou ali olhando ao redor, perplexo. Ele viu a sinagoga bem na sua frente. Ele caminhou em direção a ela.

O homem com quem eu havia conversado antes ainda estava na praça do mercado, comprando vasos para dar à sua filha que estava prestes a se casar. Ele gesticulou para o estranho quando ele entrou na sinagoga.

"Ele é parente de José, o carpinteiro", disse ele ao que estava ao seu lado. Um profeta, pelo que entendi.

O louco, o profeta, Karl Glogauer , o viajante do tempo, o psiquiatra neurótico frustrado, o buscador de significados, o masoquista, o indivíduo com desejo de morte e complexo de messias, um verdadeiro anacronismo, entraram na sinagoga sem fôlego. Ele tinha visto o homem que estava procurando. Ele tinha visto Jesus, filho de José e Maria. Ele viu um homem que identificou sem sombra de dúvida como um imbecil congênito.

 

 

 

"Todos os homens têm complexo de messias, Karl", disse Monica.

As memórias já estavam menos completas. Seu senso de tempo e identidade estava ficando confuso.

—Havia dezenas de Messias na Galileia naquela época. Que Jesus foi o único que personificou o mito e a filosofia foi uma coincidência da história.

—Não pode ter sido só isso, Mônica.

 

 

 

Todas as terças-feiras, na sala acima da Livraria Oculta, o grupo de estudos junguianos se reunia para terapia e análise de grupo. Glogauer não era o organizador do grupo, mas ele havia emprestado o local de bom grado e se juntado a ele com muita alegria. Foi um grande alívio conversar com pessoas que pensavam como eu uma vez por semana. Uma das razões pelas quais comprei a Livraria Oculta foi que eu conheceria pessoas interessantes, como aquelas que frequentavam o grupo de estudos junguiano .

Eles estavam unidos por uma obsessão mútua pelas ideias de Jung, mas cada um tinha sua própria obsessão pessoal. A Sra. Rita Blenn revisou e estudou as rotas dos discos voadores, embora não estivesse claro se ela acreditava nelas ou não. Hugh Joyce acreditava que todos os arquétipos junguianos vinham da raça atlante original, extinta há milênios. Alan Cheddar, o mais novo do grupo, interessava-se pelo misticismo indiano e Sandra Peterson, a organizadora, era uma grande especialista em bruxaria. James Headington estava interessado no tempo. Ele era o orgulho do grupo; Ele era, na verdade, Sir James Headington , um inventor de guerra, muito rico e com condecorações de todos os tipos por suas contribuições à vitória dos Aliados. Ele era conhecido como um grande improvisador durante a guerra, mas depois se tornou um problema embaraçoso para o Departamento de Guerra. Eles achavam que ele era um lunático e, pior ainda, que ele exibia sua loucura em público sem a menor vergonha.

De vez em quando, Sir James contava ao grupo sobre sua máquina do tempo. Eles brincaram com ele, zombando. Eles, na maioria das vezes, gostavam muito de exagerar suas próprias experiências em relação às suas diferentes obsessões.

Numa terça-feira à noite, quando todos já tinham ido embora, Headington explicou a Glogauer que sua máquina estava pronta.

Glogauer sinceramente .

—Você é a primeira pessoa a quem conto isso.

—Por que eu?

-Não sei. Eu gosto de você... e a livraria também.

—Você não contou ao governo?

Headington riu.

—Por que eu faria isso? Até que eu teste e fique satisfeito, não contarei a vocês. Isso poderia dar a eles uma chance de me dizer para dar uma volta.

—Você não sabe se funciona?

—Tenho certeza que sim. Você quer ver?

"Uma máquina do tempo", disse Glogauer , com um sorriso alegre.

—Você tem que ver.

—Por que eu?

—Achei que você estaria interessado. Eu sei que você não segue visões ortodoxas no campo da ciência...

Glogauer sentiu pena dele .

disse Headington .

Ele foi para Banbury no dia seguinte. Naquele mesmo dia ele deixou 1976 e chegou ao ano 28 d.C.

 

 

 

A sinagoga era fresca e silenciosa, com um aroma sutil de incenso permeando o ar. Os rabinos o levaram até o pátio. Eles não sabiam, como os habitantes da cidade, o que fazer com ele, mas tinham certeza de que não era um homem possuído pelo demônio. Eles tinham o costume de dar abrigo aos profetas itinerantes que eram muito numerosos na Galileia naquela época, embora, é claro, este fosse mais estranho que os demais. Seu rosto sempre parecia imóvel e inexpressivo, seu corpo rígido, lágrimas escorrendo por suas bochechas sujas. Nunca vi tanta tristeza nos olhos de um homem.

 

 

 

“A ciência pode dizer como, mas nunca pergunta por quê”, ele disse a Monica. Ele não consegue responder.

—Quem quer saber por quê ? —ela respondeu.

-EU.

—Bem, você nunca saberá, entendeu?

 

 

 

—Sente-se, meu filho — disse o rabino. O que você quer me perguntar?

—Onde está Cristo? -disse-. Onde está Cristo?

Eles não entendiam o que ele estava falando.

—É grego? —perguntou um; mas outro balançou a cabeça.

Kyrios : O Senhor.

Adonai: O Senhor.

Onde estava o Senhor?

Ele franziu a testa, olhando ao redor vagamente.

"Preciso descansar", disse ele, agora em sua própria língua.

-De onde você é?

Ele não conseguia pensar em uma resposta.

-De onde você é? — repetiu um rabino.

—Ha-Olam Hab-Bah... —ele murmurou por fim.

Eles olharam um para o outro.

—Ha-Olam Hab-Bah; Ha-Olam Haz- Zeh : o mundo que há de ser e o mundo que é.

—Você tem alguma mensagem para nós? —disse um dos rabinos. Eles estavam acostumados com profetas, é claro, mas nunca tinham conhecido um como este. Uma mensagem?

"Não sei", disse o profeta asperamente. Tenho que descansar; Estou com fome.

-Vir. Nós lhe daremos comida e um lugar para dormir.

