HE AQUÍ EL HOMBRE
NO tiene ningún poder material como el que poseían los
emperadores-dioses; no tiene más seguidores que los pescadores y los habitantes
del desierto. Ellos le dicen que es dios. El les cree. Los seguidores de
Alejandro decían: "Es imbatible, por tanto es dios". Los seguidores
de este hombre no piensan nada; él fue su acto de creación espontánea; ahora
les dirije, este nazareno loco llamado Jesús de Nazaret.
Y hablaba y les decía:
Sí, verdaderamente yo era Karl Glogauer y ahora soy Jesús el Mesías, el Cristo.
Y era así.
CAPITULO
UNO
LA máquina del tiempo era una esfera llena de líquido lechoso en la que
flotaba el viajero encerrado en un traje de goma, respirando a través de una
máscara ligada a un tubo conectado con la pared de la máquina. La esfera se
rompió al aterrizar y el fluido se derramó por el polvo y lo absorbió la
tierra. Instintivamente, Glogauer se hizo una bola al descender el nivel del
líquido y se hundió hasta el plástico flexible del forro interno de la esfera.
Los extraños instrumentos criptográficos quedaron quietos y silenciosos. La
esfera se movió y rodó cuando lo que quedaba del líquido se derramó por el gran
corte de su costado.
Glogauer abrió un
instante los ojos y volvió a cerrarlos. Luego abrió la boca en una especie de
bostezo y su lengua se agitó y lanzó un gruñido que se convirtió en ululación.
Se oyó a sí mismo.
Hablaba en Lenguas. Sí, eso era, pensó. El lenguaje del inconsciente. Pero no
podía adivinar lo que estaba diciendo.
Se le quedó el cuerpo inerte y como dormido, se estremeció. Su viaje por el tiempo no había sido fácil y ni siquiera el espeso fluido le había protegido por completo, aunque era indudable que le había salvado la vida. Debía tener algunas costillas rotas, sin duda. Estiró los brazos y las piernas laboriosamente y se arrastró por el plástico resbaladizo hacia la abertura de la máquina. Vio la fuerte claridad del sol, vio un cielo como acero relumbrante. Logró arrastrarse y auparse por la cintura hasta la abertura y luego cerró años después de que su padre llegase a Inglaterra, de animado también. Ahora lloraba.
Navidad, 1949. Tenía nueve años. Había nacido dos años después de que su padre llegase a Inglaterra, de Australia.
Los otros niños
gritaban y reían en la grava del parque. El juego había empezado con bastante
entusiasmo y Karl, algo nervioso, se había unido a él muy animado también.
Ahora lloraba.
—¡Bajadme de aquí!
¡Basta, Mervyn, por favor!
Le habían atado con
los brazos abiertos a la valla de alambre del parque. La valla se inclinaba por
su peso y uno de los postes amenazaba con soltarse. Mervyn Williams, el
muchacho que había propuesto el juego, empezó a mover el poste de modo que Karl
se vio lanzado violentamente adelante y atrás, fijado a la alambrada,
alambrada.
Se daba cuenta de
que sus gritos no hacían más que estimularle, así que apretó los dientes y
permaneció callado.
Luego, quedó
inerte, fingiendo un desmayo; las cuerdas con que le habían atado se le
clavaban en las muñecas. Percibió que las voces de los otros niños cesaban.
—¿Le pasará algo?
—susurraba Molly Turner.
—Hace comedia
—contestó Williams, no muy seguro.
Sintió que le
desataban, sintió dedos hurgando en los nudos. Se dejó caer deliberadamente,
cayó de rodillas, rozándose en la grava; luego se desplomó de bruces en el
suelo.
Oyó, remotas, sus
voces preocupadas. Hasta él mismo se había convencido de su propia comedia.
Williams le
zarandeó.
—Despierta, Karl.
Basta ya de comedia.
Siguió donde
estaba, perdiendo el sentido del tiempo hasta que oyó la voz del señor Matson
por encima de la algarabía general.
—¿Qué demonios
estabais haciendo, Williams?
—Era un juego,
señor, jugábamos a Jesús. Karl era Jesús. Le atamos a la valla. Fue idea suya,
señor. No era más que un juego, señor.
Aunque tenía el cuerpo agarrotado, Karl logró
mantenerse inmóvil, respirando muy despacio.
—No es un chico
fuerte como tú, Williams, deberías haber tenido más cuidado.
—Lo siento, señor.
Lo siento de veras.
Parecía que
Williams estaba llorando.
Karl se sentía
henchido, rebosante de triunfo...
Se lo llevaban. Le
dolían tanto la cabeza y el costado que se sentía enfermo. No había tenido
oportunidad de descubrir exactamente a donde le había llevado la máquina del
tiempo, pero al volver la cabeza, pudo ver por el atuendo del hombre que iba a
su derecha que estaba al fin en el Oriente Medio.
Se había propuesto
desembarcar en el año 39 d. C., en el desierto, fuera de Jerusalén, cerca de
Belén. ¿Le conducirían ahora a Jerusalén?
Iba en unas
parihuelas, hechas, al parecer, con pieles de anímale, lo cual indicaba que
debía estar sin duda en el pasado. Dos hombres llevaban sostenidas las
parihuelas en los hombros. Otros caminaban a ambos lados. Olía a sudor y a
grasa animal y a un aroma mohoso que no podía identificar. Se dirigían hacia
una sucesión de colinas que se perfilaban a lo lejos.
Pestañeó al
inclinarse las parihuelas y el dolor del costado aumentó. Se desmayó otra vez.
Despertó unos
instantes y oyó voces. Hablaban lo que sin duda era una forma de arameo.
Parecía haber anochecido, pues la oscuridad era total. No caminaban ya. Notó
paja debajo. Se sintió aliviado. Se durmió.
En aquellos días se presentó Juan el Bautista
predicando en el desierto de Judea. Decía: Haced penitencia porque el reino de
los cielos está cerca. Este es aquél de quien se dijo por el profeta Isaías:
Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus
sendas. Y ese Juan traía ropa de pelo de camello y ceñidor de cuero a la
cintura; y se alimentaba de langostas y de miel silvestre, iban, pues, a verle,
las gentes de Jerusalen y de toda Judea y de toda la ribera del Jordán. Y él
les bautizaba y confesaban sus pecados.
(Mateo 3:1-6)
Estaban lavándole. Sentía correr el agua fría por
su cuerpo desnudo. Habían logrado quitarle su traje protector. Tenía ahora
capas gruesas de tela sobre las costillas, en el costado, atadas con tiras de
cuero.
Se sentía débil; el
cuerpo le ardía, pero el dolor se había calmado.
Estaban en un
edificio, o quizás una cueva, era demasiado oscuro para poder saberlo. Estaba
tendido sobre un montón de paja, empapado en agua. Sobre él, dos hombres
seguían remojándole con agua de unas vasijas.de barro cocido. Eran hombres de
rasgos duros y de tupidas barbas que vestían ropas de algodón.
Se preguntó si
podría formar una frase que ellos pudieran entender. Conocía bien el arameo
escrito, pero no estaba seguro de la pronunciación de ciertos sonidos.
Por fin, carraspeó
y dijo:
—¿Dónde... ser...
este... lugar...?
Ellos fruncieron el
ceño, movieron la cabeza, y dejaron las vasijas de agua.
—Yo... busco...
un... nazareno... Jesús...
—Nazareno. Jesús
—uno de los hombres repitió las palabras, aunque parecía que no significaban
nada para él. Se encogió de hombros.
Pero el otro sólo
repitió la palabra nazareno, muy despacio, como si para él tuviera un
significado especial. Murmuró unas cuantas palabras al otro hombre y se dirigió
a la entrada de la estancia.
Karl Glogauer
siguió intentando decír algo que pudiera entender el otro hombre.
—¿Qué... años...
reinando... emperador... Roma? Era una pregunta confusa, lo comprendía. Sabía
que Cristo había sido crucificado en el quinceavo año del reinado de Tiberio, y
por eso había formulado aquella pregunta. Intentó estructurar mejor la frase.
—¿Cuántos...
años... lleva remando Tiberio?
—¿Tiberio? —el
hombre frunció el ceño.
El oído de Glogauer
iba adaptándose ya al acento e intentó imitarlo mejor.
—Tiberio. Emperador
de los romanos. ¿Cuántos años lleva reinando?
—¿Cuántos? —el
hombre movió al cabeza—. No sé.
Glogauer había
conseguido al fin hacerse entender.
—¿En qué lugar
estamos? —preguntó.
—En el desierto,
más allá de Maqueronte —contestó el hombre—. ¿No lo sabías?
Maqueronte quedaba
al suroeste de Jerusalén, al otro lado del Mar Muerto. Era evidente que estaba
en el pasado, durante el reinado de Tiberio, pues aquel hombre había
identificado el nombre con bastante facilidad. Volvía ya su compañero, y con él
un individuo inmenso, de grandes brazos, velludos y musculosos, y pecho enorme.
Llevaba en una mano un gran báculo. Vestía pieles de animales y debía medir
casi uno noventa. El pelo, negro y rizado, lo llevaba muy largo, y tenía una
barba negra y tupida, que le cubría la parte de arriba del pecho. Se movía como
un animal y sus ojos castaños, grandes y penetrantes, miraban cavilosos a
Glogauer.
Habló con voz
profunda, aunque demasiado rápido, y Glogauer no pudo seguirle. Ahora le tocaba
a él mover la cabeza.
El hombre grande se
acuclilló a su lado.
—¿Quién eres tú?
Glogauer hizo una
pausa. No había supuesto que le encontrarían de aquel modo. Su propósito era
disfrazarse de viajero sirio, con la esperanza de que los acentos locales
fuesen lo bastante distintos para explicar su escasa familiaridad con el idioma.
Decidió que lo mejor era atenerse a aquella historia y esperar que diese buen
resultado.
—Soy del norte
—dijo.
—¿No eres de
Egipto? —preguntó el hombre grande.
Al parecer, habían
supuesto que Glogauer era de allí: Glogauer decidió que si era eso lo que creía
el hombre grande, también él podría aceptarlo.
—Vine de Egipto
hace dos años —dijo.
El hombre grande
asintió, aparentemente satisfecho.
—Así que eres un
mago de Egipto. Eso imaginamos. Y te llamas Jesús, y eres Nazareno.
—Yo busco a Jesús,
el Nazareno —dijo Glogauer.
—Entonces, ¿tú cómo
te llamas? —parecía decepcionado.
Glogauer no podía
darle su propio nombre. Les parecería demasiado extraño. Casi por impulso, dio
el de su padre:
—Emmanuel —dijo.
El hombre asintió,
satisfecho de nuevo.
—Emmanuel.
Glogauer comprendió
demasiado tarde que la elección de nombres había sido desafortunada, dadas las
circunstancias, pues en hebreo Emmanuel significaba "Dios con
nosotros" y tenía sin duda una significación mística para su interlocutor.
—¿Y tu nombre cuál
es? —preguntó.
El hombre se
irguió. Miró caviloso a Glogauer.
—¿No me conoces?
¿No has oído hablar de Juan, el que llaman el Bautista?
Glogauer intentó
ocultar su sorpresa, pero evidentemente Juan el Bautista vio que su nombre le
resultaba familiar. Movió su desgreñada cabeza y dijo:
—Veo que me
conoces. Bien, mago, ahora yo debo decidir, ¿no?
—¿Qué debes
decidir? —preguntó nervioso Glogauer.
—Si eres el amigo
de las profecías o el falsario contra el que nos previno Adonai. Los romanos me
entregarían en manos de mis enemigos, los hijos de Herodes.
—¿Pero por qué?
—Tú debes saber por
qué, pues yo hablo contra los romanos que esclavizan a Judea y contra las
injusticias que comete Herodes, y profetizo el tiempo en que todos los impíos
serán aniquilados y se restaurará el reino de Adonai
sobre la tierra, tal como dijeron los profetas antiguos. Yo digo al pueblo:
"Preparaos para el día en que tendréis que empuñar la espada para cumplir
la voluntad de Adonai". Los impíos saben que ese día perecerán, y por ello
me destruirán.
Pese a la fuerza de
sus palabras, el tono de Juan era natural y sencillo. No había la menor sombra
de locura o fanatismo en su rostro ni en su porte. Parecía un vicario anglicano
leyendo un sermón cuyo significado hubiese perdido fuerza para él.
Karl Glogauer
comprendió que lo que decía era básicamente que estaba sublevando al pueblo
para expulsar a los romanos y a su títere Herodes y establecer un régimen más
"justo". El atribuir este plan a "Adonai" (uno de los
nombres de Yavé y que significaba El Señor) parecía, como habían supuesto
muchos eruditos del siglo XX, un medio de dar más fuerza a su plan. En un mundo
en que la religión y la política, incluso en Occidente, estaban
inextricablemente entrelazadas, era necesario atribuir al plan un origen
sobrenatural.
Glogauer pensó que
en realidad era bastante probable que Juan creyese que su idea la había
inspirado Dios, pues los griegos, al otro lado del Mediterráneo, aún seguían
discutiendo los orígenes de la inspiración, si nacía en la cabeza del hombre o
si la colocaban allí los dioses. El que Juan le aceptase como una especie de
mago egipcio, tampoco sorprendió particularmente a Glogauer. Sin duda las
circunstancias de su aparición debían haber parecido extraordinariamente
milagrosas y al mismo tiempo aceptables, sobre todo para una secta como los
esenios, que practicaban la penitencia y el ayuno y que debían estar muy
acostumbrados a tener visiones en aquel desierto abrasador. No había duda ya de
que aquellos individuos eran los neuróticos esenios, cuyo lavatorio ritual (el
bautismo) y cuyas penitencias y ayunos se correspondían con el misticismo casi
paranoico que les llevaba a inventar idiomas secretos y cosas parecidas, seguro
indicio de su estado de desequilibrio mental. Todo esto pensaba Glogauer, el
psiquiatra fallido, pero Glogauer, el hombre, vacilaba entre los polos del
racionalismo extremo y el deseo de dejarse convencer por el misticismo.
—Debo meditar —dijo
Juan, volviéndose hacia la entrada de la cueva—. Debo rezar. Permanecerás aquí
hasta que reciba instrucciones.
Y abandonó la cueva
con rápidas zancadas.
Glogauer volvió a
hundirse en la paja húmeda. Se hallaba sin duda en una cueva de piedra caliza,
y la atmósfera del interior era sorprendentemente húmeda. Debía hacer mucho
calor fuera. Se sentía soñoliento.
CAPITULO
DOS
CINCO años en el pasado. Casi dos mil en el futuro. Tendido en la cama,
caliente y pegajosa, con Mónica. Una vez más, otra tentativa de hacer el amor
de modo normal que había derivado en la ejecución de pequeñas aberraciones que
parecían satisfacerla más que ninguna otra cosa.
Aún no había
llegado a una relación plena, a culminar sus relaciones. Todo sería verbal,
como siempre. Y acabaría, como siempre, en coléricas discusiones.
—Supongo que vas a decirme
de nuevo que no estas satisfecho —dijo ella, aceptando el cigarrillo encendido
que él le entregaba en la oscuridad.
—Estoy
perfectamente —dijo él.
Se quedaron un rato
en silencio, fumando.
Luego, pese a que
sabía cuál sería el resultado si lo hacía, se puso a hablar, casi sin darse
cuenta.
—Resulta irónico,
¿no crees? —empezó.
Esperó su
respuesta. Tardaría un poco, lo sabía.
—¿Qué quieres
decir? —dijo ella al fin.
—Todo esto, el que
pases todo el día intentando ayudar a neuróticos sexuales a convertirse en
personas normales. Y pases las noches haciendo lo que ellos.
—No en la misma
medida. Ya sabes que todo es cuestión de grados.
—Eso es lo que tú
dices.