Ele só conseguia comer um pouco da comida saborosa que lhe davam, e a cama, que tinha um colchão de palha, era muito macia. Eu não estava acostumado com isso.

Ele dormia mal, gritando durante o sono, e na porta os rabinos ouviam, mas pouco conseguiam entender do que ele dizia.

 

 

 

Karl Glogauer permaneceu na sinagoga por várias semanas. Ele passou a maior parte do tempo lendo na biblioteca, procurando nos grandes pergaminhos uma solução para seu dilema. As palavras dos livros sagrados, que em muitos casos estavam abertas a uma dúzia de interpretações, só serviam para confundi-lo ainda mais. Não havia nada em que se agarrar, nada que lhe dissesse que ele estava errado.

Os rabinos quase sempre mantinham distância. Eles o aceitaram como um santo. Eles estavam orgulhosos de tê-lo na sinagoga. Eles estavam convencidos de que ele era um dos escolhidos de Deus e esperaram pacientemente que ele falasse com eles.

Mas o profeta falava pouco, apenas murmurando para si mesmo frases em sua própria língua e frases naquela língua incompreensível que ele usava, mesmo quando se dirigia a eles diretamente.

O povo de Nazaré não falava nada além daquele misterioso profeta na sinagoga, mas os rabinos não respondiam às suas perguntas. Eles disseram aos curiosos para cuidarem da própria vida, que havia coisas que eles ainda não precisavam saber. Dessa forma, assim como os sacerdotes sempre faziam, eles evitavam perguntas que não conseguiam responder e, ao mesmo tempo, fingiam possuir muito mais conhecimento do que realmente possuíam.

Então, num sábado, o suposto profeta apareceu na área pública da sinagoga e tomou seu lugar com os outros que tinham vindo adorar.

O homem que lia à sua esquerda confundiu as palavras, olhando para o profeta com o canto do olho.

O profeta sentou-se escutando, com uma expressão distante.

O rabino-chefe olhou para ele com ar de dúvida e então indicou que o texto fosse passado ao profeta. O mesmo fez um menino, hesitante, que o colocou em suas mãos.

O profeta contemplou as palavras por um longo tempo e então começou a ler. No começo eu lia sem entender o que estava lendo. Era o livro de Isaías.

 

 

 

O Espírito do Senhor está sobre mim, porque ele me ungiu para pregar o evangelho aos pobres. Ele me enviou para proclamar liberdade aos cativos e recuperação da vista aos cegos. para dar liberdade aos oprimidos. Para anunciar o ano das misericórdias do Senhor. E ele enrolou o livro, e o entregou ao ministro , e sentou-se ; e na sinagoga todos tinham os olhos fitos nele.

(Lucas 4:18-20)

CAPÍTULO CINCO

 

Eles já o seguiam, seguiram-no quando ele saiu de Nazaré em direção ao Mar da Galileia. Ele vestia uma túnica de linho branco que lhe fora dada e, embora todos acreditassem que ele os liderava, eles apenas o empurravam à frente deles.

"Ele é o nosso Messias", diziam eles aos que perguntavam. E já havia rumores de milagres.

Quando via os doentes, sentia pena deles e tentava fazer o que podia, porque esperavam algo dele. Para muitos, não havia nada que ele pudesse fazer, mas para outros, que claramente sofriam de distúrbios psicossomáticos , ele podia ajudar. Eles acreditavam mais em seu poder do que em sua doença. É por isso que ele os curou.

Quando chegou a Cafarnaum , cerca de cinquenta pessoas o seguiram pelas ruas da cidade. Já se sabia que ele estava associado de alguma forma a João Batista, que gozava de imenso prestígio na Galileia e que havia sido declarado um verdadeiro profeta por muitos fariseus. Mas, em muitos aspectos, aquele homem tinha mais poder que Juan. Ele não tinha o poder oratório do Batista, mas realizou milagres.

Cafarnaum era uma cidade muito dispersa, localizada próxima ao cristalino Mar da Galileia. Suas casas eram separadas por grandes pomares. Havia barcos de pesca ancorados na costa branca, assim como embarcações comerciais que viajavam para as aldeias às margens do lago. Embora estivesse cercada por colinas verdes, a cidade de Cafarnaum ficava em terreno plano, protegida pelas próprias colinas. Era uma cidade tranquila e, como quase todas as da Galileia, tinha uma grande população gentia; Mercadores gregos, romanos e egípcios transitavam por suas ruas e muitos tinham residências permanentes ali. Havia uma burguesia próspera de comerciantes, artesãos e armadores, bem como médicos, estudiosos e professores, já que Cafarnaum ficava nas fronteiras das províncias da Galileia, Traconites e Síria e, embora fosse uma cidade relativamente pequena, constituía um centro muito importante para comércio e transporte.

Aquele profeta estranho e louco, com suas vestes de linho, seguido por aquela multidão heterogênea, composta basicamente de pessoas pobres, mas que também incluía homens de certa posição, irrompeu em Cafarnaum . Espalhou-se a notícia de que esse homem realmente podia prever o futuro, que ele já havia previsto que Herodes Antipas mandaria prender João e que pouco depois ele o fez na Pereia. Ele não previu em termos gerais, usando palavras vagas, como os profetas fizeram. Ele falou sobre coisas que iriam acontecer num futuro próximo e falou sobre elas em detalhes.

Ninguém sabia seu nome. Ele era simplesmente o profeta de Nazaré, ou o Nazareno. Segundo alguns, ele era parente, talvez filho de um carpinteiro de Nazaré, mas isso pode ter ocorrido porque na linguagem escrita "Filho de carpinteiro" e "mágico" eram quase a mesma coisa, e a confusão se deu por isso. Houve quem dissesse que seu nome era Jesus. O nome havia sido usado uma ou duas vezes, mas quando perguntado se aquele era realmente o seu nome, ele negou ou, com seu ar distraído, recusou-se terminantemente a responder.