Volvió la cabeza y
la miró a la luz de las estrellas que entraba por la ventana. Era una pelirroja
de rasgos afilados, con la voz tranquila, seductora y profesional de la
asistenta social psiquiátrica que era; una voz suave, equilibrada y falsa. Sólo
de cuando en cuando, cuando se ponía muy nerviosa, asomaba a su voz su carácter
real. Sus rasgos jamás parecían en reposo, ni cuando dormía. Tenía los ojos
siempre tensos, y sus movimientos no eran espontáneos casi nunca. Una capa
protectora la cubría por completo, y probablemente se debiese a ello el escaso
placer que le producían las relaciones amorosas normales.
—Lo que pasa es que
no puedes entregarte, ¿verdad? —dijo él.
—Oh, cállate de una
vez, Karl. Échate un vistazo a ti mismo si quieres ver un ejemplo de neurosis.
Los dos eran
psiquiatras aficionados, ella asistenta social psiquiátrica, él un simple
lector, un diletante, aunque había estudiado un curso tiempo atrás, cuando
había decidido hacerse psiquiatra. Utilizaban profusamente la terminología
psiquiátrica, se sentían más felices si podían nombrar algo.
El se volvió y se
apartó de ella, cogiendo el cenicero de la mesita de noche y viéndose de pasada
en el espejo del tocador. Era un vendedor de libros judío, moreno, de ojos
profundos y de carácter melancólico, la cabeza llena de imágenes y obsesiones
sin resolver, el cuerpo lleno de emociones. Siempre perdía en aquellas
discusiones con Mónica. Ella era la dominante en el terreno verbal. Esta
especie de intercambio le parecía a veces más perversa que su forma de hacer el
amor, en que, normalmente al menos, su papel era el masculino. Comprendía que era
básicamente un individuo pasivo, masoquista e indeciso. Incluso su cólera, que
aparecía con frecuencia, era impotente. Mónica le llevaba diez años, diez años
de amargura. Como persona, por supuesto, tenía mucho más dinamismo del que
pudiese tener él; pero como asistenta social psiquiátrica había tenido
exactamente tantos fracasos como él. Continuaba esperando aún, cada vez más
cínica en apariencia, quizás unos cuantos éxitos espectaculares con los
pacientes. Ambos intentaban hacer demasiado, ése era el problema, pensaba él.
Los sacerdotes suministraban una panacea con la confesión; los psiquiatras
intentaban curar y casi siempre fracasaban, pero al menos lo intentaban. Eso
pensaba él, y se preguntaba si, después de todo aquello sería una virtud.
—Ya me he mirado
—contestó.
¿Se había dormido
ella? Se volvió. Los ojos vivaces aún seguían abiertos, miraba por la ventana.
—Ya me miré a mí
mismo —repitió—. Tal como hizo Jung "¿Cómo puedo ayudar a esas personas si
yo mismo soy un fugitivo y quizás sufra también del morbus sacer de una
neurosis?" Eso fue lo que Jung se preguntó a sí mismo...
—Ese viejo
sensacionalista. Ese viejo racionalizador de su propio misticismo. No es raro
que no pudiese llegar a ser psiquiatra.
—No habría sido un
buen psiquiatra. Pero eso no tiene nada que ver con Jung...
—No te desquites
conmigo...
—Tú me has dicho
que sentías lo mismo... que te parecía inútil...
—Después de una
semana de duro trabajo, quizás pueda haberlo dicho. Dame otro cigarrillo.
El abrió la
cajetilla que tenía en la mesita y se puso dos cigarrillos en la boca, los
encendió y le pasó uno.
Casi
distraídamente, se dio cuenta de que la tensión aumentaba. La discusión, como
siempre, no tenía objeto. Pero lo importante no era la discusión, la discusión
era simple expresión de su relación básica. Se preguntó si ésta sería o no
importante en algún sentido.
—No me dices la
verdad —se daba cuenta de que no había ya modo de parar el asunto, una vez
iniciado todo el ritual.
—Te estoy diciendo
la verdad práctica. No siento ninguna compulsión que me empuje a dejar el
trabajo. No tengo el menor deseo de fracasar en la vida...
—¿Fracasar en la
vida? Eres más melodramática que yo.
—Eres demasiado
vehemente, Karl. Quieres salir un poco de ti mismo.
—Si yo fuese tú
—dijo él burlón— abandonaría mi trabajo, Mónica. No estás más dotada para él de
lo que estaba yo.
—Eres un cabroncete
—dijo ella, encogiéndose de hombros.
—No te tengo
envidia, si te refieres a eso. Nunca he entendido qué es lo que busco.
La risa de ella era
frágil y artificial.
—El hombre moderno
a la búsqueda de un alma, ¿verdad? El hombre moderno a la búsqueda de una
entrepierna, diría yo. Y puedes tomártelo como quieras.
—Estamos
destruyendo los mitos que hacen girar el mundo.
—Ahora di: "¿Y
por qué los estamos sustituyendo?" Eres un rancio y un imbécil, Karl.
Nunca has sido capaz de considerar racionalmente nada. Ni siquiera a ti mismo.
—¿Y qué? Tú dices
que el mito no tiene importancia.
Jung sabía que el
mito también puede crear la realidad.
—Lo cual demuestra
que era un pobre imbécil que no sabía lo que decía.
El estiró las
piernas. Al hacerlo, rozó las de ella y se encogió de nuevo. Se rascó la
cabeza. Ella seguía tendida allí fumando, pero ya sonreía.
—Vamos —dijo—.
Hablemos un poco de Cristo.
El no contestó. Le
pasó la colilla y él la colocó en el cenicero. Miró el reloj. Eran las dos de
la mañana.
—¿Por qué lo
hacemos? —dijo.
—Porque debemos
—dijo ella. Y le colocó la mano en la nuca y atrajo hacia sí su cabeza
colocándola sobre los pechos—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Nosotros los protestantes debemos, tarde o
temprano, afrontar esta cuestión: ¿Hemos de entender la "Imitación de
Cristo" en el sentido de que debemos copiar su vida y, si se me permite
utilizar la expresión, remedar sus estigmas? ¿O en el sentido más profundo de
que hemos de vivir nuestras propias vidas con la misma autenticidad con que él
vivió la suya en todas sus implicaciones? No es cosa fácil vivir una vida
modelada sobre la de Cristo, pero es muchísimo más difícil vivir la propia vida
con la misma autenticidad con que él vivió la suya. Quien así lo hiciere...
sería incomprendido, escarnecido, torturado y crucificado... Una neurosis es
una disociación de la personalidad...
(Jung: El hombre moderno a Ja búsqueda de un alma)
Juan el Bautista estuvo fuera un mes y Glogauer
vivió con los esenios, resultándole sorprendentemente fácil, una vez que se le
curaron las costillas, adaptarse a la vida diaria de la comunidad. El pueblo de
los esenios consistía en una mezcla de casas de una sola planta, hechas de
piedra caliza y ladrillos de barro, y las cuevas que se hallaban a ambos lados
del pequeño valle. Los esenios compartían entre sí sus posesiones y aquella
secta concreta tenía mujeres, aunque muchos esenios llevasen vidas
absolutamente monásticas. Los esenios eran también pacifistas y se negaban a
poseer o a hacer armas, pese a que aquella secta concreta tolerase al belicoso
Bautista. Quizás su odio a los romanos les hiciese olvidar sus principios, o
quizás no supieran a ciencia cierta cuál era, en realidad, el motivo de su
tolerancia, apenas cabían dudas de que Juan el Bautista era prácticamente su
jefe.
La vida de los
esenios consistía en un baño ritual tres veces al día, la oración y el trabajo.
El trabajo no era difícil. Glogauer guiaba a veces un arado del que tiraban
otros dos miembros de la secta, cuidaba las cabras, a las que dejaba pastar por
las laderas de los cerros. Era una vida pacífica y ordenada, e incluso los
aspectos poco saludables resultaban tan rutinarios que Glogauer apenas los
advertía pasado ya un tiempo.
Cuando iba a cuidar
las cabras, se tumbaba en la cima de un cerro y contemplaba el paisaje, que no
era propiamente desierto sino páramos con maleza y roca en los que podían
ramonear y alimentarse animales como cabras y ovejas. Había también matorrales
bajos que quebraban la monotonía del paisaje y algunos arbolitos a las orillas
del río, que debía desembocar sin duda en el Mar Muerto. El terreno era
irregular. Su perfil tenía la apariencia de un lago tormentoso, congelado y
teñido de amarillo y marrón. Pasado el Mar Muerto, estaba Jerusalén.
Evidentemente, Cristo aún no había entrado en la ciudad por última vez. Antes
de que eso sucediera, tendría que morir Juan el Bautista.
El sistema de vida
de los esenios era bastante cómodo, pese a toda su simplicidad. Le habían dado
un taparrabos de piel de cabra y un báculo y, salvo por el hecho de que estaba
vigilado día y noche, parecían aceptarle como una especie de miembro laico de
la secta.
A veces, le
preguntaban por su carro (la máquina del tiempo que se proponían trasladar muy
pronto del desierto al pueblo) y él les explicaba que le había trasladado de
Egipto a Siria y luego hasta allí. Aceptaban el milagro tranquilamente. Tal com
él había sospechado, eran gentes acostumbradas a los milagros.
Los esenios habían
visto, en realidad, cosas más extrañas que su máquina del tiempo. Habían visto
caminar a hombres sobre las aguas y bajar a los ángeles del cielo. Habían oído
la voz de Dios y de sus arcángeles, y también las voces tentadoras de Satán y
de sus servidores. Escribían todas estas cosas en sus rollos de pergamino. Eran
únicamente un registro de lo sobrenatural, lo mismo que sus otros pergaminos lo
eran de su vida diaria y de las noticias que les traían los miembros
itinerantes de la secta.
Vivían
constantemente en presencia de Dios y hablaban con El y El les contestaba
cuando mortificaban lo suficiente su carne y ayunaban y salmodiaban sus
oraciones bajo el abrasador sol de Judea.
Karl Glogauer se
dejó crecer el pelo y la barba. Mortificó también su carne y ayunó y cantó las
oraciones bajo el sol, tal como hacían ellos. Pero no oía a Dios y sólo una vez
creyó ver un arcángel con alas de fuego.
Pese a su afán de
experimentar las alucinaciones de los esenios, Glogauer estaba decepcionado,
pero le sorprendía el sentirse tan bien, considerando todas las penalidades
voluntarias que tenía que soportar, y se sentía, además, cómodo y relajado en
compañía de aquellos hombres y mujeres que eran sin duda dementes. Quizás se debiese
a que la locura de los esenios no era muy distinta de la suya propia, pero lo
cierto es que al cabo de un tiempo dejó de plantearse tal problema.
Juan el Bautista
volvió un anochecer seguido de unos veinte de sus discípulos más allegados.
Glogauer le vio cuando se disponía a meter las cabras en la cueva para la
noche. Esperó a que Juan se aproximase.
El Bautista estaba
ceñudo, pero su expresión se suavizó al ver a Glogauer. Sonrió y le cogió del
brazo, al modo romano.
—Bueno, Emmanuel,
eres amigo nuestro, como yo suponía. Enviado por Adonai para ayudarnos a que se
cumpla Su voluntad. Tú me bautizarás mañana, para mostrar a todo el pueblo que
El está con nosotros.
Glogauer estaba
cansado. Había comido muy poco y había pasado la mayor parte del día al sol,
cuidando las cabras. Bostezó. Le resultaba difícil contestar. Sin embargo, se
sentía aliviado. Era evidente que Juan había estado en Jerusalén intentando
descubrir si le habían enviado los romanos como espía; y parecía tranquilizado,
parecía confiar en él.
Le preocupaba, de
todos modos, la fe del Bautista en sus poderes.
—Juan —empezó—. No
soy ningún vidente...
La cara del
Bautista se ensombreció por un instante. Luego se echó a reír.
—No digas nada. Ven
a comer conmigo por la noche. Tengo langostas y miel silvestre.
Glogauer aún no
había probado aquellos alimentos, que eran la dieta básica de los viajeros que
no llevaban provisiones y vivían de lo que podían encontrar de camino. Había
quien lo consideraba un manjar.
Lo probó más tarde, cuando fue a casa de Juan. La
casa sólo tenía dos habitaciones, un comedor y un dormitorio. La miel y las
langostas le parecieron un plato demasiado dulce para su gusto, pero resultaba
un cambio muy agradable después de la cebada y la carne de cabra.
Se sentó con las
piernas cruzadas frente a Juan el Bautista, que comía con fruición. Era ya
noche cerrada. Llegaban de fuera los murmullos y los gemidos y gritos de
quienes se hallaban en oración.
Glogauer sumergió
otra langosta en el cuenco de miel que estaba colocado entre los dos.
—¿Piensas dirigir
al pueblo de Judea contra los romanos? —preguntó.
Al Bautista pareció
inquietarle una pregunta tan directa. Era la primera de aquella naturaleza que
le hacía Glogauer.
—Sí tal fuese la
voluntad de Adonai —dijo, sin alzar la vista, mientras se inclinaba hacia el
cuenco de miel.
—¿Lo saben los
romanos?
—No lo sé,
Emmanuel, pero Herodes, el incestuoso, sin duda les habrá dicho que hablo
contra los inicuos.
—Pero los romanos
no te han detenido.
—Pilatos no se
atreve... sobre todo después de la petición que se envió al emperador Tiberio.
—¿Qué petición?
—Bueno, las que
firmaron Herodes y los fariseos cuando Pilatos puso placas votivas en el
palacio de Jerusalén e intentó profanar el templo. Tiberio reprendió a Pilatos
y, desde entonces, aunque aún odia a los judíos, nos trata con mucho más
cuidado.
—Dime, Juan,
¿cuánto tiempo lleva reinando Tiberio en Roma? —no había tenido oportunidad de
volver a formular aquella pregunta hasta entonces.
—Catorce años.
Así que estaban en
el 28 después de Cristo; faltaba algo menos de un año para la crucifixión, y su
máquina del tiempo estaba destrozada.
Juan el Bautista
planeaba ya una rebelión armada contra los romanos, pero, si había de dar
crédito a los Evangelios, pronto sería decapitado por Herodes. Desde luego, no
se había producido por entonces ninguna rebelión en gran escala. Ni los que
afirmaban que la entrada de Jesús y sus discípulos en Jerusalén y la invasión
del templo habían sido acciones de rebeldes armados, habían hallado pruebas que
sugiriesen que Juan el Bautista hubiese acaudillado una rebelión similar.
Glogauer había
acabado por estimar bastante al Bautista. Era, sencillamente, un revolucionario
endurecido que llevaba años planeando la insurrección contra los romanos y que
había ido haciéndose poco a poco con suficientes seguidores como para que el
éxito pudiese coronar sus propósitos. A Glogauer le recordaba mucho a los jefes
de la Resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Poseía una dureza similar y una
comprensión similar de las realidades de su posición. Sabía que sólo tendría
una posibilidad de aplastar a las cohortes que estaban de guarnición en el
país. Si la insurrección no triunfaba de inmediato, Roma tendría tiempo
suficiente para enviar más tropas a Jerusalén.
—¿Cuándo crees tú
que se propone Adonai destruir a los inicuos por mediación tuya? —dijo
prudentemente Glogauer.
Juan le miró
curioso y burlón. Sonrió.
—La Pascua es una
época en la que la gente está inquieta y odia más a los extranjeros —dijo.
—¿Cuándo es la
próxima Pascua?
—No faltan muchos
meses.
—¿Cómo puedo
ayudaros yo?
—Tú eres un mago.
—Yo no puedo hacer
milagros.
Juan se limpió la
miel de la barba.
—No puedo creerlo,
Emmanuel. Viniste aquí de un modo milagroso. Los esenios no sabían si eras un
demonio o un mensajero de Adonai.
—No soy ni una cosa
ni otra.
—¿Por qué deseas
confundirme, Emmanuel? Sé que eres mensajero de Adonai. Eres la señal que los
esenios esperaban. Ya casi ha llegado el momento. Pronto se establecerá en la
tierra el reino del cielo. Ven conmigo. Dile al pueblo que Adonai habla por tu
boca. Haz grandes milagros.
—Tu poder estaba
debilitándose, ¿no es eso? —Glogauer miró fijamente a Juan—. ¿Acaso me
necesitas para renovar las esperanzas de tus rebeldes?
—Hablas como un
romano, sin la menor sutileza —dijo Juan, levantándose bruscamente.
Evidentemente Juan,
igual que los esenios con quienes vivía, prefería una conversación menos
directa. Había una razón práctica para ello. Glogauer lo sabía; era que Juan y
sus hombres temían la traición. Los esenios escribían incluso sus anales
parcialmente en lenguaje cifrado, con una palabra o una frase, inocentes en
apariencia, que significaban algo completamente distinto.
—Discúlpame, Juan.
Pero dime si tengo razón —dijo Glogauer con voz suave.
—¿No eres un mago
que llegó en un carro que surgió de la nada? —dijo el Bautista agitando las
manos y encogiéndose de hombros—. Mis hombres te vieron. Vieron a aquel objeto
resplandeciente adquirir forma en el aire y romperse y te vieron salir de él.
¿No es eso magia? La ropa que llevabas... ¿eran prendas terrenas? Los
talismanes que había dentro del carro... ¿no indicaban una magia poderosa? El
profeta dijo que vendría un mago de Egipto, que se llamaría Emmanuel... ¡así
está escrito en el libro de Micaj! ¿Acaso no son ciertas esas cosas?
—La mayoría de
ellas. Pero hay explicaciones... —se interrumpió, incapaz de dar con el
sinónimo exacto de "racional"—. Soy un hombre normal, como tú. ¡No
tengo ningún poder de hacer milagros! ¡Soy sólo un hombre!
Juan le miró
furioso.
—¿Quieres decir con
eso que te niegas a ayudarnos?
—Os estoy muy agradecido
a ti y a los esenios. Me salvasteis la vida. Si pudiese pagaros...
Juan cabeceó
pausadamente.
—Puedes, Emmanuel.
—¿Cómo?
—Siendo el gran
mago que yo necesito. Déjame presentarte a todos los que se impacientan y se
apartan de la voluntad de Adonai. Déjame explicarles cómo viniste hasta
nosotros. Luego podrás decir que todo es voluntad de Adonai y que deben
prepararse todos para cumplirla.
Juan le miraba
fijamente.
—¿Lo harás,
Emmanuel?
—Lo haré por ti,
Juan. Y, a cambio, tú enviarás hombres que traigan aquí mi carro lo antes
posible. Quiero ver si puede arreglarse.
—Lo haré.
Glogauer se sintió
de pronto entusiasmado. Se echó a reír. El Bautista le miró sorprendido. Luego,
también él se echó a reír.
Glogauer no paraba
de reír. Aunque la historia no lo mencionase, él junto con Juan el Bautista,
prepararía el camino de Cristo.
Cristo aún no había
nacido. Quizás Glogauer lo supiese, un año antes de la crucifixión.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros
y hemos visto su gloria, la gloria del unigénito del padre, lleno de gracia y
de verdad. De él da testimonio Juan y exclama diciendo: "He aquí aquél de
quien os decía que ha de venir después de mí, ha sido preferido a nú; por
cuanto era antes que yo".
(Juan 1:14-15)
Había tenido grandes discusiones con Mónica desde
que la conocía. Entonces su padre aún no había muerto y no le había dejado el
dinero con que compró más tarde la Librería Ocultista de la calle Great
Russell, frente al Museo Británico. El andaba haciendo, por entonces, todo tipo
de trabajos eventuales y esto le deprimía mucho. Mónica parecía significar una
gran ayuda, una excelente guía en la oscuridad mental que le cercaba. Los dos
vivían cerca de Holland Park e iban a pasear allí casi todos los domingos del
verano de 1962. El, con veintidós años, estaba ya obsesionado por la extraña
rama de misticismo cristiano de Jung. Ella, que despreciaba a Jung, habia
empezado muy pronto a denigrar todas las ideas de Glogauer. Nunca le convencía
realmente, pero, al cabo de un tiempo, habia logrado confundirle. Tardarían aún
otros seis meses en acostarse juntos.
Hacía un calor
incómodo.
Se sentaron bajo el
toldo de la cafetería a contemplar el lejano partido de criquet. Junto a ellos,
había dos chicas y un chico sentados en la yerba, bebiendo naranjada en vasos
de plástico. Una de las chicas tenía una guitarra en el regazo y posó el vaso y
empezó a tocar y a cantar una canción popular con voz sonora y elegante.
Glogauer intentó enterarse de la letra. De estudiante, siempre le había gustado
la música popular tradicional.
—El cristianismo
está muerto —dijo Ménica tomando un sorbo de té—. La religión agoniza. A Dios
le mataron en 1945.
—Aún puede haber
una resurrección —dijo él.
—Ojalá no la haya.
La religión nació del miedo. El conocimiento destruye el miedo. Y sin miedo, la
religión no puede sobrevivir.
—¿Y crees que en
estos tiempos no hay miedo?
—No del mismo
género, Karl.
—¿Nunca has
considerado la idea de Cristo? —preguntó él, cambiando de táctica—. ¿Lo que eso
significa para los cristianos?
—También la idea
del tractor significa mucho para un marxista —contestó ella.
—Pero, dime, ¿qué
fue primero? ¿La idea o la realidad de Cristo?
Ella se encogió de
hombros.
—La realidad, si es
que eso importa algo. Jesús fue un agitador judio que organizó una rebelión
contra los romanos y que acabó crucificado. Eso es todo lo que sabemos y todo
lo que necesitamos saber.
—Una gran rebelión
no pudo empezar de modo tan simple.
—Cuando se
necesita, se saca una gran religión de los principios más impropios.
—Vienes a lo mío,
Mónica —dijo con una mueca mientras ella retrocedía ligeramente—. La idea
precedió a la realidad de Cristo.
—Oh, Karl, no
sigamos. La realidad de Jesús precedió a la idea de Cristo.
Pasó una pareja que
les miró mientras discutían.
Mónica se dio
cuenta de que les miraban y se calló. Luego se levantó y también él se levantó,
pero ella movió la cabeza y dijo:
—Me voy a casa,
Karl. No hace falta que me acompañes. Nos veremos dentro de unos días.
La vio alejarse
camino de las puertas del parque.
Al día siguiente,
cuando llegó a casa, del trabajo, encontró una carta. Mónica debía haberla
escrito después de haberle dejado y debía haberla echado al buzón el mismo día.
Querido Carl:
El hablar y conversar
no parece influir gran cosa en ti, sabes. Es como si escuchases el tono de la
voz, el ritmo de las palabras, sin oír nunca lo que se pretende comunicar. Eres
como un animal sensible incapaz de entender lo que se le dice aunque de saber
si la persona que habla está satis/echa o enfadada. Por eso te escribo: para
intentar transmitirte mis ideas. Reaccionas con demasiada emotividad cuando
estamos juntos.
Cometes el error de
considerar el cristianismo como algo que se desarrolló en el curso de unos
años, desde la muerte de Jesús a la época en que se escribieron los Evangelios.
Pero el cristianismo no era nuevo. Lo único nuevo era el nombre. El
cristianismo sólo fue un estadio de la fusión y de la influencia mutua de la
metamorfosis de la lógica occidental y el misticismo oriental. Considera cómo
cambió la propia religión a lo largo de los siglos, reinterpretándose a sí
misma para adaptarse a los diversos cambios. El cristianismo no es más que un
nombre nuevo para un conglomerado de mitos y filosofías que ya son viejas. Lo
único que hacen los Evangelios es recontar el mito solar y añadirle algunas de
las ideas de los griegos y los romanos. Todavía en el siglo segundo, afirmaban
y demostraban los eruditos judíos que se trataba de un simple baturrillo.
Denunciaban las grandes similitudes existentes entre los diversos mitos solares
y el mito de Cristo. No hubo ningún milagro, se inventaron más tarde, se
tomaron prestados de aquí y de allá.
¿Recuerdas que los
viejos Victorianos solían decir que en realidad Platón era cristiano porque
anticipó el pensamiento cristiano? ¡Pensamiento cristiano! El cristianismo fue
un vehículo para ideas que llevaban circulando varios siglos antes de Cristo.
¿Era cristiano Marco Aurelio? Se enmarcaba en la tradición directa de la
filosofía occidental. ¡Por eso el cristianismo prendió en Europa y no en
Oriente/ Deberías ser teólogo, dadas tus tendencias, no psiquiatra. Y lo mismo
podría decirse de tu amigo Jung.
Procura despejar tu
cabeza de todos esos absurdos mórbidos y serás muchísimo mejor en tu trabajo.
Tuya Mónica
Arrugó la carta y la tiró. Aquella misma noche,
más tarde, sintió tentaciones de volver a leerla. Pero las resistió.
CAPITULO
TRES
JUAN estaba en el río con él agua hasta la cintura. Casi todos los
esenios estaban en la orilla, mirándole. Glogauer también le miraba.
—No puedo, Juan. No
debo hacerlo.
—Debes hacerlo
—murmuró el Bautista.
Glogauer se
estremeció al hundirse en el agua, al lado del Bautista. Sintió un mareo. Quedó
temblando, incapaz de moverse.
Resbaló de pronto
en las piedras del río y Juan le agarró por un brazo, sujetándole.
El cielo estaba
despejado y el sol, en su cénit, abrasaba su cabeza desnuda.
—¡Emmanuel! —gritó
de pronto Juan—. ¡El espíritu de Adonai habita en ti!
A Glogauer aún le
resultaba difícil hablar. Asintió con un gesto. Le dolía la cabeza y apenas
podía ver. Era el primer ataque de jaqueca desde que había llegado allí. Sentía
ganas de vomitar. La voz de Juan le sonaba remota.
Se tambaleó.
Cuando empezaba a
caer hacia el Bautista, todo el paisaje tembló alrededor suyo. Percibió que
Juan le cogía y se oyó decir desesperado:
—¡Bautízame, Juan!
Luego notó agua en
la boca y en la garganta y acabó tosiendo.
Juan gritaba algo.
Fuese lo que fuese, sus palabras hallaron respuesta entre los que se
encontraron en la orilla. El rumor de las voces aumentó, cambió de tono.
Glogauer chapoteó en el agua, luego sintió que le ayudaban a incorporarse.
Los esenios se
balanceaban al unísono, todas las caras alzadas hacia el sol deslumbrante.
Glogauer empezó a
vomitar en el agua, tambaleándose mientras Juan le agarraba con mano firme por
los brazos y le guiaba hacia la orilla.
Los esenios se
balanceaban y entonaban un canturreo rítmico y extraño; se elevaba de tono
cuando se balanceaban hacia un lado, descendía cuando se balanceaban hacia el
otro.
Glogauer se tapó
los oídos cuando Juan le soltó. Aún tenía vómitos, pero ya no tenía nada que
vomitar y era aún más desagradable que antes.
Empezó a alejarse
vacilante, casi no podía mantener el equilibrio, luego echó a correr, sin
destaparse las orejas; corrió y corrió por aquel páramo de rocas y secos
matojos; corrió mientras el sol ardía en el cielo y el calor ardía en su
cabeza; corrió alejándose de allí.
Pero Juan se resistía diciendo, Yo debo ser
bautizado por ti ¿y tú vienes a mí? Y Jesús le contestó diciendo: Déjame hacer
ahora; que así es como conviene que nosotros cumplamos lo que es justo.
Entonces Juan accedió. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua
se le abrieron los cielos y vio bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y
posar sobre él; y oyóse una voz del cieJo que decía: Este es mi hijo amado en
quien tengo puesta mi complacencia.
(Mateo 3:14-17)
Tenía entonces quince años, estudiaba en el
instituto. Había leído en los periódicos lo de las pandillas de teddy boys que
vagaban por el sur de Londres, pero el extraño joven que había visto con ropas
seudoeduardianas le había parecido bastante inofensivo y estúpido.
Había ido al cine a
Brixton Hill y había decidido volver andando a casa porque se había gastado
casi todo el dinero del autobús en un helado. Salieron del cine al mismo
tiempo. Apenas advirtió que le seguían.
Luego, de pronto,
le rodearon. Muchachos pálidos de expresión malévola, casi todos un año o dos
mayores que él. Se dio cuenta entonces de que conocía vagamente a dos. Iban a
aquella escuela municipal grande de la misma calle de su colegio. Utilizaban el
mismo campo de fútbol.
—Hola —dijo
débilmente.
—Hola, hijo —dijo
el teddy boy mayor; mascaba chicle y se había plantado allí ante él, de pie,
con una rodilla doblada, y le sonreía.
—¿Adonde vas?
—A casa.
—A casa —dijo el
mayor, imitando su acento—. ¿Y qué vas a hacer cuando llegues a casa?
—Acostarme —Karl
intentó abrirse paso, pero no le dejaron.
Le arrinconaron
junto a la entrada de una tienda. Tras ellos, los coches pasaban atronando por
la calle. Había bastante luz, de las farolas y de los letreros luminosos de las
tiendas. Pasaba gente, pero nadie paraba. Karl empezó a sentir pánico.
—¿No tienes que
hacer los deberes, hijo? —dijo el que estaba al lado del jefe. Era pelirrojo y
tenía pecas y los ojos de un color gris duro.
—¿Quieres pelear
con uno de nosotros? —preguntó otro chico. Era uno de los que él conocía.
—No, no peleo.
Dejadme marchar.
—¿Tienes miedo,
hijo? —dijo sonriente el jefe.
Luego, con mucha
parsimonia, estiró el chicle que tenía en la boca con los dedos, y volvió a
metérselo de nuevo en la boca y siguió mascando.
—No. ¿Por qué
habría de querer pelear contigo?
—Te crees mejor que
nosotros, ¿es eso, hijo?
—No —empezaba a
temblar; estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Claro que no.
—Claro que no,
hijo.
Intentó de nuevo
abrirse paso, pero volvieron a empujarle hacia la entrada de la tienda.
—Tú eres el que
tiene nombre alemán, ¿no? —dijo el otro chico al que conocía—. Cagongaüer o
algo así...
—Glogauer. Dejadme
marchar.
—¿No le gusta a tu
mamá que vuelvas tarde?
—Parece más un
nombre judío que un nombre alemán.
—¿Eres judío, hijo?
—¿Eres un chico
judío, hijo?
—¡Callaos ya!
—gritó Karl. Y se lanzó contra ellos decidido a abrirse camino como fuese. Uno
le pegó un puñetazo en el estómago. Lanzó un grito de dolor. Otro le empujó, se
tambaleó él.
La gente seguía
pasando por la acera. Miraban al grupo y seguían su camino. Paró un hombre,
pero su mujer le hizo seguir. "Son chicos que juegan", le dijo.
—Bájate los
pantalones —dijo uno de los chicos con una carcajada—. Así lo sabremos.
Karl intentó
abrirse paso otra vez y no se lo impidieron. Echó a correr cuesta abajo.
—Hay que darle un
poco de ventaja —oyó decir a uno.
Siguió corriendo.
Empezaron a
seguirle, riéndose.
Cuando llegó a la
Avenida en que vivía, no le habían alcanzado. Llegó a la casa, corrió por el
pasaje oscuro de al lado. Abrió la puerta trasera. Su madrastra estaba en la
cocina.
—¿Qué te pasa? —le
preguntó.
Era una mujer alta
y delgada, nerviosa e histérica. Llevaba el pelo negro desgreñado.
Pasó delante de
ella.
—¿Qué ocurre, Karl?
—le dijo. Había un tono nervioso en su voz.
—Nada —le contestó.