Seus sermões muitas vezes não tinham o fogo incendiário da oratória de John. Aquele homem falava suavemente, mas também vagamente, e sorria frequentemente. Ele também falava de Deus de uma maneira estranha e parecia estar relacionado, como João, aos essênios, pois pregava contra o acúmulo de riqueza pessoal e falava da raça humana como uma irmandade, assim como os essênios faziam.

Mas enquanto o conduziam em direção à bela sinagoga em Cafarnaum , o que mais os preocupava eram os milagres. Nenhum profeta antes dele havia curado os doentes, e ele parecia entender os problemas sobre os quais as pessoas raramente falavam. Foi esse espírito compreensivo e afável que os fez reagir, mais do que as palavras específicas que ele disse.

Pela primeira vez na vida, Karl Glogauer se esqueceu de Karl Glogauer . Além disso, pela primeira vez na vida, ele estava fazendo o que sempre quis fazer como psiquiatra.

Mas não era a sua vida. Eu estava dando vida a um mito... uma geração antes do mito nascer. Eu estava completando um certo tipo de circuito psíquico. Eu não estava mudando a história, apenas dando mais substância a ela.

Eu não suportava a ideia de que Jesus Cristo fosse mais do que um mito. Ele poderia fazer de Jesus uma realidade física e não o resultado de um processo de autogênese.

E ele falava nas sinagogas, e lhes falava de um Deus mais gracioso do que qualquer outro deus jamais ouvira falar, e lhes explicava parábolas, conforme se lembrava delas.

E gradualmente a necessidade de justificar o que estava fazendo desapareceu e seu senso de identidade se tornou mais tênue, gradualmente substituído por um senso de identidade diferente, no qual ele deu cada vez mais peso ao papel que havia escolhido. Era um papel arquetípico. Era um papel que tinha que agradar a um discípulo de Jung. Era um papel que ia além da mera imitação. Era um papel que ele tinha que interpretar até a cena final. Karl Glogauer descobriu a realidade que estava procurando.

 

 

 

Estava na sinagoga um homem possesso de um demônio imundo, que clamou em alta voz: Deixa-nos; que temos nós contigo, Jesus Nazareno? Você veio para nos exterminar? Eu sei quem você é, você é o santo de Deus. Mas Jesus o repreendeu, e disse: Cala-te, e sai desse homem. E o demônio, lançando-o por terra no meio de todos, saiu dele sem lhe fazer o menor dano; Então todos ficaram com medo e, conversando entre si, diziam: O que é isto? Com autoridade e poder ele ordena aos espíritos imundos e eles saem. Com isso, a fama de seu nome se espalhou por todo o país.

(Lucas 4:33-37)

 

 

 

—Alucinação coletiva. Milagres, discos voadores, aparições, é tudo a mesma coisa, disse Monica.

"É bem possível", ele respondeu. Mas por que eles os viram?

—Porque eles queriam.

—Por que eles queriam isso?

—Porque eles estavam com medo.

—E você acha que foi só isso?

—Não é o suficiente?

Quando ele saiu de Cafarnaum pela primeira vez, muitas outras pessoas o acompanharam. Tornou-se impossível permanecer na cidade, pois as pessoas que vinham vê-lo realizar seus milagres simples praticamente paralisaram as atividades comerciais locais.

Ele falou com eles fora das cidades, nos campos. Ele conversou com homens inteligentes e esclarecidos que pareciam ter algo em comum com ele. Alguns eram donos de barcos de pesca, como Simão, Tiago e João. Outro era médico, outro era funcionário público e ouviu-o falar pela primeira vez em Cafarnaum .

"Devem ser doze", ele lhes disse um dia. Como os signos do Zodíaco.

Ele não se importava com o que dizia. Muitas de suas ideias pareciam estranhas para eles. Muitas das coisas sobre as quais ele falava eram desconhecidas para eles. Alguns fariseus achavam que ele era, na verdade, um blasfemador por causa do que dizia.

Um dia ele conheceu um homem que reconheceu como um dos essênios da colônia perto de Maqueronte .

"Juan quer falar com você", disse o essênio.

—Juan ainda está vivo? —ele perguntou a ela.

—Ele está confinado na Pereia. Acho que Herodes está com muito medo e não ousa matá-lo. Ele o deixa andar pelos muros e jardins do palácio, deixa-o falar com seus homens, mas João teme que Herodes crie coragem suficiente para ordenar que ele seja apedrejado ou decapitado. Ele precisa que você o ajude.

-Como posso ajudá-lo? Ele deve morrer. Não há esperança para ele agora.

O essênio olhou incompreensivelmente para os olhos alucinados do profeta.

—Mas, mestre, não há mais ninguém que possa ajudá-lo.

"Já fiz tudo o que ele queria que eu fizesse", disse o profeta. Eu curei os doentes e preguei aos pobres.

—Eu não sabia que ele queria isso. Mas agora ele precisa de ajuda, mestre. Você pode salvar a vida dele.

O profeta havia separado os essênios da multidão.

—Ninguém pode salvá-lo agora.

—É a vontade de Deus?

—Se eu sou Deus, então é a vontade de Deus.

O essênio foi embora, decepcionado e triste.

João Batista teve que morrer. Glogauer não tinha desejo de mudar a história, ele só queria fortalecê-la.

Ele continuou viajando pela Galileia com aqueles que o seguiam. Ele selecionou os doze mais iluminados, e os outros que o seguiram eram predominantemente pobres. Ele lhes ofereceu sua única esperança de fortuna. Havia muitos que estavam dispostos a seguir João contra os romanos, mas João já estava preso. Talvez aquele homem pudesse liderar a insurreição para saquear as riquezas de Jerusalém, Jericó e Cesareia. Cansados e famintos, com os olhos vidrados pelo sol escaldante, eles seguiram o homem de túnica branca. Eles precisavam de esperança e descobriram razões para ter esperança. Eles o viram realizar grandes milagres.

Em certa ocasião, quando ele pregou para eles de um barco, como era seu costume, quando ele caminhou de volta para a praia, como havia muito pouca água, pareceu-lhes que ele estava caminhando em cima dela.