No quería una
escena.
Hacía frío cuando despertó. El falso amanecer era
gris y sólo podía ver paisaje desolado en todas direcciones. Podía recordar muy
poco del día anterior, sólo que había corrido mucho.
Tenía el taparrabos
empapado de rocío.
Se humedeció los
labios y se frotó la piel de la cara. Como siempre después de una de aquellas
jaquecas, se sentía débil y totalmente agotado. Al bajar los ojos y contemplar
su cuerpo desnudo, se dio cuenta de lo mucho que había adelgazado. Sin duda se debía
a su vida con los esenios.
Se preguntó por qué
le habría entrado tanto miedo cuando Juan le pidió que le bautizase. ¿Fue
simple honestidad o había algo en él que se resistía a engañar a los esenios
induciéndoles a creerle una especie de profeta? Era difícil saberlo.
Enrolló la piel de
cabra a las caderas y la ató firme justo por encima del muslo izquierdo.
Suponía que lo mejor sería volver al campamento y buscar a Juan y disculparse,
ver si podía arreglar las cosas. Además la máquina del tiempo estaba allí,
ahora. La habían transportado utilizando sólo sogas de cuero.
Existía como mínimo
una posibilidad de lograr repararla si podía encontrar un buen herrero u otro
buen metalúrgico. El viaje de vuelta sería peligroso.
Se preguntaba si
debería volver enseguida o intentar pasar a un tiempo más próximo a la
crucifixión. No había retrocedido en el tiempo para presenciar en concreto la
crucifixión, sino para captar el ambiente de Jerusalén durante la fiesta de la
Pascua, cuando se suponía que había entrado Jesús en la ciudad. Según Mónica,
lo había hecho violentamente, con un grupo armado. Ella decía que todas las
pruebas lo indicaban. Todas las pruebas de cierto género parecían indicarlo,
pero él no podía aceptar tales pruebas. Había algo más, estaba seguro. Si al
menos pudiera conocer a Jesús. Juan, al parecer, jamás había oído hablar de él,
aunque le había dicho a Glogauer que, según la profecía, el Mesías sería un
nazareno. Había muchas profecías, y algunas se contradecían entre sí.
Empezó a volver
sobre sus pasos en la dirección del campamento de los esenios. No podía haberse
alejado mucho. Pronto vería las colinas donde tenían sus cuevas.
El calor se hizo
pronto insoportable y la tierra parecía más estéril. El aire temblaba ante sus
ojos. La sensación de agotamiento con que había despertado aumentaba. Notaba la
boca seca, le fallaban las piernas. Tenía hambre y no había nada que comer. No
había ni rastro de las colinas donde los esenios vivían.
Había una colina
unos tres kilómetros al sur. Decidió ir hacia ella. Desde allí, probablemente
pudiese orientarse, quizás viese incluso una población en la que pudieran darle
de comer. El suelo de arena, se convertía en polvo flotante a su alrededor al
removerlo sus pisadas. Había algunos matorrales a ras de tierra y melladas
rocas en que tropezaba.
Cuando empezó a
subir laboriosamente por la loma de aquella colina, sangraba y estaba ya lleno
de magulladuras.
Le costó trabajo
alcanzar la cima (que estaba mucho más lejos de lo que en principio había
creído). Resbaló en los pedregales de la ladera, cayendo de bruces, y hubo de
recurrir a pies y manos para no caer a vueltas, agarrándose a matas de yerba y
liqúenes que crecían dispersos por allí, abrazando salientes grandes de roca
donde podía; y parando cada poco a descansar, cuerpo y mente embotados por el
dolor y el cansancio.
Sudaba bajo aquel
sol de fuego, y el polvo se pegaba al sudor en su cuerpo semidesnudo,
cubriéndole de pies a cabeza. Tenía el taparrabos destrozado.
Aquel mundo yermo
giraba y vacilaba, el cielo parecía fundirse con la tierra, la roca amarilla
con las nubes blancas. Nada parecía quieto.
Llegó a la cima y
se tumbó en ella jadeante. Todo era irreal.
Oyó la voz de
Mónica; por un momento, pensó que la veía con el rabillo del ojo.
Karl, no seas
melodramático.
Le había dicho
aquello muchas veces. Su propia voz contestó luego.
Nací fuera de mi
época, Mónica. En esta edad de la razón no hay sitio para mí. Acabarán
matándome.
Luego replicó la
voz de ella.
Te matan el miedo, los
remordimientos y tu masoquismo. Podrías ser un magnífico psiquiatra, pero te
has entregado hasta tal punto a tus propias neurosis...
—¡Cállate!
Dio vuelta, se puso
boca arriba. El sol caía torrencial sobre su cuerpo destrozado.
—¡Cállate!
Todo el síndrome
cristiano, Karl. Creo que acabarás convirtiéndoíe en católico convencido.
¿Dónde está la fuerza de tu pensamiento?
—¡Cállate! Y vete,
Mónica.
El miedo condiciona tu
pensamiento. No buscas un alma, ni siquiera un sentido a la vida. Buscas
comodidades y consuelo.
—¡Déjame en paz,
Mónica!
Se tapó los oídos.
Tenía el pelo y la barba tiznados de polvo. En las leves heridas que tenía ya
por todo el cuerpo, se le había coagulado la sangre. Arriba, el sol parecía
palpitar al unísono con su corazón.
Te estás hundiendo,
Karl, ¿es que no te das cuenta? Cada día estás peor. Recapacita. Eres
perfectamente capaz de pensar de un modo racional.
—¡Oh, Mónica!
¡Cállate!
Empezaron a volar
en círculos, sobre él, unos cuervos. Les oía llamarle con una voz insistente
que era como la de ella.
Dios murió en 1945...
—No estamos en
1945. Estamos en el año veintiocho después de Cristo. ¡Dios vive aún!
Cómo puede interesarte
estudiar una religión sincrética tan obvia como el cristianismo: judaismo
rabínico, moral estoica, cultos de los misteriosos griegos, ritual oriental...
—¡No importa!
No en tu estado
psicológico actual.
—¡Necesito a Dios!
A eso se reduce en
definitiva, ¿verdad? Está bien, Karl, lábrate tus propias entrepiernas. Y
pensar lo que podrías haber sido de haber sido capaz de analizarte...
Glogauer logró
poner en pie su destrozado cuerpo y se irguió en la cima y lanzó un grito.
Los cuervos se
espantaron. Giraron en el cielo y huyeron. El cielo iba ya oscureciendo.
Luego fue Jesús conducido por el Espíritu al
desierto para que el diablo le tentase. Y después de ayunar cuarenta días y
cuarenta noches, tuvo hambre.
(Mateo 4:1-2)
CAPITULO
CUATRO
EL loco entró tambaleante en el pueblo. Sus pies removían el polvo y le
hacían bailar y. los perros ladraban a su alrededor mientras él avanzaba
maquinalmente, la cabeza alzada para mirar al sol, los brazos inertes a los
lados, moviendo los labios.
Para los habitantes
del pueblo, sus palabras eran de un idioma familiar; pero aquel hombre las
decía con tal intensidad y convicción que parecía que el propio Dios pudiese
estar utilizando a aquella criatura demacrada y desnuda como su portavoz.
Se preguntaban de
dónde habría salido aquel loco.
El pueblo blanco
estaba formado principalmente por casas de una o dos plantas, de piedra y
ladrillos de barro, construidas alrededor de una plaza de mercado presidida por
una antigua y humilde sinagoga, a cuya puerta charlaba sentado un viejo vestido
con ropaje oscuro. Era un pueblo próspero y limpio, rebosante de comercio
romano. Sólo había uno o dos mendigos en las calles y parecían bien
alimentados. Las calles seguían las subidas y bajadas de la colina en la que se
asentaban. Eran calles tortuosas, sombreadas, tranquilas. Calles de pueblo.
Llenaba el aire un aroma a madera recién cortada y el rumor de las
carpinterías, pues el pueblo era famoso por sus hábiles carpinteros. Se alzaba
al borde de la llanura de Jezreel. Y salían continuamente, carros cargados con
el trabajo de los artesanos locales. El pueblo se llamaba Nazaret.
El loco lo había
buscado preguntando a cuantos viajeros encontraba. Había cruzado otros pueblos
(Filadelfia, Gerasa, Pella y Escitópolis, siguiendo las vías romanas) haciendo
la misma pregunta con su exótico acento. "¿Dónde está Nazaret?"
Algunos le habían
dado comida para el camino. Otros le pidieron su bendición y él les había
impuesto las manos, hablando en aquella lengua extraña. Otros le habían
apedreado y le habían echado.
Había cruzado el
Jordán por el viaducto romano y seguido luego hacia el norte, hacia Nazaret.
No había sido
difícil dar con el pueblo, pero sí lo había sido arrastrarse hasta allí. Había
perdido mucha sangre y comido muy poco durante el viaje. Caminaba hasta caer y
allí se quedaba hasta que podía seguir, hasta que alguien le encontraba y le
daba un poco de vino o de pan para reanimarle. En una ocasión, habían parado
unos legionarios romanos y le habían preguntado con áspera cordialidad si tenía
parientes a los que pudieran llevarle. Le hablaron en un tosco arameo y se
habían sorpendido al contestarles él en un latín de extraño acento, más puro
que el que ellos mismos hablaban.
Le preguntaron si
era un rabino o un letrado. El les dijo que no era ni una ni otra cosa. El
oficial le había ofrecido un poco de carne seca y vino. Aquellos romanos
formaban parte de una patrulla que pasaba por allí una vez al mes. Eran hombres
morenos y atezados, corpulentos, de rostros duros y afeitados. Vestían
faldillas de cuero teñido y petos y sandalias, y llevaban a la cabeza yelmos de
hierro, y a la cintura espadas cortas en sus fundas. Ni siquiera cuando le
rodeaban, allí al sol del crepúsculo, parecían relajados. El oficial, que
hablaba con tono más suave que sus hombres, aunque era muy parecido a ellos,
salvo por el hecho de llevar un peto de metal y una capa larga, preguntó al
loco cómo se llamaba.
El loco hizo una
breve pausa, abriendo y cerrando la boca como si intentase recordar su nombre.
—Karl —dijo al fin,
indeciso. Era más una sugerencia que una afirmación.
—Casi parece un
nombre romano —dijo uno de los legionarios.
—¿Eres ciudadano
romano? —preguntó el oficial.
Pero el pensamiento
del loco divagaba, evidentemente. Apartó la vista de ellos, murmurando.
De pronto, volvió a
mirarles y dijo:
—¿Nazaret?
—Por allí —el
oficial señaló hacia el camino que cortaba entre las colinas.
—¿Eres judío?
Esto pareció
inquietar al loco. Se levantó de un salto e intentó abrirse paso entre los
soldados. Le dejaron marchar, entre risas. Era un loco inofensivo.
Le vieron correr
camino adelante.
—Debe ser uno de
esos profetas —dijo el oficial, caminando hacia su caballo.
El país estaba
lleno de profetas. Todos decían estar difundiendo el mensaje de su dios.
No significaban un
problema, y la religión parecía apartar el pensamiento de la gente de la
insurrección. Deberíamos estar agradecidos, pensó el oficial.
Sus hombre aún
reían.
Reiníciaron luego
la marcha, en dirección opuesta a la que había seguido el loco.
El loco estaba ya en Nazaret y los habitantes del
pueblo le miraron con curiosidad y no poco recelo cuando entró tambaleante en
la plaza del mercado. Podía ser un profeta ambulante o estar poseído por el
diablo. A veces era difícil distinguir. Los rabinos eran los que sabían
hacerlo.
Cuando pasaba junto
a los grupos formados ante los puestos de los mercaderes, todos se callaban
hasta que se alejaba. Las mujeres se arropaban aún más en los gruesos mantos de
lana que ceñían sus cuerpos bien alimentados, y los hombres recogían sus
ropajes de algodón para que el loco no los rozara. Normalmente se habrían
sentido movidos a preguntarle a qué había venido al pueblo, pero había un
brillo tal en la mirada, una vitalidad y una agudeza tales en su cara, pese a
su aspecto famélico, que les hacía tratarle con cierto respeto y mantener
distancias.
Cuando llegó al
centro de la plaza del mercado se detuvo y miró alrededor. Parecía costarle
distinguir a la gente. Pestañeó, se humedeció los labios.
La mujer pasó
mirándole inquieta. El le habló con voz suave, con palabras cuidadosamente
pronunciadas.
—¿Es esto Nazaret?
—Lo es —dijo ella,
cabeceando y acelerando el paso.
Un hombre cruzaba
la plaza. Vestía túnica de lana de tiras rojas y marrones. Llevaba un gorrito
rojo sobre el pelo negro y rizado. Era un hombre carirredondo, de expresión
afable. El loco se interpuso en su camino y le detuvo.
—Busco a un
carpintero.
—Hay muchos carpinteros
en Nazaret. El pueblo es famoso por sus carpinterías. Yo mismo soy carpintero.
¿Puedo ayudarte?
Su tono era
benevolente y paternal.
—¿Conoces a un
carpintero que se llama José? Es de la estirpe de David. Tiene una esposa
llamada María y varios hijos. Uno de ellos se llama Jesús.
El hombre alegre
arrugó la cara en un ceño burlón y se rascó la nuca.
—Conozco a más de
un José. Un pobre hombre que responde a esas señas vive en aquella calle de
allá —indicó—. Su mujer se llama María. Prueba allí. No tardarás en
encontrarle. Busca a un hombre que nunca se ríe.
El loco miró en la
dirección que señalaba el hombre. En cuanto vio la calle, pareció olvidarse de
todo lo demás y enfiló hacia allí.
Al entrar en ella
le llegó aún más fuerte el olor a madera cortada. Se hundió hasta los tobillos
en virutas. En todas las casas resonaba el repiqueteo de los martillos y el
rinchar de las sierras. Había tablas de todos los tamaños apoyadas contra las
pálidas y sombreadas paredes de las casas y apenas había sitio para pasar entre
ellas. Muchos carpinteros tenían los bancos junte a las puertas. Tallaban
cuencos manejando tornos simples, moldeando la madera en todas las formas
imaginables. Todos alzaron la vista cuando el loco entró en la calle y se
acercó a un viejo carpintero de mandil de cuerpo que tallaba una estatuilla en
su banco. El hombre tenia el pelo gris y parecía corto de vista. Miró al loco.
—¿Qué quieres tú?
—Busco a un
carpintero que se llama José. Su mujer se llama María.
El viejo indicó con
la mano en la que sostenía la estatuilla a medio tallar.
—Dos casas más
allá, al otro lado de la calle.
La casa a la que llegó el loco tenía muy pocas
tablas apoyadas en la pared y la calidad de la madera parecía inferior a la de
la que había visto antes. El banco que había junto a la entrada estaba alabeado
por un lado y el hombre que trabajaba en él reparando un taburete también
parecía deforme. Se irguió cuando el loco le tocó en el hombro. Tenía un rostro
arrugado y torturado por la miseria. Sus ojos expresaban cansancio y había en
su rala barba prematuras vetas canosas. Tosió suavemente, quizá sorprendido de
que le molestaran.
—¿Eres tú José?
—preguntó el loco.
—No tengo dinero.
—No quiero nada...
sólo hacerte unas preguntas.
—Soy José. ¿Qué
quieres saber?
—¿Tienes un hijo?
—Varios. Y también
hijas.
—¿Tu mujer se llama
María? ¿Eres de la estirpe de David?
El hombre hizo un
gesto de impaciencia con la mano.
—Sí, pero total,
para lo que me vale...
—Me gustaría conocer
a uno de tus hijos. A Jesús. ¿Puedes decirme dónde está?
—Ese inútil. ¿Qué
ha hecho ahora?
—¿Dónde está?
En los ojos de
José, cuando miró al loco, alumbró un brillo más calculador.
—¿Eres acaso un
visionario? ¿Has venido a curar a mi hijo?
—Soy una especie de
profeta. Puedo predecir el futuro.
José se levantó con
un suspiro.
—Puedes verle si
quieres. Ven.
E introdujo al loco
en el atestado patio de la casa. Estaba lleno de piezas de madera, muebles
rotos, implementos, sacos de virutas pudriéndose. Entraron en la casa, que
estaba en penumbra. En la primera habitación (evidentemente una cocina) había
una mujer junto a un gran fogón de barro. Era alta y muy gorda. El pelo, largo
y negro, desgreñado y grasiento le caía sobre unos ojos grandes y brillantes
que aún conservaban el calor de la sensualidad. Examinó al loco.
—No hay comida para
los mendigos —gruñó—. Ya come él bastante.
Y señaló con una
cuchara de madera a un pequeño ser que estaba sentado en la oscuridad de un
rincón. El ser se movió al oírle hablar.
—Busca a Jesús, el
nuestro —dijo José a la mujer—. Quizás venga a aliviar nuestra carga.
La mujer miró de
reojo al loco y se encogió de hombros. Se lamió luego los rojos labios con una
lengua gorda.
—¡Jesús!
El ser del rincón
se incorporó.
—Ese es —dijo la
mujer, con cierta complacencia.
El loco frunció el
ceño, movió la cabeza.
—No.
El ser era deforme.
Tenía una pronunciada joroba y el ojo izquierdo gacho. Su expresión era ausente
y estúpida. Le asomaba una espumilla de saliva en los labios. Rió entre dientes
cuando se repitió su nombre. Dio un paso cojeante.
—Jesús —dijo.
Su voz era pastosa
e imprecisa.
—Jesús —repitió.
—Es lo único que
sabe decir —masculló la mujer—. Siempre ha sido así.
—Es la voluntad de
Dios —dijo José con amargura.
—¿Pero, qué le
pasa? —había una nota desesperada y patética en la voz del loco.
—Ha sido siempre
así —repitió la mujer, volviendo al fogón—. Puedes llevártelo si lo quieres. No
sirve para nada. Le llevaba en mi seno cuando mis padres me casaron con este
medio hombre...
—Desvergonzada...
—José se contuvo ante la mirada furiosa de su mujer. Se volvió al loco—. ¿Qué
es lo que quieres de nuestro hijo?
—Quería hablar con
él... Yo...
—No tiene ningunos
poderes profetices... no es un vidente... Antes pensábamos que podría llegar a
serlo. Aún hay gente en Nazaret que acude hasta él para ver si cura o si les
predice el futuro, pero lo único que hace es reírse de ellos y repetir su
nombre continuamente una y otra vez...
—¿Estáis seguros...
de que no hay en él algo... que no hayáis percibido?
—¡Por supuesto!
—masculló sardónicamente María—. Siempre necesitamos dinero, si tuviese algún
poder mágico lo sabríamos.
Jesús volvió a reír
entre dientes y se fue cojeando a otra habitación.
—Es imposible
—murmuró el loco.
¿Podría la propia historia
haber cambiado? ¿Estaría acaso en otra dimensión temporal, en la que nunca
hubiese existido Cristo?
José pareció
percibir el doloroso brillo de los ojos del loco.
—¿Qué pasa? —dijo—.
¿Qué ves? Dijiste que sabías predecir el futuro. Qué nos reserva, dínos.
—Ahora no —dijo el
profeta, dando la vuelta—. Ahora no.
Salió corriendo de
la casa y bajó la calle llena de olor a roble, cedro y ciprés debastados.
Volvió corriendo a la plaza del mercado y allí se detuvo mirando desconcertado
a su alrededor. Vio la sinagoga allí justo en frente. Se dirigió hacia ella.
El hombre con quien
antes había estado hablando, estaba aún en la plaza del mercado, comprando
ollas para regalar a su hija que iba a casarse. Indicó con un gesto al
forastero, cuando éste entraba en la sinagoga.
—Es un pariente de
José el carpintero —dijo al de al lado—. Un profeta, según tengo entendido.
El loco, el
profeta, Karl Glogauer, el hombre que viajaba en el tiempo, el neurótico
psiquiatra frustrado, el perseguidor de significados, el masoquista, el
individuo con deseo de muerte y complejo de mesías, un verdadero anacronismo,
entró en la sinagoga sin aliento. Había visto al hombre que buscaba. Había
visto a Jesús, el hijo de José y María. Había visto a un hombre al que había
identificado sin posible duda como imbécil congénito.
—Todos los hombres tienen complejo de mesías,
Karl —había dicho Mónica.
Los recuerdos eran
ya menos completos. Su sentido del tiempo y de la identidad iban haciéndose
confusos.
—Hubo docenas de
Mesías en la Galilea de aquella época. El que Jesús fuese el único que
encarnase el mito y la filosofía, fue una coincidencia de la Historia.
—No pudo ser sólo
eso, Mónica.
Todos los martes, en el salón que había sobre la
Librería Ocultista, se reunía el grupo de estudios jungianos para hacer terapia
y análisis de grupo. Glogauer no había sido el organizador de aquel grupo, pero
había prestado muy gustosamente el local y se había incorporado a él muy
contento. Era un gran alivio hablar una vez por semana con gente de mentalidad
parecida. Una de las razones de que hubiese comprado la Librería Ocultista era
que con ello conocería a gente interesante como la que asistía al grupo de
estudios jungiano.
Les unía una mutua
obsesión por las ideas de Jung, pero cada uno tenía otra obsesión personal
propia. La señora Rita Blenn, reseñaba y estudiaba las rutas de los platillos
volantes, aunque no estaba claro si creía o no en ellos. Hugh Joyce, creía que
todos los arquetipos jungíanos provenían de la raza original de atlantes
extinguidos hacía milenios. Alan Cheddar, el más joven del grupo, estaba
interesado en la mística india y Sandra Peterson, la organizadora, era una gran
especialista en la brujería. A James Headington le interesaba el tiempo. Era el
orgullo del grupo; era en realidad, Sir James Headington, inventor en época de
guerra, muy rico y con condecoraciones de todas clases por sus aportaciones a
la victoria aliada. Había tenido fama de ser un gran improvisador durante la
contienda, pero tras ella, se había convertido en una especie de problema
embarazoso para el Departamento de Guerra. Pensaban que era un chiflado y, peor
aún, que desplegaba su locura en público sin el menor rubor.
Cada poco, Sir
James hablaba al grupo de su máquina del tiempo. Le seguían la corriente,
burlones. Eran, la mayoría, muy aficionados a exagerar sus propias experiencias
en relación con sus diferentes obsesiones.
Un martes por la
noche, cuando todos los demás ya se habían ido, Headington explicó a Glogauer
que su máquina estaba lista.
—No puedo creerlo
—dijo sinceramente Glogauer.
—Eres la primera
persona a quien se lo digo.
—¿Por qué a mí?
—No sé. Me
agradas... y también la librería.
—¿No se lo has
comunicado al gobierno?
Headington se echó
a reír.
—¿Por qué habría de
hacerlo? Mientras no la pruebe a mi satisfacción, no se lo comunicaré. Podría
darles ocasión de mandarme a paseo.
—¿No sabes si
funciona?
—Estoy seguro de
que sí. ¿Quieres verla?
—Una máquina del
tiempo —dijo Glogauer, con una alegre sonrisa.
—Tienes que verla.
—¿Por qué yo?
—Creí que te
interesaría. Sé que no atiendes a los puntos de vista ortodoxos en el terreno
de la ciencia...
A Glogauer le daba
pena de él.
—Tienes que verla
—dijo Headington.
Bajó hasta Banbury
al día siguiente. Ese mismo día dejó 1976 y llegó al año 28 después de Cristo.
La sinagoga estaba fresca y tranquila, un sutil
aroma de incienso impregnaba el ambiente. Los rabinos le condujeron hasta el
patio. No sabían, al igual que los habitantes del pueblo, qué hacer con él,
pero estaban seguros de que no era un hombre poseído por el demonio. Tenían por
costumbre dar cobijo a los profetas itinerantes que abundaban por entonces
mucho en Galilea, aunque, desde luego, aquel era más extraño que el resto. Su
rostro parecía siempre inmóvil e inexpresivo, el cuerpo rígido, las lágrimas
recorrían sus sucias mejillas. Nunca había visto tanta aflicción en los ojos de
un hombre.
—La ciencia puede decir cómo, pero nunca pregunta
por qué —le había dicho a Mónica—. No puede responder.
—¿Quién quiere
saber el porqué? —había contestado ella.
—Yo.
—Bueno, pues, nunca
lo sabrás, ¿comprendes?
—Siéntate, hijo mío —dijo el rabino—. ¿Qué
quieres preguntarme?
—¿Dónde está
Cristo? —dijo—. ¿Dónde está Cristo?
No entendían lo qué
hablaba.
—¿Es griego?
—preguntó uno; pero otro negó con un cabeceo.
Kyrios: El Señor.
Adonai: El Señor.
¿Dónde estaba el
Señor?
Frunció el ceño,
mirando vagamente a su alrededor.
—Debo descansar
—dijo, ya en su lengua.
—¿De dónde eres?
No se le ocurría
una respuesta.
—¿De dónde eres?
—repitió un rabino.
—Ha-Olam Hab-Bah... —murmuró al fin.
Se miraron.
—Ha-Olam
Hab-Bah; Ha-Olam Haz-Zeh: el mundo que ha de ser y
el mundo que es.
—¿Nos traes un mensaje?
—dijo uno de los rabinos. Estaban acostumbrados a los profetas, desde luego,
pero no habían conocido a ninguno como aquel—. ¿Un mensaje?
—No sé —dijo
ásperamente el profeta—. He de descansar; tengo hambre.
—Ven. Te daremos
alimento y un sitio para dormir.
Sólo pudo comer un
poco de la sabrosa comida que le dieron, y el lecho, que tenía un colchón de
paja, le resultó demasiado blando. No estaba acostumbrado a aquello.
Durmió mal,
gritando en sueños, y, a la puerta, los rabinos escuchaban, pero poco pudieron
entender de lo que dijo.
Karl Glogauer estuvo varias semanas alojado en la
sinagoga. Dedicó casi todo el tiempo a leer en la biblioteca buscando en los
grandes rollos de pergamino alguna solución a su dilema. Las palabras de los
libros santos, que se prestaban en muchos casos a una docena de
interpretaciones, no hicieron sino confundirle más aún. No había nada a lo que
agarrarse, nada que le dijese que se había equivocado.
Los rabinos se
mantenían a distancia casi siempre. Le habían aceptado como a un santo. Estaban
orgullosos de tenerle en la sinagoga. Estaban convencidos de que era uno de los
elegidos de Dios y esperaban pacientemente que les hablase.
Pero el profeta
hablaba poco, sólo murmuraba para sí frases en su idioma y frases en aquel idioma
incomprensible que solía utilizar, aun cuando se dirigiese directamente a
ellos.
Los habitantes de
Nazaret no hablaban de otra cosa que de aquel profeta misterioso de la
sinagoga, pero los rabinos no respondían a sus preguntas. Decían a los curiosos
que se preocupasen de sus asuntos, que había cosas que ellos no tenían aún por
qué saber. De este modo, tal como siempre habían hecho los sacerdotes, evitaban
preguntas que no podían responder y al mismo tiempo aparentaban poseer mucha
más ciencia de la que poseían en realidad.
Luego, un sábado,
el supuesto profeta apareció en el sector público de la sinagoga y ocupó su
lugar con los demás que habían ido a rendir culto.
El hombre que leía
a su izquierda, confundió las palabras, mirando al profeta por el rabillo del
ojo.
El profeta
escuchaba sentado, con expresión remota.
El rabino jefe le
miraba dubitativo, luego indicó que le pasasen el texto al profeta. Así lo
hizo, vacilante, un muchacho que lo colocó en sus manos.
El profeta
contempló las palabras largo rato y luego empezó a leer. Leía sin comprender al
principio lo que estaba leyendo. Era el libro de Isaías.
El espíritu del Señor está sobre mí, puesto que
me ungió para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar a los
cautivos la liberación, a los ciegos la recuperación de la vista; a dar la
libertad a los oprimidos. A anunciar el año de las misericordias del señor. Y,
enrollado el libro, entrégaselo al ministro y sentóse y en la
sinagoga todos tenían los ojos fijos en él.
(Lucas 4:18-20)
CAPITULO
CINCO
LE seguían ya, le siguieron cuando salió de Nazaret hacia el mar de
Galilea. Vestía una túnica de lino blanco que le habían regalado y aunque todos
creían que les dirigía él, no hacían sino empujarle delante de ellos.
—Es nuestro Mesías
—decían a quienes preguntaban. Y había ya rumores de milagros.
Cuando veía a los
enfermos, se compadecía de ellos y procuraba hacer lo que podía, pues esperaban
algo de él. Por muchos, nada podía hacer, pero a otros, que evidentemente
padecían trastornos psicosométicos, sí podía ayudarles. Creían en su poder con
más fuerza que en su enfermedad. Por eso les curaba.
Cuando llegó a
Cafarnaún, le seguían por las calles de la ciudad unas cincuenta personas. Era
ya sabido que estaba asociado de algún modo con Juan el Bautista, que gozaba de
prestigio inmenso en Galilea y que había sido declarado auténtico profeta por
muchos fariseos. Pero, en muchos sentidos, aquel hombre tenía mayor poder que
Juan. No tenía la fuerza oratoria del Bautista, pero había hecho milagros.
Cafarnaún era una
ciudad muy dispersa, situada junto al cristalino Mar de Galilea. Separaban sus
casas grandes huertos. Había barcas de pesca ancladas en la blanca orilla, así
como embarcaciones comerciales que recorrían los pueblos de las orillas del lago.
Aunque éste estaba rodeado de verdes colinas, el pueblo de Cafarnaún se alzaba
sobre un terreno llano, protegido por las propias colinas. Era un pueblo
tranquilo y, como casi todos los de Galilea, contaba con una gran población de
gentiles; comerciantes griegos, romanos y egipcios recorrían sus calles y
muchos poseían allí, hogares permanentes. Había una próspera burguesía de
mercaderes, artesanos y navieros, además de médicos, letrados y maestros, pues
Cafarnaún estaba en los límites de las provincias de Galilea, Traconítide y
Siria y, aunque era una población relativamente pequeña, constituía un nudo muy
importante de comercio y transporte.
Aquel extraño
profeta loco, con sus ropas de lino, seguido por aquella heterogénea multitud
básicamente compuesta de pobres, pero en la cual se incluían también hombres de
cierta posición, irrumpió en Cafarnaún. Se propagó la noticia de que aquel
hombre podía realmente predecir el futuro, de que había predicho ya que Herodes
Antipas haría prender a Juan y poco después lo había hecho así en Perea. No
predecía en términos generales, utilizando palabras vagas, como lo hacían los
profetas. Hablaba de cosas que habían de suceder en un futuro próximo y hablaba
de ellas con detalle.
Nadie sabía su
nombre. Era simplemente el profeta de Nazaret, o el Nazareno. Según algunos,
era pariente, hijo quizás, de un carpintero de Nazaret, pero esto podría
deberse a que en lenguaje escrito "Hijo de un carpintero" y
"mago" eran casi lo mismo y la confusión se debía a aquello. Había
quien decía que se llamaba Jesús. El nombre había sido utilizado una o dos
veces, pero cuando le preguntaban si era ése realmente su nombre, bien lo
negaba o bien, con su aire ausente, se negaba en redondo a contestar.
Sus predicaciones
solían carecer del fuego incendiario de la oratoria de Juan. Aquel hombre
hablaba con suavidad, también con vaguedad, y sonreía a menudo. Hablaba de Dios
de una forma extraña, también, y parecía estar relacionado, lo mismo que Juan,
con los esenios, pues predicaba contra la acumulación de riquezas personales y
hablaba del género humano como una hermandad, tal como hacían los esenios.