Eles viajaram por toda a Galileia no outono, ouvindo em todos os lugares as notícias da execução de João Batista. O desespero causado pelo acontecimento transformou-se em esperança renovada naquele novo profeta que o havia conhecido.

Em Cesareia, eles foram expulsos da cidade pelos soldados romanos, que estavam acostumados com aqueles selvagens que vagavam pelo país gritando suas profecias.

À medida que a fama daquele profeta crescia, eles eram expulsos de mais cidades. E não apenas as autoridades romanas, mas também as judaicas pareciam relutantes em tolerar o novo profeta como haviam tolerado João. O clima político estava mudando.

Era difícil conseguir comida. Eles viviam de tudo o que conseguiam encontrar e estavam tão famintos quanto animais selvagens.

Ele os ensinou a fingir que estavam comendo e a apagar a fome de seus pensamentos.

Karl Glogauer , bruxo, feiticeiro, psiquiatra, hipnotizador, messias.

Às vezes, sua fé no papel que escolheu vacilou, e seus seguidores ficaram incomodados com suas contradições. Eles costumavam aplicar a ele o nome que tinham ouvido: Jesus de Nazaré. Ele quase nunca se opôs ao uso desse nome, mas às vezes ficava furioso e gritava um nome estranho e gutural.

—Karl Glogauer ! Karl Glogauer !

E eles disseram: Eis que ele fala com a voz do Senhor.

—Me chame por esse nome! —ele gritou para eles, e eles ficaram assustados e o deixaram até que sua raiva diminuísse.

Quando o tempo mudou e o inverno chegou, eles retornaram a Cafarnaum , que havia se tornado uma fortaleza para seus seguidores.

E passou o inverno em Cafarnaum , fazendo profecias.

Várias dessas profecias se referiam a ele e ao destino daqueles que o seguiram.

 

 

 

Então ele ordenou aos seus discípulos que não dissessem a ninguém que ele era Jesus, o Cristo. E desde então começou a dizer aos seus discípulos que era necessário que fosse a Jerusalém, e que ali devia padecer muito dos anciãos, dos escribas e dos principais sacerdotes, e que eles o matariam, e que ao terceiro dia ressuscitaria.

(Mateus 16:20-21)

 

 

 

Eles estavam assistindo televisão no apartamento dela. Ela estava comendo uma maçã. Eram entre seis e sete horas de uma tarde quente de domingo. Monica apontou para a tela com sua maçã meio comida.

"Olha que absurdo", ela disse. Você não pode me dizer honestamente que isso significa alguma coisa para você.

Era um programa religioso, uma ópera pop em uma igreja em Hampstead. A ópera contava a história da crucificação.

“Grupos pop no púlpito”, disse Monica. Que degradação.

Ele não respondeu. Ele achou o programa obsceno, de um jeito sombrio. Ele não se sentia capaz de discutir com ela.

"O cadáver de Deus já está começando a apodrecer, sem dúvida", disse Monica alegremente. Ufa! Que fedor!

"Desligue e continue", ele disse suavemente.

—Qual é o nome desse grupo? As larvas?

—Muito engraçado. Vou desligar a televisão, se você não se importa.

—Não, eu quero ver. É divertido.

—Ah, vamos, desliga isso!

—Imitação de Cristo! —Mônica zombou. Que desenho animado nojento.

Um cantor negro, representando Cristo, cantando com uma voz monótona e vulgar, com acompanhamento inconsequente, começou a recitar letras sem vida sobre a irmandade dos homens.

"Se ele era assim, não é de se admirar que o tenham crucificado", disse Monica.

Karl foi até a TV e a desligou.

"Uau, eu estava me divertindo", ela disse com falsa decepção. Foi um lindo canto do cisne.

Mais tarde ela lhe disse num tom afetuoso que o preocupou:

—Velho chato. Que pena. Você poderia ter sido John Wesley ou Calvin ou alguém assim. Hoje em dia, não é possível ser um Messias, pelo menos não com sua abordagem. Ninguém lhe daria ouvidos.

CAPÍTULO SEIS

 

O profeta estava morando na casa de um homem chamado Simão, embora preferisse chamá-lo de Pedro. Simão ficou grato ao profeta porque ele havia curado sua esposa de uma doença da qual ela sofria há muito tempo. Era uma doença misteriosa, mas o profeta a curou sem esforço.

Havia muitos estrangeiros em Cafarnaum naquela época . Muitos vieram ver o profeta. Simão o avisou que alguns eram agentes conhecidos dos romanos e dos fariseus. Os fariseus, em geral, não se opunham ao profeta, embora desconfiassem dos rumores de milagres que chegaram aos seus ouvidos. Entretanto, a atmosfera política era tensa, e a agitação reinava entre as tropas de ocupação romanas de Pilatos, desde os oficiais até os próprios soldados. Eles esperavam uma explosão e não conseguiam ver nenhum sinal tangível do que estava acontecendo.

Pilatos, por sua vez, queria revoltas em larga escala. Eles demonstrariam a Tibério que ele havia sido muito leniente com os judeus na questão das placas votivas. Pilatos seria vingado e seu poder sobre os judeus aumentaria. No momento, ele estava em maus termos com todos os tetrarcas provinciais, especialmente com o inquieto Herodes Antipas, que, em certo momento, parecia ser seu único apoio. Além da situação política, sua própria situação doméstica era perturbadora, pois sua esposa neurótica estava novamente tendo pesadelos e exigindo muito mais atenção do que ele podia dar a ela.

Talvez fosse possível, pensou ele, provocar um incidente, mas ele teria que ter muito cuidado para que Tibério não descobrisse. Esse novo profeta poderia servir de ponto focal , mas até então, esse indivíduo não havia feito nada contra as leis dos judeus ou dos romanos. Não havia lei que proibisse um homem de se proclamar messias, como diziam que havia feito esse novo profeta, que, aliás, não incitava o povo à rebelião, muito pelo contrário.

Olhando pela janela de seu quarto, através da qual os minaretes e torres de Jerusalém podiam ser vistos, Pilatos analisou as informações que seus espiões lhe trouxeram.