Pero cuando le
guiaban hacia la hermosa sinagoga de Cafarnaún, de lo que estaban pendientes,
sobre todo, era de los milagros. Ningún profeta hasta él había curado a los
enfermos, y parecía entender los problemas de los que el pueblo raras veces
hablaba. Era aquel espíritu comprensivo y afable lo que les hacía reaccionar,
más que las palabras concretas que decía.
Por primera vez en
su vida Karl Glogauer se había olvidado de Karl Glogauer. También, por primera
vez en su vida, estaba haciendo lo que siempre había querido hacer como
siquiatra.
Pero no era su
vida. Estaba dando vida a un mito... una generación antes de que el mito
naciera. Estaba completando cierto tipo de circuito síquico. No estaba
cambiando la historia, sino dándole más substancia.
No podía soportar
la idea de que Jesucristo fuese nada más que un mito. El podía hacer que Jesús
fuese una realidad física y no el resultado de un proceso de autogénesis.
Y hablaba en las
sinagogas y hablaba de un Dios más benigno que los dioses de que la mayoría
habían oído hablar, y les explicaba parábolas cuando podía recordarlas.
E iba
desvaneciéndose gradualmente la necesidad de justificar lo que estaba haciendo
y haciéndose más tenue su sentido de la identidad, sustituido gradualmente por
otro sentido de la identidad distinto, en el que concedía un peso cada vez
mayor al papel que había elegido. Era un papel arquetípico. Era un papel que
tenía que atraer a un discípulo de Jung. Era un papel que iba más allá de la
mera imitación. Era un papel que debía interpretar ya hasta la mismísima gran
escena final. Karl Glogauer había descubierto la realidad que había estado
buscando.
Hallábase en la sinagoga cierto hombre poseído de
un demonio inmundo, el cual gritó con grande voz, diciendo: Déjanos en paz,
¿qué tenemos que ver nosotros contigo, oh, Jesús Nazareno? ¿has venido a
exterminarnos? Ya sé quién eres, eres el santo de Dios. Mas Jesús increpándole
le dijo: Enmudece y sal de ese hombre. Y el demonio, habiéndole arrojado al
suelo en medio de todos, salió de él sin hacerle el menor daño; con lo que
todos se atemorizaron y, conversando unos con otros, decían: ¿Qué es esto? Con
autoridad y poderío manda a los espíritus inmundos y ellos salen. Con esto se
iba esparciendo la fama de su nombre por todo aquel país.
(Lucas 4:33-37)
—Alucinación colectiva. Milagros, platillos
volantes, apariciones, todo es lo mismo —había dicho Mónica.
—Es muy posible
—había contestado él—. Pero ¿por qué los veían?
—Porque lo
deseaban.
—¿Por qué lo
deseaban?
—Porque tenían
miedo.
—¿Y crees que fue
sólo eso?
—¿No es suficiente?
Cuando salió la
primera vez de Cafarnaún le acompañaba mucha más gente. Se había hecho ya
imposible seguir en la ciudad, pues la gente que acudía a verle realizar sus
sencillos milagros había paralizado prácticamente las actividades comerciales
de allí.
Les hablaba fuera
de las poblaciones, en los campos. Hablaba con hombres inteligentes e
ilustrados que parecían tener algo en común con él. Algunos eran propietarios
de embarcaciones de pesca, como Simón, Santiago y Juan. Otro era médico, otro
un funcionario público que le había oído hablar por primera vez en Cafarnaún.
—Han de ser doce
—les había dicho un día—. Como los signos del Zodíaco.
No se preocupaba
por lo que decía. Muchas de sus ideas les resultaban extrañas. Muchas de las
cosas de que hablaba eran desconocidas para ellos. Algunos fariseos pensaban
que era en realidad un blasfemo por lo que decía.
Un día encontró a
un hombre a quién reconoció como uno de los esenios de la colonia próxima a
Maqueronte.
—Juan quiere hablar
contigo —dijo el esenio.
—¿Aún vive Juan?
—le preguntó él.
—Está confinado en
Perea. Creo que Herodes tiene demasiado miedo y no se atreve a matarle. Le deja
pasear por los muros y jardines de palacio, le deja hablar con sus hombres,
pero Juan teme que Herodes reúna valor suficiente para ordenar que le lapiden o
le decapiten. Necesita que le ayudes.
—¿Cómo puedo
ayudarle? Ha de morir. Para él no hay esperanza ya.
El esenio miró sin
comprender a los alucinados ojos del profeta.
—Pero maestro, no
hay nadie más que pueda ayudarle.
—He hecho ya todo
lo que él quería que hiciese —dijo el profeta—. He curado a los enfermos y he
predicado a los pobres.
—Yo no sabía que él
quisiese eso. Pero ahora necesita ayuda, maestro. Tú podrías salvarle la vida.
El profeta había
apartado al esenio de la multitud.
—No puede salvarle
nadie ya.
—¿Es voluntad de
Dios?
—Si yo soy Dios,
entonces es voluntad de Dios.
El esenio se alejó,
decepcionado y triste.
Juan el Bautista
tenía que morir. Glogauer no tenía el menor deseo de cambiar la historia, sólo
quería fortalecerla.
Siguió recorriendo
Galilea con los que le seguían. Había seleccionado a los doce más ilustrados, y
los demás que le seguían aún, predominantemente eran pobres. El les ofrecía su
única esperanza de fortuna. Muchos eran de los que estaban dispuestos a seguir
a Juan contra los romanos, pero Juan estaba encarcelado ya. Quizás aquel hombre
pudiese dirigir la insurrección para saquear las riquezas de Jerusalén y Jericó
y Cesárea. Cansados y hambrientos, los ojos vidriosos por el sol ardiente,
seguían al hombre de la túnica blanca. Necesitaban una esperanza y descubrían
motivos de esperanza. Le veían realizar grandes milagros.
En una ocasión en
que les predicó desde una barca como era su costumbre, cuando volvía andando
hacia la orilla, como había muy poca agua, les pareció que caminaba por encima.
Anduvieron por toda
Galilea en el otoño, oyendo en todas partes la noticia de la ejecución de Juan
el Bautista. La desesperación que causó el hecho se convirtió en esperanza
renovada en aquel nuevo profeta que le había conocido.
En Cesárea les
expulsaron de la ciudad los soldados romanos, acostumbrados ya a aquellos
salvajes que vagaban por el país voceando sus profecías.
A medida que creció
la fama de aquel profeta fueron echándoles de más ciudades. Y no sólo las
autoridades romanas, sino que también las judías parecían reacias a tolerar al
nuevo profeta como habían tolerado a Juan. Estaba cambiando el clima político.
Resultaba difícil
conseguir alimentos. Vivían de lo que podían encontrar, andaban tan hambrientos
como los animales salvajes.
El les enseñó a
fingir comer y a borrar el hambre del pensamiento.
Karl Glogauer,
brujo, hechicero, siquiatra, hipnotizador, mesías.
A veces su fe en el
papel que había elegido se tambaleaba y sus seguidores se inquietaban al ver
que se contradecía. Solían aplicarle ya el nombre que habían oído, Jesús el
Nazareno. Casi nunca se oponía a que utilizasen aquel nombre, pero a veces se
ponía furioso y gritaba un nombre extraño y gutural.
—¡Karl Glogauer!
¡Karl Glogauer!
Y ellos decían:
Mirad, habla con la voz de Adonai.
—¡Llamadme por ese
nombre! —les gritaba, y se asustaban y le dejaban hasta que se disipaba su
cólera.
Cuando cambió el
tiempo y llegó el invierno, volvieron a Cafarnaún, que se había convertido en
reducto de sus seguidores.
Y en Cafarnaún pasó
el invierno, haciendo profecías.
Varias de estas
profecías se referían a él y al destino de quienes le seguían.
Entonces mandó a sus discípulos que a nadie
dijesen que él era Jesús el Cristo. Y desde entonces empezó a decir a sus
discípulos que debía ir a Jerusalén y que padecería allí mucho a causa de los
ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes, y que le
matarían y que resucitaría al tercer día.
(Mateo 16:20-21)
Estaban viendo la televisión en el piso de ella.
Ella comía una manzana. Era entre las seis y las siete de una cálida tarde de
domingo. Mónica señaló a la pantalla con su manzana a medio comer.
—Mira que disparate
—dijo ella—. No puedes decirme honradamente que significa algo para ti.
Era un programa
religioso, una ópera pop en una iglesia de Hampstead. La ópera narraba la historia
de la crucifixión.
—Grupos pop en el
pulpito —dijo Mónica—. Qué degradación.
El no contestó. El
programa le pareció obsceno, de un modo oscuro. No se sentía capaz de discutir
con ella.
—El cadáver de Dios
empieza ya a pudrirse, sin duda —dijo Mónica alegremente—. ¡Uf! ¡Qué peste!
—Apágalo, anda
—dijo él quedamente.
—¿Cómo se llama
este grupo? ¿Las Larvas?
—Muy divertido.
Apagaré yo la televisión, si no te importa.
—No, quiero verlo.
Es divertido.
—¡Oh, vamos, apaga!
—¡Imitación de
Cristo! —se burló Mónica—. Qué asquerosa caricatura.
Un cantante negro
que estaba interpretando a Cristo y que cantaba con voz lisa y vulgar y
acompañamiento intrascendente, empezó a perorar letras mortecinas sobre la
hermandad del hombre.
—Si él se parecía a
eso, no me extraña que lo crucificaran —dijo Mónica.
Karl se acercó al
televisor y lo apagó.
—Vaya, estaba
divirtiéndome —dijo ella con burlona decepción—. Era un canto de cisne
encantador.
Más tarde le dijo
con un tono afectuoso que a él le preocupó:
—Viejo carca. Qué
lástima. Podrías haber sido John Wesley o Calvino o alguien así. No puedes ser
un Mesías en estos tiempos, al menos con el enfoque que le das al asunto. Nadie
te escucharía.
CAPITULO
SEIS
EL profeta estaba viviendo en la casa de un hombre llamado Simón, aunque
él prefería llamarle Pedro. Simón estaba agradecido al profeta porque había
curado a su mujer de un mal del que llevaba mucho padeciendo. Había sido una
enfermedad misteriosa, pero el profeta la había curado sin esfuerzo.
Había, por entonces,
muchos forasteros en Cafarnaún. Muchos acudían a ver al profeta. Simón le
advirtió que algunos eran conocidos agentes de los romanos y de los fariseos.
Los fariseos no habían sido, en conjunto, opuestos al profeta, aunque
desconfiaban de los rumores de milagros que habían llegado a sus oídos. Sin
embargo, la atmósfera política estaba enrarecida y en las tropas de ocupación
romanas de Pilatos, desde los oficiales a los soldados mismos, reinaba la
inquietud. Esperaban un estallido y no podían ver signos palpables de lo que se
fraguaba.
Pilatos, por su
parte, deseaba en realidad disturbios a gran escala. Demostrarían a Tiberio que
había sido demasiado benigno con los judíos en la cuestión de las placas
votivas. Pilatos quedaría así vengado y su poder sobre los judíos aumentaría.
De momento, estaba en malas relaciones con todos los tetrarcas de las
provincias, sobre todo con el inquieto Herodes Antipas, que, en otros tiempos,
había parecido su único apoyo. Aparte de la situación política, su propia
situación doméstica era inquietante, pues su neurótica esposa volvía a tener
pesadillas y le exigía mucha más atención de la que él podía permitirse
prestarle.
Quizás fuese
posible, pensaba, provocar un incidente, pero tendría que cuidar mucho que
Tiberio no llegase a enterarse. Aquel nuevo profeta podría proporcionar un
punto focal pero, de momento, aquel individuo no había hecho nada contra las
leyes de los judíos ni de los romanos. No existía ley alguna que prohibiese a
un hombre proclamarse mesías, como decían que había hecho aquel nuevo profeta,
que, por otra parte, no incitaba al pueblo a la rebelión, más bien lo
contrario.
Mirando por el
ventanal de su cámara, por el que se veían los minaretes y torres de Jerusalén,
Pilatos analizaba la información que sus espías le habían llevado.
Poco después del
festival que los romanos llamaban Saturnalia, el profeta y sus seguidores
dejaron de nuevo Cafarnaún y se lanzaron otra vez a recorrer el país.
Había ya menos
milagros, porque no hacía tanto calor, pero sus profecías tenían gran
audiencia. Aquel nuevo profeta advertía a sus oyentes de todos los errores que
se producirían en el futuro, de todos los crímenes que se cometerían en su
nombre.
Vagó por Galilea y
por Samaría, siguiendo los magníficos caminos romanos hacia Jerusalén.
Se acercaba la
Pascua.
En Jerusalén, los
oficiales romanos analizaban la inminente festividad. Era por entonces cuando
se producían siempre los peores disturbios. Ya habia habido motines antes, en
la fiesta de Pascua y habría problemas, sin duda, también aquel año.
Pilatos habló con
los fariseos, pidiendo su cooperación. Los fariseos dijeron que harían lo que
pudieran pero que no podrían evitar que el pueblo actuase neciamente.
Pilatos frunció el
ceño y les despidió.
Sus agentes le
llevaban informes de todo el territorio. Algunos mencionaban al nuevo profeta
pero decían que era inofensivo de momento, pero que si llegaba a Jerusalén
durante la Pascua, quizá ya no lo fuese.
Dos semanas antes de la fiesta de Pascua, el
profeta llegó al pueblo de Betania, junto a Jerusalén. Algunos de sus
seguidores galileos tenían amigos en Betania y estos amigos estaban más que
deseosos de hospedar al hombre del que habían oído hablar a otros peregrinos
que iban camino de Jerusalén y del gran templo.
El motivo de que
hubiesen ido a Betania era que el profeta estaba inquieto por el gran número de
gente que le seguía.
—Son demasiados —le
había dicho a Simón—. Demasiados, Pedro.
Glogauer estaba demacrado,
ojeroso. Hablaba muy poco.
A veces, miraba a
su alrededor vagamente, como si no supiese muy bien dónde estaba.
Llegaron noticias a
la casa de Betania de que había agentes romanos haciendo preguntas sobre él. No
pareció inquietarle. Por el contrario, cabeceó pensativo, como si esto le
complaciera.
En una ocasión, fue
caminando con dos de sus seguidores por el campo, para contemplar a Jerusalén.
Las murallas amarillo claro de la ciudad eran un gozoso espectáculo a la luz de
la tarde. Las torres y los altos edificios, muchos de ellos decorados con
mosaicos rojos, amarillos y azules, podían verse a varios kilómetros de
distancia.
El profeta volvió
luego otra vez a Betania.
—¿Cuándo iremos a
Jerusalén? —le preguntó uno de sus seguidores.
—Todavía no —dijo
Glogauer. Caminaba encorvado y se protegía el pecho con los brazos y con las
manos como si tuviese frío.
Dos días antes de
la fiesta de Pascua de Jerusalén, el profeta llevó a sus hombres al Monte de
los Olivos, por un arrabal de Jerusalén que se trazaba en su ladera y que se
llamaba Betfage.
—Conseguidme un
asno —les dijo—. Un pollino de asno. Ahora debo hacer que se cumpla ya la
profecía.
—Entonces, todos
sabrán que eres el Mesías —dijo Andrés.
—Sí.
Glogauer suspiró.
Tenía miedo de nuevo, pero esta vez no era un miedo físico. Era el miedo del
actor que está a punto de interpretar la escena final, la más dramática, y que
no está seguro de si podrá hacerla bien. Glogauer tenía el labio superior
cubierto de un sudor frío. Se lo enjugó.
A la escasa luz,
miró a los hombres que le rodeaban.
Aún no sabía con
certeza los nombres de algunos. No le interesaban sus nombres en especial. Sólo
su número. Había diez allí con él. Los otros dos buscaban el borrico.
Estaban allí en en
la herbosa ladera del Monte de los Olivos, mirando hacia Jerusalén y el gran
templo que se alzaba abajo. Soplaba una brisa cálida y leve.
—¿Judas? —dijo
inquisitivamente Glogauer.
Había uno llamado
Judas.
—Sí, maestro —dijo.
Era alto y apuesto,
pelo rojizo y rizado, ojos inteligentes y neuróticos. A Glogauer le parecía
epiléptico.
Glogauer miró
pensativo a Judas Iscariote.
—Quiero que me
ayudes, más tarde —dijo—, cuando hayamos entrado en Jerusalén.
—¿Qué he de hacer,
Maestro?
—Has de llevar un
mensaje a los romanos.
—¿Los romanos? —Iscariote
parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Han de ser los
romanos. No pueden ser los judíos... utilizarían la hoguera o el hacha. Ya te
explicaré más cuando llegue el momento.
El cielo estaba
oscuro, brillaban las estrellas sobre el Monte de los Olivos. Hacía ya frío.
Glogauer temblaba.
¡Oh hija de Sión! Regocíjate. Salta de Júbilo,
¡Oh hija de Jerusalén! he aquí
que a ti viene tu rey; es justo y victorioso
viene pobre y montado en una asna y su potrillo.
(Zacarías 9:9)
¡Osh'na! ¡Osh'na! ¡Osh'na!
Cuando Glogauer entró a lomos del asno on la
ciudad, sus seguidores corrían delante echando en el suelo ramas de palma.
Había gente a ambos lados de la calle, avisada de la llegada del profeta por
sus propios seguidores.
El nuevo profeta cumplía así las profecías de los
textos antiguos y eran muchos los que creían que había ido a acaudillarles
contra los romanos. Quizás en aquel momento se dirigiese a casa de Pilatos, a
enfrentarse a él.
—¡Ohs'nal ¡Ohs'na!
Glogauer miraba distraído a su alrededor. La
grupa del asno, aunque estaba acolchada por las capas de sus seguidores, era
realmente incómoda. Se sentía inseguro allí arriba y tenía que sujetarse a la
crin del animal. Oía las palabras, pero no podía diferenciarlas claramente.
—¡Osh'na! ¡Osh'na!
Al principip pensó que decían "hosana",
pero luego se dio cuenta de que lo que gritaban era "libéranos", en
arameo.
¡Libéranos! ¡Libéranos!
Juan había planeado alzarse en armas contra los
romanos aquella Pascua. Eran muchos los que estaban esperando para participar
en la rebelión.
Creían que él iba a ocupar el puesto de Juan como
caudillo de los rebeldes.
—No —les murmuraba, contemplando sus rostros
expectantes—. No, yo no soy el Mesías, no puedo liberaros, no puedo...
No le oían, ensordecidos por sus propios gritos.
Karl Glogauer entró en Cristo. Cristo entró en
Jerusalén. La historia se acercaba a su culminación.
—¡Osh'na!
No estaba en la historia. No podia ayudarles.
En verdad, en verdad os digo que quien recibe oí
que yo enviare, a mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me
ha enviado. Habiendo dicho Jesús estas cosas, se turbó en su espíritu y declaró
y dijo: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me entregará.
Al oír esto, los
discípulos, mirábanse unos a otros, dudando de quién hablaría. Estaba uno de
ellos, al cual Jesús amaba, recostado a la mesa sobre el seno de Jesús. A este
discípulo, pues, Simón Pedro le hizo una seña, diciéndole: ¿De quién habla? El
entonces, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?
Jesús le respondió: Es aquel a quien yo daré pan mojado. Y, habiendo mojado
pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote.
Y después que tomó
éste el bocado, Satanás entró en él. Y Jesús le dijo: Lo que has de hacer,
hazlo pronto.
(Juan 13.20-27)
Judas Iscariote frunció el ceño, inseguro, salió
de la habitación a la calle atestada, abriéndose paso hacia el palacio del
gobernador. Iba a desempeñar, un papel en un plan destinado a engañar a los
romanos y a hacer al pueblo sublevarse para defender a Jesús, aunque el plan le
pareciese un disparate. La atmósfera era tensa en aquellas calles atestadas.
Había muchos más soldados romanos de los habituales, patrullando.
Pilatos era un
hombre corpulento, de cara bonachona y ojos lisos y duros. Miró desdeñoso al
judío.
—No pagamos a los
delatores que dan información falsa —advirtió.
—No busco dinero,
señor —dijo Judas, fingiendo la actitud servil que parecían esperar los romanos
de los judíos—. Soy un leal subdito del emperador.
—¿Quién es el
rebelde?
—Jesús de Nazaret,
señor. Entró hoy en la ciudad...
—Lo sé. Le vi. Pero
tengo entendido que en sus predicaciones habla de paz y de respeto a la ley.
—Con el fin de
engañaros, señor.
Pilatos frunció el
ceño. Era probable. Parecía el tipo de artimaña que había empezado a sospechar
de aquellas gentes que hablaban tan suave.
—¿Tienes pruebas?
—Soy uno de sus
lugartenientes, señor. Estoy dispuesto a atestiguar su culpabilidad.
Frunció Pilatos sus
gruesos labios. No podía permitirse ofender a los fariseos en aquel momento. Ya
le habían causado bastantes problemas. Caifas, en concreto, se lanzaría
enseguida a clamar "Injusticia" si detenía a aquel hombre.
—Afirma ser el
verdadero rey de los judíos, el descendiente de David —dijo Judas, repitiendo
lo que le había dicho su maestro que dijera.
—¿De veras?
—Pilatos miraba pensativo por el ventanal.
—En cuanto a los
fariseos, señor...
—¿Qué me dices de
ellos?
—Los fariseos
desconfían de él. Preferirían verle muerto. Habla contra ellos.
Pilatos cabeceó.
Entrecerró los ojos mientras consideraba aquella información. Los fariseos
quizás odiasen al loco, pero aprovecharían enseguida políticamente su
detención.
—Los fariseos
quieren que se le detenga —siguió Judas—. La gente acude en masa a escuchar al
profeta y hoy unos cuantos organizaron un motín en el templo en su nombre.
—¿Es verdad eso?
—Es verdad, señor.
Era cierto. Una
media docena de individuos habían atacado a los cambistas del templo y habían
intentado robarles. Cuando les detuvieron, dijeron que cumplían la voluntad del
Nazareno.
—No puedo detenerlo
—dijo caviloso, Pilatos.
La situación era ya
peligrosa en Jerusalén, pero si se atrevían a detener a aquel "rey",
podría resultar que precipitasen la insurrección. Tiberio le pediría cuentas a
él, no a los judíos. Debía implicar a los fariseos en el asunto.La detención
debían hacerla ellos.
—Aguarda aquí un
momento —le dijo a Judas—. Enviaré un mensaje a Caifas.
En esto llegan a un lugar llamado Getsemaní. Y
dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras hago oración. Y llevándose consigo
a Pedro, y a Santiago y a Juan, comenzó a atemorizarse y angustiarse. Y
díjoles: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad.
(Marcos 14:32-4)
Glogauer veía ya aproximarse a la multitud. Por
primera vez desde Nazaret se sentía físicamente exhausto y débil. Iban a
matarle. Tenía que morir; aceptaba eso, pero temía el dolor que se avecinaba.
Se sentó allí, en la ladera de la colina, contemplando las antorchas que iban
aproximándose.
—El ideal del martirio no existió nunca más que
en el pensamiento de algún que otro asceta —había dicho Mónica—. Parlo demás,
era simple masoquismo mórbido, un fácil medio de eludir la responsabilidad ordinaria,
un método para mantener controlados a los reprimidos...
—No es tan simple al
asunto...
—Lo es, Karl.
Ahora vería Mónica. Lo único que lamentaba era el
que resultase tan improbable que Mónica llegase alguna vez a saberlo. Había
pensado escribirlo todo y ponerlo en la máquina del tiempo con la esperanza de
que pudiese recuperarse. Qué extraño, él no era un hombre religioso en el
sentido habitual, era un agnóstico. No le había llevado la convicción a
defender la religión frente al cínico menosprecio de Mónica hacia ella. Había
sido, más bien, la falta de convicción en el ideal en
que había asentado ella su propia fe, el ideal de la ciencia como panacea de
todos los males. No podía compartir aquella fe y nada quedaba sino la religión,
aunque no podía creer en el tipo de Dios del cristianismo. El dios concebido
como una fuerza mística, de los misterios cristianos y de otras grandes
religiones, nunca había sido para él bastante personal. Su mente racional le
había dicha que Dios no existía en ninguna forma personal. Su inconsciente le
había dicho que no bastaba con la fe en la ciencia.
—La ciencia es algo
básicamente opuesto a la religión —le había dicho una vez Mónica con aspereza—. Por muchos jesuítas que se reúnan a racionalizar su enfoque de la
ciencia, queda en pie el hecho de que la religión no puede aceptar las
actitudes básicas de la ciencia y que en la ciencia hay una oposición implícita
a los principios básicos de la religión. El único terreno en el que no existe
diferencia ni necesidad de enfrentamiento es el del supuesto último. Uno puede
admitir o no admitir que haya un ser sobrenatural llamado Dios, pero en cuanto
empiezas a defender cualquiera de los dos supuestos, tiene que haber conflicto.
—Tú hablas de la
religión organizada...
—Hablo de la religión
como algo opuesto a una creencia. ¿Qué falta nos hace el ritual de la religión
cuando tenemos un ritual muy superior, el de la ciencia, que puede
reemplazarlo? La religión es un sustituto razonable del conocimiento. Pero ya
no hay necesidad de sustitutos, Karl. La ciencia nos proporciona una base más
sólida para formular sistemas éticos y racionales. No necesitamos la zanahoria
del cielo y el garrote del infierno, la ciencia puede mostrarnos ya las
consecuencias de los actos, y los hombres pueden juzgar fácilmente por sí
mismos si esas acciones son justas o injustas.
—No puedo aceptarlo.
—No puedes porque estás
enferma. Yo también estoy enferma, pero al menos puedo ver una posibilidad de
curación.
—Yo sólo puedo ver la
amenaza de la muerte...
Tal como habían acordado, Judas le besó en la
mejilla y la fuerza conjunta de guardianes del templo y soldados romanos le
rodeó.
A los romanos les
dijo, con cierta torpeza:
—Soy el rey de los
judíos.
A los guardianes
del templo les dijo:
—Soy el Mesías que
ha venido a destruir a vuestros amos los fariseos.
Y entonces se lo
llevaron, ya condenado, y se inició el ritual definitivo.
CAPITULO
SIETE
FUE un juicio sucio, una mezcla arbitraria de normas romanas y normas
judías que no satisfizo por completo a nadie. El objetivo se logró tras varias
conferencias entre Poncio Pilatos y Caifas, y tres tentativas de fusionar sus
sistemas legales diversos, con el fin de resolver la situación. Ambos
necesitaban un chivo expiatorio para sus diversos objetivos y así se alcanzó al
fin el resultado y se condenó al loco, de un lado por rebelión contra Roma y
del otro por herejía.
Una característica
peculiar del juicio fue que los testigos eran todos seguidores del reo y que
parecían, pese a ello, ansiosos de que le condenaran.
Los fariseos
aceptaron que se aplicase en aquella situación y aquel momento el método romano
de ejecución, y se decidió crucificarle. El individuo tenía, sin embargo,
bastante prestigio, por lo que se haría imprescindible utilizar algunos de los
métodos garantizados de humillación de los romanos, con el fin de convertirle
ante los peregrinos en una imagen patética y ridicula. Pilatos aseguró a los
fariseos que se cuidaría personalmente de ello, pero se aseguró también de que
firmasen documentos aprobando sus actos.
Los soldados le llevaron entonces al patio del
pretorio, y, reuniéndose allí toda la cohorte, vístenle de púrpura y le ponen
una corona de espinas entretejidas. Y comenzaron enseguida a saludarle: salve,
¡oh Rey de los Judíos! y al mismo tiempo, herían su cabeza con una caña, y
escupíanle, e hincados de rodillas, le adoraban. Después de haberse mofado de
él, le desnudaron de la púrpura y, volviéndole a poner sus vestidos, le
condujeron afuera para crucificarle.
(Marcos 15:16-20)
Tenía ya el cerebro embotado, por el dolor y por
el ritual de humillación; por haberse entregado completamente a su papel.
Se sentía demasiado
débil para soportar la pesada cruz de madera, y caminaba tras ella,
arrastrándose hacia el Gólgota, mientras la llevaba un cirineo al que los
romanos habían obligado a hacerlo.
Mientras avanzaba
tambaleante por las calles silenciosas y atestadas de gente, contemplado por
los que habían creído que les acaudillaría contra los dominadores romanos, los
ojos se le llenaban de lágrimas, con lo que se le nublaba totalmente la vista y
tropezaba y se salía del camino y los guardias romanos le volvían a él a
empellones.
—Eres un individuo
demasiado emotivo, Karl. Por qué no usas ese cerebro que tienes, de vez en
cuando, y te analizas.
Recordaba las
palabras, pero le resultaba difícil recordar quién las había dicho y quién era
Karl.
El camino que
ascendía por la ladera de la colina, era pedregoso y a veces resbalaba,
recordando otra colina a la que había subido hacía mucho: Le parecía que
entonces era un niño, pero el recuerdo se fundía con otros y era imposible
determinarlo.
Respiraba pesada y
laboriosamente. Apenas sentía ya el dolor de las espinas en la cabeza, pero
todo su cuerpo parecía palpitar al unísono con su corazón. Era como un tambor.
Anochecía. Se ponía
el sol. Cayó de bruces, haciéndose un corte en la cara con una piedra, cuando llegaba
ya a la cima de la colina. Se desmayó.
Y le condujeron al lugar llamado Gólgoía, que
significa lugar de la calavera. Allí le daban a beber vino mezclado con mirra,
mas él no quiso bebería.
(Marcos 15:22-3)
Apartó la copa. El soldado se encogió de hombros
y le cogió un brazo. El otro ya se lo tenía cogido otro soldado.
Cuando recuperó la
conciencia empezó a temblar violentamente. Sintió un dolor intenso al
clavársele las sogas en la carne de las muñecas y de los tobillos. Forcejeó.
Sintió que le
colocaban algo frío contra la palma. Aunque sólo cubría un pequeño sector del
centro de su mano, parecía muy pesado. Oyó un sonido que seguía también el
ritmo del latir de su corazón. Volvió la cabeza para mirar la mano.
Un soldado que
enarbolaba un mazo iba clavando aquel gran clavo de hierro en su mano mientras
él yacía sobre la cruz que aún estaba horizontal en tierra. Miró, preguntándose
por qué no sentía dolor. El soldado alzó más el mazo cuando el clavo encontró
resistencia en la madera. Erró por dos veces, machacándole los dedos a
Glogauer.
Glogauer miró hacia
el otro lado y vio que el segundo soldado clavaba también. Era evidente que
también había errado varias veces, porque Glogauer tenía aquellos dedos
magullados y ensangrentados.
El primer soldado
terminó de clavar su clavo y pasó a ocuparse de los pies. Glogauer sintió que
el hierro se deslizaba taladrando su carne, oyó el martilleo.
Utilizando una
polea, empezaron a alzar la cruz para ponerla vertical. Glogauer advirtió que
estaba solo. No crucificaban aquel día a nadie más.
Vio claramente las
luces de Jerusalén que se extendían abajo. Aún había algo de luz en el cielo,
pero no mucha ya. Pronto sería de noche. Había un pequeño grupo mirando. Una de
las mujeres le recordó a Mónica. La llamó.
—¿Mónica?
Pero se le quebró
la voz y sólo pudo emitir un susurro. La mujer ni siquiera levantó los ojos.