Pouco depois do festival que os romanos chamavam de Saturnália , o profeta e seus seguidores deixaram Cafarnaum novamente e partiram mais uma vez para viajar pelo país.

Havia menos milagres agora, porque não estava tão quente, mas suas profecias tinham um grande público. Aquele novo profeta alertou seus ouvintes sobre todos os erros que ocorreriam no futuro, sobre todos os crimes que seriam cometidos em seu nome.

Ele vagou pela Galileia e Samaria, seguindo as magníficas estradas romanas até Jerusalém.

A Páscoa estava se aproximando.

Em Jerusalém, autoridades romanas estavam analisando o festival iminente. Foi nessa época que sempre ocorreram os piores tumultos. Já havia ocorrido tumultos antes, na festa da Páscoa, e sem dúvida haveria problemas naquele ano também.

Pilatos falou aos fariseus, pedindo sua cooperação. Os fariseus disseram que fariam o que pudessem, mas não poderiam impedir o povo de agir de forma tola.

Pilatos franziu a testa e os dispensou.

Seus agentes lhe trouxeram relatórios de todo o território. Alguns mencionaram o novo profeta , mas disseram que ele era inofensivo no momento, mas que se chegasse a Jerusalém durante a Páscoa, ele poderia não ser mais.

 

 

 

Duas semanas antes da festa da Páscoa, o profeta chegou à cidade de Betânia, perto de Jerusalém. Alguns de seus seguidores galileus tinham amigos em Betânia, e esses amigos estavam mais do que dispostos a hospedar o homem sobre quem tinham ouvido falar de outros peregrinos a caminho de Jerusalém e do grande templo.

A razão pela qual eles foram para Betânia foi que o profeta estava preocupado com o grande número de pessoas que o seguiam.

"São muitos", ele disse a Simon. Demais, Pedro.

Glogauer estava magro e com círculos escuros. Ele falava muito pouco.

Às vezes ele olhava vagamente ao redor, como se não soubesse muito bem onde estava.

Notícias chegaram à casa em Betânia de que agentes romanos estavam fazendo investigações sobre ele. Isso não pareceu incomodá-lo. Pelo contrário, ele assentiu pensativamente, como se isso o agradasse.

Em certa ocasião, ele caminhava com dois de seus seguidores pelo campo, para contemplar Jerusalém. As paredes amarelo-claras da cidade eram um espetáculo alegre à luz do entardecer. As torres e os edifícios altos, muitos deles decorados com mosaicos vermelhos, amarelos e azuis, podiam ser vistos a quilômetros de distância.

O profeta então retornou novamente para Betânia.

—Quando iremos para Jerusalém? —perguntou-lhe um dos seus seguidores.

"Ainda não", disse Glogauer . Ele caminhava curvado e protegia o peito com os braços e as mãos como se estivesse com frio.

Dois dias antes da festa da Páscoa em Jerusalém, o profeta conduziu seus homens ao Monte das Oliveiras, através de um subúrbio de Jerusalém que ficava ao longo de sua encosta e era chamado Betfagé .

"Tragam-me um burro", ele disse a eles. Um potro de jumento. Agora devo fazer a profecia se tornar realidade.

—Então todos saberão que você é o Messias — disse André.

-Sim.

Glogauer suspirou. Fiquei com medo de novo, mas dessa vez não era um medo físico. Era o medo do ator que está prestes a interpretar a cena final e mais dramática, e que não tem certeza se conseguirá fazê-la bem. O lábio superior de Glogauer estava coberto de suor frio. Ele limpou tudo.

Na penumbra, ele olhou para os homens ao seu redor.

Eu ainda não sabia ao certo os nomes de alguns deles. Ele não estava particularmente interessado nos nomes deles. Apenas seu número. Estavam dez lá com ele. Os outros dois estavam procurando o burro.

Eles ficaram ali na encosta gramada do Monte das Oliveiras, olhando para Jerusalém e para o grande templo que se erguia abaixo. Uma brisa quente e leve soprava.

-Judas? —disse Glogauer curiosamente .

Havia um chamado Judas.

—Sim, mestre —disse ele.

Ele era alto e bonito, com cabelos ruivos cacheados e olhos inteligentes e neuróticos. Glogauer achava que era epiléptico.

Glogauer olhou pensativamente para Judas Iscariotes.

"Quero que você me ajude mais tarde", disse ele, "quando entrarmos em Jerusalém".

—O que devo fazer, Mestre?

—Você tem que levar uma mensagem aos romanos.

—Os romanos? —Iscariotes pareceu surpreso. Porque?

—Devem ser os romanos. Não podem ser os judeus... eles usariam a fogueira ou o machado. Explicarei mais quando chegar a hora.

O céu estava escuro, as estrelas brilhavam sobre o Monte das Oliveiras. Já estava frio. Glogauer estava tremendo.

 

 

 

Ó filha de Sião ! Alegrar. Pule de alegria,

Ó filha de Jerusalém! aqui está

que seu rei venha até você; é justo e vitorioso

Ele chega pobre e montado num jumento e seu potro.

(Zacarias 9:9)

Osh'na ! ​Osh'na ! ​Osh'na !

Quando Glogauer entrou na cidade montado num burro , seus seguidores correram na frente, jogando ramos de palmeira no chão. Havia pessoas dos dois lados da rua, avisadas da chegada do profeta por seus próprios seguidores.

O novo profeta cumpriu assim as profecias dos textos antigos e muitos acreditaram que ele tinha vindo para liderá-los contra os romanos. Talvez naquele momento ele estivesse indo até a casa de Pilatos para confrontá-lo.

—Ohs'nal ! Ah , não!

Glogauer olhou ao redor distraidamente. A garupa do burro, embora acolchoada pelos mantos de seus seguidores, era realmente desconfortável. Ele se sentiu inseguro lá em cima e teve que se segurar na crina do animal. Ouvi as palavras, mas não consegui compreendê-las claramente.

—Osh'na ! ​Osh'na !

A princípio, ele pensou que estivessem dizendo "hosana", mas depois percebeu que estavam gritando "livrai-nos", em aramaico.

Libertem-nos! Libertem-nos!

João havia planejado pegar em armas contra os romanos naquela Páscoa. Havia muitos que estavam esperando para participar da rebelião.

Eles acreditavam que ele tomaria o lugar de Juan como líder dos rebeldes.

"Não", ele murmurou para eles, olhando para seus rostos expectantes. Não, eu não sou o Messias, não posso libertá-lo, não posso...

Eles não conseguiam ouvi-lo, ensurdecidos pelos próprios gritos.

Karl Glogauer entrou em Cristo. Cristo entrou em Jerusalém. A história estava chegando ao seu clímax.

—Osh'na !

Não estava na história. Eu não pude ajudá-los.

 

 

 

Em verdade, em verdade vos digo: quem recebe o que eu envio, a mim me recebe; e quem me recebe, recebe aquele que me enviou. Quando Jesus disse isso, turbou-se em espírito e declarou: Em verdade, em verdade vos digo que um de vós me trairá.

Quando os discípulos ouviram isso, olharam uns para os outros, imaginando de quem ele estava falando. Estava ali um deles, a quem Jesus amava, reclinado à mesa no seio de Jesus. Simão Pedro então fez sinal ao discípulo, dizendo: "De quem ele está falando?" Então ele se recostou no peito de Jesus e lhe perguntou: "Senhor, quem é?" Jesus respondeu-lhe: É aquele a quem eu der pão molhado. E, tendo molhado o pão, deu-o a Judas, filho de Simão Iscariotes.

E, depois que ele tomou o pedaço, Satanás entrou nele. E Jesus lhe disse: O que tens a fazer, faze-o depressa.

(João 13.20-27)

 

 

 

Judas Iscariotes franziu a testa, incerto, e saiu da sala para a rua movimentada, em direção ao palácio do governador. Ele iria participar de um plano criado para enganar os romanos e fazer com que o povo se levantasse para defender Jesus, embora o plano parecesse um absurdo para ele. O clima era tenso naquelas ruas lotadas. Havia muito mais soldados romanos do que o normal em patrulha.

Pilatos era um homem corpulento, com um rosto bem-humorado e olhos suaves e duros. Ele olhou com desdém para o judeu.

"Não pagamos denunciantes que fornecem informações falsas", alertou.

"Não estou procurando dinheiro, senhor", disse Judas, fingindo a atitude servil que os romanos pareciam esperar dos judeus. Sou um súdito leal do imperador.

—Quem é o rebelde?

—Jesus de Nazaré, senhor. Ele entrou na cidade hoje...

-Eu sei. Eu o vi. Mas entendo que em seus sermões ele fala de paz e respeito à lei.

—Para enganá-lo, senhor.

Pilatos franziu a testa. Era provável. Parecia o tipo de trapaça que ele começou a suspeitar nessas pessoas de fala mansa.

—Você tem provas?

—Sou um dos seus tenentes, senhor. Estou disposto a testemunhar sobre sua culpa.

Pilatos franziu os lábios grossos. Ele não podia se dar ao luxo de ofender os fariseus naquele momento. Eles já lhe causaram problemas suficientes. Caifás , em particular, imediatamente começaria a gritar "Injustiça" se aquele homem fosse preso.

"Ele afirma ser o verdadeiro rei dos judeus, descendente de Davi", disse Judas, repetindo o que seu mestre lhe havia dito para dizer.

-Realmente? —Pilatos olhou pensativo pela janela.

—Quanto aos fariseus, senhor...

—O que você diz sobre eles?

—Os fariseus desconfiam dele. Eles prefeririam vê-lo morto. Fale contra eles.

Pilatos assentiu. Ele estreitou os olhos enquanto considerava essa informação. Os fariseus podiam odiar o louco, mas rapidamente tirariam vantagem política de sua prisão.

"Os fariseus querem prendê-lo", continuou Judas. As pessoas se aglomeram para ouvir o profeta, e hoje algumas pessoas organizaram uma revolta no templo em seu nome.

—É verdade?

—É verdade, senhor.

Era verdade. Cerca de meia dúzia de indivíduos atacaram os cambistas do templo e tentaram roubá-los. Quando foram presos, disseram que estavam fazendo a vontade do Nazareno.

"Não posso detê-lo", disse Pilatos, pensativo.

A situação já era perigosa em Jerusalém, mas se ousassem prender aquele "rei", poderiam precipitar uma insurreição. Tibério o responsabilizaria, não os judeus. Ele teve que envolver os fariseus no assunto . Eles tiveram que efetuar a prisão.

“Espere aqui um momento”, disse ele a Judas. Enviarei uma mensagem a Caifás .

 

 

 

Nisto eles chegam a um lugar chamado Getsêmani. E disse aos seus discípulos: Sentem-se aqui enquanto eu oro. E, levando consigo Pedro, Tiago e João, começou a ter medo e a angustiar-se. E ele lhes disse : A minha alma está triste até a morte. Espere aqui e fique de guarda.

(Marcos 14:32-4)

 

 

 

Glogauer já podia ver a multidão se aproximando. Pela primeira vez desde Nazaré ele se sentiu fisicamente exausto e fraco. Eles iam matá-lo. Ele teve que morrer; Aceitei isso, mas temia a dor que viria. Ele sentou-se ali na encosta, observando as tochas que se aproximavam.

 

 

 

"O ideal do martírio nunca existiu, exceto nos pensamentos do asceta ocasional", disse Mônica. Caso contrário, era simplesmente masoquismo mórbido, uma maneira fácil de evitar responsabilidades comuns, um método para manter os reprimidos sob controle...

—Não é tão simples...

—É sim, Karl.

 

 

 

Agora Monica veria. A única coisa que ele lamentava era que era tão improvável que Monica descobrisse. Pensei em escrever tudo e colocar na máquina do tempo na esperança de que pudesse ser recuperado. Que estranho, ele não era um homem religioso no sentido usual, ele era agnóstico. Não foi por convicção que ele foi levado a defender a religião diante do desdém cínico de Mônica por ela. Na verdade, havia sido uma falta de convicção no ideal no qual ela baseou sua própria fé, o ideal da ciência como uma panaceia para todos os males. Eu não podia compartilhar essa fé e nada restava além da religião, embora eu não pudesse acreditar no tipo cristão de Deus. O Deus concebido como uma força mística, dos mistérios cristãos e de outras grandes religiões, nunca foi pessoal o suficiente para ele. Sua mente racional lhe dizia que Deus não existia em nenhuma forma pessoal. Seu inconsciente lhe dizia que a fé na ciência não era suficiente.

“A ciência é basicamente o oposto da religião ”, Monica lhe disse uma vez, de forma áspera. Por mais que os jesuítas se reúnam para racionalizar sua abordagem à ciência, o fato é que a religião não pode aceitar as atitudes básicas da ciência e que há uma oposição implícita na ciência aos princípios básicos da religião. A única área onde não há diferença ou necessidade de confronto é nesta última. Pode-se admitir ou não que existe um ser sobrenatural chamado Deus, mas assim que você começa a defender qualquer uma das duas suposições, tem que haver conflito.

—Você está falando de religião organizada...

—Falo de religião como algo oposto a uma crença. O que precisamos para o ritual da religião quando temos um ritual muito superior, o da ciência, que pode substituí-lo? A religião é um substituto razoável para o conhecimento. Mas não há mais necessidade de substitutos, Karl. A ciência nos fornece uma base mais sólida para formular sistemas éticos e racionais. Não precisamos da cenoura do céu e do castigo do inferno. A ciência já pode nos mostrar as consequências das ações, e as pessoas podem facilmente julgar por si mesmas se essas ações são justas ou injustas.

—Não posso aceitar isso.

—Você não pode porque está doente. Eu também estou doente, mas pelo menos vejo uma chance de cura.

—Só consigo ver a ameaça da morte...

 

 

 

Conforme combinado, Judas o beijou na bochecha e a força combinada de guardas do templo e soldados romanos o cercou.

Aos romanos ele disse, um tanto desajeitadamente:

—Eu sou o rei dos judeus.

Aos guardiões do templo ele disse:

—Eu sou o Messias que veio para destruir os vossos senhores, os fariseus.

E então o levaram, já condenado, e o ritual final começou.

CAPÍTULO SETE

 

Foi um julgamento sujo, uma mistura arbitrária de normas romanas e judaicas que não satisfez completamente ninguém. O objetivo foi alcançado após várias conferências entre Pôncio Pilatos e Caifás , e três tentativas de fundir seus diversos sistemas jurídicos, a fim de resolver a situação. Ambos precisavam de um bode expiatório para seus vários objetivos e, então, o resultado foi finalmente alcançado e o louco foi condenado, por um lado, por rebelião contra Roma e, por outro, por heresia.

Uma característica peculiar do julgamento foi que todas as testemunhas eram seguidoras do réu e ainda assim pareciam ansiosas para vê-lo condenado.

Os fariseus aceitaram que o método romano de execução poderia ser aplicado naquela situação e naquele momento, e decidiram crucificá-lo. O indivíduo, porém, tinha bastante prestígio, por isso seria essencial usar alguns dos métodos garantidos de humilhação dos romanos, a fim de transformá-lo em uma imagem patética e ridícula diante dos peregrinos . Pilatos garantiu aos fariseus que ele pessoalmente cuidaria disso, mas também garantiu que eles assinassem documentos aprovando suas ações.

 

 

 

Os soldados então o levaram para o pátio do Pretório, e toda a coorte reunida ali, o vestiram de púrpura e colocaram nele uma coroa de espinhos trançados. E imediatamente começaram a saudá-lo: Salve, Rei dos Judeus! e, ao mesmo tempo, bateram em sua cabeça com uma cana, cuspiram nele e, ajoelhando-se, o adoraram. Depois de zombarem dele, tiraram-lhe o manto púrpura, vestiram-no novamente e o levaram para fora, a fim de crucificá-lo.

(Marcos 15:16-20)

 

 

 

Seu cérebro já estava embotado, devido à dor e ao ritual de humilhação; por ter se entregado completamente ao seu papel.

Ele se sentiu fraco demais para carregar a pesada cruz de madeira e caminhou atrás dela, arrastando-se em direção ao Gólgota, enquanto um cireneu, a quem os romanos haviam forçado a fazê-lo, a carregava.

Enquanto ele cambaleava pelas ruas silenciosas e lotadas, observado por aqueles que acreditavam que ele os lideraria contra os governantes romanos, seus olhos se encheram de lágrimas, de modo que sua visão ficou completamente turva, e ele tropeçou e se desviou do caminho, apenas para ser empurrado de volta para si pelos guardas romanos.

—Você é uma pessoa muito emotiva, Karl. Por que você não usa esse seu cérebro de vez em quando e se analisa?

Ele se lembrava das palavras, mas achava difícil lembrar quem as havia dito e quem era Karl.

O caminho que subia a encosta era pedregoso e às vezes escorregadio, lembrando-o de outra colina que ele havia escalado há muito tempo: parecia-lhe que ele tinha sido uma criança naquela época, mas a lembrança se fundia com outras e era impossível determinar.

Ele respirava pesadamente e com dificuldade. Ele mal sentia a dor dos espinhos na cabeça, mas todo o seu corpo parecia pulsar em uníssono com seu coração. Era como um tambor.

Estava ficando escuro. O sol estava se pondo. Ele caiu de bruços, cortando o rosto em uma pedra, ao chegar ao topo da colina. Ele desmaiou.

 

 

 

E o levaram ao lugar chamado Gólgoia , que significa lugar da caveira. Ali lhe deram para beber vinho misturado com mirra, mas ele não quis bebê-lo.

(Marcos 15:22-3)

 

 

 

Ele guardou o copo. O soldado deu de ombros e pegou seu braço. A outra já estava tomada por outro soldado.

Quando ele recuperou a consciência, começou a tremer violentamente. Ele sentiu uma dor intensa quando as cordas cravaram na carne de seus pulsos e tornozelos. Luta.

Ele sentiu algo frio sendo colocado contra sua palma. Embora cobrisse apenas uma pequena parte do centro da mão, parecia muito pesado. Ele ouviu um som que também seguia o ritmo do seu batimento cardíaco. Ele virou a cabeça para olhar para a mão.

Um soldado empunhando um martelo estava martelando o grande prego de ferro em sua mão enquanto ele estava deitado na cruz, que ainda estava horizontalmente no chão. Ele olhou, imaginando por que não sentia dor. O soldado levantou o martelo mais alto quando o prego encontrou resistência na madeira. Ele errou duas vezes, esmagando os dedos de Glogauer .

Glogauer olhou para o outro lado e viu que o segundo soldado também estava pregando. Era evidente que ele também havia errado várias vezes, porque os dedos de Glogauer estavam machucados e sangrando.

O primeiro soldado terminou de martelar o prego e passou para os pés. Glogauer sentiu o ferro deslizar através de sua carne e ouviu as marteladas.

Usando uma polia, eles começaram a levantar a cruz para deixá-la vertical. Glogauer percebeu que estava sozinho. Eles não crucificaram mais ninguém naquele dia.

Ele viu claramente as luzes de Jerusalém se estendendo abaixo. Ainda havia alguma luz no céu, mas não muita. Logo seria noite. Havia um pequeno grupo assistindo. Uma das mulheres o fez lembrar de Mônica. Ele ligou para ela.

—Mônica?

Mas sua voz falhou e ele só conseguiu sussurrar. A mulher nem levantou os olhos.

Ele sentiu a pressão do seu corpo sobre os pregos que o prendiam. Ele achou que sentiu uma picada dolorosa na mão esquerda. Aparentemente ele estava sangrando muito.

Era estranho, ele refletiu, que fosse ele quem estivesse pendurado ali. Esse era o evento que ele tinha vindo testemunhar. Não havia dúvidas, sim. Tudo correu perfeitamente.

A dor na minha mão esquerda aumentou.

Ele olhou para os guardas romanos jogando dados aos pés de sua cruz. Eles pareciam absortos no jogo. Eu não conseguia ver as marcas dos dados daquela altura.

Suspirar. O movimento do peito parecia lançar tensão adicional em direção às mãos. A dor já era muito intensa. Ele piscou e tentou aliviar a dor encostando-se na madeira.

A dor começou a se espalhar por todo o corpo. Ele cerrou os dentes. Foi horrível. Ele engasgou e gritou. Luta.

Não havia mais luz no céu. Nuvens espessas cobriam as estrelas e a lua.

Vozes sussurradas vinham de baixo.

“Me coloque no chão”, ele disse. Por favor, me coloque no chão!

A dor o inundou. Ele se lançou para frente, mas ninguém o soltou.

Pouco depois, ele levantou a cabeça. O movimento trouxe de volta a dor e ele começou a lutar na cruz novamente.

—Me coloque no chão. Por favor. Já chega!

Toda a sua carne, todos os seus músculos, tendões e ossos do seu corpo estavam submersos em um nível quase impossível de dor.

Eu sabia que não sobreviveria até o dia seguinte, como eu pensava que aconteceria. Ele não havia compreendido a magnitude de sua dor.

 

 

 

E à nona hora, clamou Jesus em alta voz, dizendo: Eloí , Eloí , Jama sabacfani , que quer dizer : Deus meu, Deus meu! Por que me abandonaste?

(Marcos 15:34)

 

 

 

Glogauer tossiu. Era um som seco, quase inaudível. Debaixo da cruz, os soldados o ouviram, pois o silêncio da noite já era muito intenso.

"Isso é engraçado", disse um deles. Ontem eles o adoraram. Hoje eles pareciam querer que o matássemos... até mesmo aqueles mais próximos dele.

"Quero sair deste país", disse outro.

Ele ouviu a voz de Monica novamente.

—É a fraqueza e o medo, Karl, que te levam a isso. O martírio é vaidade. Você não percebe?

Fraqueza e medo.

Ele tossiu novamente e a dor retornou, porém mais fraca.

Pouco antes de morrer, ele começou a falar novamente, murmurando palavras até ficar sem fôlego.

—É mentira. É mentira. É mentira.

Mais tarde, depois que seu corpo foi roubado por servos de médicos que acreditavam que ele devia ter propriedades mágicas, espalhou-se um boato de que ele não havia morrido. Mas o cadáver já estava apodrecendo nas salas de dissecação dos médicos e logo seria destruído.


_______________________________
Behold the Man, de Michael Moorcock, originalmente publicado como novela em 1966 e expandido para livro em 1969.



_______________________________________

Michael Moorcock, nascido em 18 de dezembro de 1939 em Londres, é um prolífico escritor britânico conhecido sobretudo por suas obras de ficção científica e fantasia, destacando-se pela criação do personagem Elric de Melniboné, um anti-herói que subverteu os clichês do gênero e influenciou toda uma geração de autores136. Além de escritor, Moorcock teve papel fundamental como editor da revista New Worlds, sendo figura central no movimento New Wave, que renovou e expandiu as fronteiras da literatura fantástica e da ficção científica no Reino Unido e inspirou o cyberpunk15. Sua carreira é marcada por incursões na música, múltiplos prêmios literários e uma produção inventiva que atravessa romances literários, sátiras, paródias e ensaios, consolidando-se como um dos nomes mais respeitados e inovadores da literatura especulativa contemporânea36.

  1. https://pt.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock
  2. http://www.selo-multiversos.com.br/escritores-2/michael-moorcock/
  3. https://www.saidadeemergencia.com/autor/michael-moorcock/
  4. http://www.guiadosquadrinhos.com/artista/michael-moorcock/4310
  5. https://en.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock
  6. https://www.querolivro.com.br/autores/michael-moorcock/
  7. https://www.skoob.com.br/autor/737-michael-moorcock
  8. https://www.gibizilla.com.br/2021/01/michael-moorcock-o-tolkien-as-avessas/
  9. https://en.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock

Nenhum comentário:

Postar um comentário