Sentía la presión
del cuerpo en los clavos que le sujetaban. Creyó sentir un pinchazo doloroso en
la mano izquierda. Sangraba mucho, al parecer.
Era extraño,
reflexionó, que hubiese de ser él quien estuviese allí colgado. Aquel era el
acontecimiento que había ido a presenciar. No había duda, sí. Todo había salido
perfectamente.
Aumentó el dolor de
la mano izquierda.
Bajó la vista hacia
los guardias romanos que jugaban a los dados al pie de su cruz. Parecían
absortos en su juego. No podía ver las marcas de los dados desde aquella
altura.
Suspiró. El
movimiento del pecho pareció lanzar una tensión suplementaria hacia las manos.
El dolor era ya muy intenso. Pestañeó e intentó aliviar de algún modo aquel
dolor apoyándose contra la madera.
El dolor empezó a
extenderse por todo el cuerpo. Rechinó los dientes. Era espantoso. Jadeó,
gritó. Forcejeó.
Ya no había luz
alguna en el cielo. Tapaban las estrellas y la luna espesas nubes.
De abajo llegaron
voces susurradas.
—Bajadme —dijo—.
¡Bajadme, por favor!
Le inundaba el
dolor. Se echó hacia adelante, pero nadie le liberaba.
Poco después, alzó
la cabeza. El movimiento hizo que volviese el dolor y empezó de nuevo a
forcejear en la cruz.
—Bajadme. Por
favor. ¡Basta ya!
Toda su carne,
todos sus músculos y tendones y huesos de su cuerpo estaban sumergidos a un
nivel casi imposible de dolor.
Sabía que no
sobreviviría hasta el día siguiente, como había pensado que podría. No había
comprendido la magnitud de su dolor.
Y a la hora nona exclamó Jesús, dando un fuerte
grito: "Eloí, Eloí, Jama sabacfani" que signfica: ¡Dios mío, Dios
mío! ¿Por qué me has desamparado?
(Marcos 15:34)
Glogauer tosió. Fue un sonido seco, apenas
audible. Debajo de la cruz, los soldados le oyeron, porque el silencio de la
noche era ya muy intenso.
—Es curioso —dijo
uno—. Ayer le adoraban. Hoy parecían desear que le matáramos... hasta los que
estaban más próximos a él.
—Tengo ganas de
dejar este país —dijo otro.
Oyó de nuevo la voz
de Mónica.
—Son la debilidad y
el miedo, Karl, los que te llevan a eso. El martirio es vanidad. ¿Es que no te
das cuenta?
Debilidad y miedo.
Tosió otra vez y
volvió el dolor, pero más apagado.
Justo antes de
morir, empezó a hablar de nuevo, murmurando palabras hasta que quedó sin
aliento.
—Es mentira. Es
mentira. Es mentira.
Más tarde, después de que robasen su cadáver los siervos de doctores que creían que debía tener propiedades mágicas, corrió el rumor de que no había muerto. Pero el cadáver estaba ya pudriéndose en las salas de disección de los médicos y muy pronto estaría destruido.
_____________________________
Versão em português utilizando o Google Translator.
___________________________________________
AQUI ESTÁ
O HOMEM
Ele não tem poder material como os deuses-imperadores possuíam; Não tem
seguidores além de pescadores e moradores do deserto. Dizem-lhe que ele é Deus.
Ele acredita neles. Os seguidores de Alexandre disseram: "Ele é imbatível,
portanto é um deus." Os seguidores deste homem não pensam em nada; ele foi
seu ato de criação espontânea; Agora me dirijo a você , esse nazareno louco
chamado Jesus de Nazaré.
E ele falou e
disse-lhes: Sim, verdadeiramente eu era Karl Glogauer e agora sou Jesus, o
Messias, o Cristo.
E foi assim.
CAPÍTULO
UM
A máquina do tempo era uma esfera cheia de um líquido leitoso na qual o
viajante flutuava, envolto em um traje de borracha, respirando através de uma
máscara presa a um tubo conectado à parede da máquina. A esfera quebrou ao
pousar e o fluido se espalhou na poeira e foi absorvido pelo solo.
Instintivamente, Glogauer se enrolou como uma bola quando o nível do líquido
caiu e afundou no plástico flexível do revestimento interno da esfera. Os
estranhos instrumentos criptográficos permaneceram imóveis e silenciosos. A
esfera se moveu e rolou enquanto o líquido restante vazava do grande corte em
sua lateral.
Glogauer abriu os
olhos por um momento e os fechou novamente. Então ele abriu a boca numa espécie
de bocejo, sua língua estalou para fora e ele deu um rosnado que se transformou
em um uivo.
Ele ouviu a si
mesmo. Ele falou em línguas. Sim, era isso, ele pensou. A linguagem do
inconsciente. Mas eu não conseguia adivinhar o que ele estava dizendo.
Seu corpo ficou
inerte e, como se estivesse dormindo, ele estremeceu. Sua jornada no tempo não
foi fácil, e mesmo o fluido espesso não o protegeu completamente, embora sem
dúvida tenha salvado sua vida. Ele deve ter quebrado algumas costelas, sem
dúvida. Ele esticou os braços e as pernas com esforço e rastejou pelo plástico
escorregadio em direção à abertura da máquina. Ele viu a forte claridade do
sol, viu um céu como aço brilhante. Ele conseguiu rastejar e se puxar pela
cintura até a abertura e depois fechá-la anos depois que seu pai chegou à Inglaterra,
também de bom humor. Agora ele estava chorando.
Natal de 1949. Eu tinha nove anos. Ele nasceu
dois anos depois que seu pai chegou da Austrália à Inglaterra.
As outras crianças
gritavam e riam no cascalho do parque. O jogo começou com bastante entusiasmo e
Karl, um pouco nervoso, também se juntou a ele com muito entusiasmo. Agora ele
estava chorando.
—Me tire daqui!
Chega, Mervyn, por favor!
Eles o amarraram
com os braços abertos na cerca de arame do parque. A cerca estava inclinada sob
seu peso e um dos postes ameaçava se soltar. Mervyn Williams, o garoto que
havia proposto o jogo, começou a mover o poste de modo que Karl foi jogado
violentamente para frente e para trás, preso à cerca de arame.
Ele percebeu que
seus gritos só serviam para estimulá-lo, então cerrou os dentes e permaneceu em
silêncio.
Então ele ficou
inerte, fingindo desmaiar; As cordas com as quais o amarraram estavam cravadas
em seus pulsos. Ele percebeu que as vozes das outras crianças cessaram.
—Acontecerá alguma
coisa com ele? — sussurrou Molly Turner.
"Ele faz
comédia", respondeu Williams, sem muita certeza.
Ele sentiu que
estava sendo desamarrado, sentiu dedos tentando desatar os nós. Ele caiu
deliberadamente, caiu de joelhos, raspando o cascalho; então ele caiu de bruços
no chão.
Ele ouviu, ao
longe, suas vozes preocupadas. Ele até se convenceu de sua própria comédia.
Williams o sacudiu.
—Acorde, Karl.
Chega de comédia.
a voz do Sr. Matson
acima do barulho geral.
—Que diabos você
estava fazendo, Williams?
—Era uma
brincadeira, senhor, estávamos brincando de Jesus. Karl era Jesus. Nós o
amarramos na cerca. Foi ideia sua, senhor. Era só um jogo, senhor.
Embora seu corpo estivesse rígido, Karl conseguiu
ficar parado, respirando muito lentamente.
—Ele não é um
garoto forte como você, Williams, você deveria ter sido mais cuidadoso.
—Sinto muito,
senhor. Sinto muito mesmo.
Williams parecia
estar chorando.
Karl sentiu-se
inchado, transbordando de triunfo...
Eles o levaram
embora. Sua cabeça e seu lado doíam tanto que ele se sentiu mal. Ele não teve a
chance de descobrir exatamente para onde a máquina do tempo o havia levado, mas
quando virou a cabeça, pôde ver pelas roupas do homem à sua direita que ele
finalmente estava no Oriente Médio.
O desembarque
estava previsto para o ano 39 d.C. C., no deserto, fora de Jerusalém, perto de
Belém. Eles o levariam agora para Jerusalém?
Ele estava em uma
maca, aparentemente feita de peles de animais, o que indicava que ele, sem
dúvida, devia estar no passado. Dois homens carregavam as macas nos ombros.
Outros caminharam em ambos os lados. Cheirava a suor, gordura animal e um aroma
de mofo que não consegui identificar. Eles estavam indo em direção a uma
sucessão de colinas que surgiam à distância.
Ele piscou quando a
maca se inclinou e a dor em seu lado aumentou. Ele desmaiou novamente.
Ele acordou por
alguns momentos e ouviu vozes. Eles falavam o que era, sem dúvida, uma forma de
aramaico. Parecia ter escurecido, pois estava completamente escuro. Eles não
estavam mais andando. Ele notou palha por baixo. Ele se sentiu aliviado. Ele
adormeceu.
Naqueles dias, apareceu João Batista pregando no
deserto da Judeia. Ele disse: Façam penitência porque o reino dos céus está
próximo. Este é aquele de quem foi dito pelo profeta Isaías: Uma voz clama no
deserto: Preparai o caminho do Senhor, endireitai as suas veredas. E que João
estava usando uma vestimenta de pelos de camelo e um cinto de couro em volta da
cintura; e ele vivia de gafanhotos e mel silvestre, e pessoas de Jerusalém , de
toda a Judeia e de todo o rio Jordão vinham vê-lo. E ele os batizou e eles
confessaram seus pecados.
(Mateus 3:1-6)
Eles estavam lavando-o. Ele sentiu a água fria
escorrendo por seu corpo nu. Eles conseguiram remover seu traje de proteção.
Agora ele tinha grossas camadas de tecido sobre as costelas, na lateral do
corpo, amarradas com tiras de couro.
Ele se sentia
fraco; Seu corpo estava queimando, mas a dor havia diminuído.
Eles estavam em um
prédio, ou talvez em uma caverna; estava escuro demais para dizer. Ele estava
deitado em uma pilha de palha, encharcada de água. Acima dele, dois homens
continuavam a molhá-lo com água de potes de barro cozido . Eram homens de
feições duras e barbas espessas que usavam roupas de algodão.
Ele se perguntou se
conseguiria formar uma frase que eles entendessem. Ele conhecia bem o aramaico
escrito, mas não tinha certeza da pronúncia de certos sons.
Por fim, ele
pigarreou e disse:
—Onde... é...
esse... lugar...?
Eles franziram a
testa, balançaram a cabeça e largaram seus jarros de água.
—Eu... estou
procurando... um... Jesus... Nazareno...
-Nazareno. Jesus —
um dos homens repetiu as palavras, embora elas parecessem não significar nada
para ele. Ele deu de ombros.
Mas o outro apenas
repetiu a palavra Nazareno, muito lentamente, como se tivesse um significado
especial para ele. Ele murmurou algumas palavras para o outro homem e foi em
direção à entrada da sala.
Karl Glogauer
continuou tentando dizer algo que o outro homem pudesse entender.
—O que... anos...
reinando... imperador... Roma? Era uma pergunta confusa, eu entendi. Ele sabia
que Cristo havia sido crucificado no décimo quinto ano do reinado de Tibério, e
foi por isso que ele fez aquela pergunta. Ele tentou estruturar melhor a frase.
—Há... quantos...
anos... Tibério rema?
—Tibério? —o homem
franziu a testa.
O ouvido de
Glogauer já estava se adaptando ao sotaque e ele tentou imitá-lo melhor.
—Tibério. Imperador
dos romanos. Há quantos anos ele reina?
-Quantos? —o homem
balançou a cabeça. Não sei.
Glogauer finalmente
conseguiu se fazer entender.
-Onde estamos?
-perguntado.
"No deserto,
além de Maqueronte ", respondeu o homem. Você não sabia?
Maqueronte ficava a
sudoeste de Jerusalém, do outro lado do Mar Morto. Era evidente que ele estava
no passado, durante o reinado de Tibério, porque aquele homem identificou o
nome com bastante facilidade. Seu companheiro estava retornando, e com ele um
indivíduo enorme, com braços grandes, peludos e musculosos, e um peito enorme.
Ele carregava um grande cajado em uma mão. Ele estava vestido com peles de
animais e devia ter quase 1,80 m de altura. Seus cabelos, pretos e cacheados,
eram muito longos, e ele tinha uma barba preta e espessa que cobria a parte
superior do peito. Ele se movia como um animal, e seus grandes e penetrantes
olhos castanhos olhavam pensativamente para Glogauer .
Ele falou com uma
voz profunda, mas rápido demais, e Glogauer não conseguiu acompanhá-lo. Agora
foi a vez dele balançar a cabeça.
O homenzarrão
agachou-se ao lado dele.
-Quem é você?
Glogauer fez uma
pausa. Ele não imaginou que o encontrariam daquele jeito. Seu objetivo era se
disfarçar de viajante sírio, esperando que os sotaques locais fossem distintos
o suficiente para explicar sua falta de familiaridade com o idioma. Ele decidiu
que era melhor continuar com aquela história e torcer pelo melhor.
"Sou do
norte", disse ele.
—Você não é do
Egito? —perguntou o grandalhão.
Aparentemente, eles
presumiram que Glogauer era de lá: Glogauer decidiu que, se era nisso que o
chefão acreditava, ele também poderia aceitar.
"Eu vim do
Egito há dois anos", ele disse.
O grandalhão
assentiu, aparentemente satisfeito.
—Então você é um
mágico do Egito. Nós imaginamos que sim. E seu nome é Jesus e você é um
nazareno.
"Estou
procurando Jesus de Nazaré", disse Glogauer .
—Então, qual é seu
nome? —ele pareceu decepcionado.
Glogauer não soube
dar-lhe o seu próprio nome. Pareceria muito estranho para eles. Quase por
impulso, ele deu a de seu pai:
“Emanuel”, disse
ele.
O homem assentiu,
satisfeito novamente.
—Emanuel.
Glogauer percebeu
tarde demais que a escolha dos nomes havia sido infeliz, dadas as
circunstâncias, já que em hebraico Emanuel significava "Deus conosco"
e, sem dúvida, tinha um significado místico para seu interlocutor.
—E qual é o seu
nome? -perguntado.
O homem se
levantou. Ele olhou pensativamente para Glogauer .
—Você não me
conhece? Vocês não ouviram falar de João, chamado Batista?
Glogauer tentou
esconder sua surpresa, mas João Batista evidentemente viu que seu nome soava
familiar. Ele balançou a cabeça desgrenhada e disse:
—Vejo que você me
conhece. Bem, mago, agora eu tenho que decidir, não é?
—O que você deve
decidir? —Glogauer perguntou nervosamente .
—Seja você o amigo
das profecias ou o falsificador contra quem Adonai nos alertou. Os romanos me
entregariam nas mãos dos meus inimigos, os filhos de Herodes.
-Mas por que?
—Você deve saber
por quê, pois eu falo contra os romanos que escravizam a Judeia e contra as
injustiças cometidas por Herodes, e profetizo o tempo em que todos os ímpios
serão aniquilados e o reino de Adonai será restaurado
na Terra, assim como os antigos profetas disseram. Eu digo ao povo: "Preparem-se
para o dia em que terão que pegar a espada para cumprir a vontade de
Adonai." Os ímpios sabem que naquele dia perecerão e, portanto, me
destruirão.
Apesar da força de
suas palavras, o tom de Juan era natural e simples. Não havia a menor sombra de
loucura ou fanatismo em seu rosto ou em seu comportamento. Ele parecia um
vigário anglicano lendo um sermão cujo significado havia perdido a força para
ele.
Karl Glogauer
entendeu que o que ele estava dizendo era basicamente que ele estava incitando
o povo a expulsar os romanos e seu fantoche Herodes e estabelecer um regime
mais "justo". Atribuir esse plano a "Adonai" (um dos nomes
de Yahweh , que significa O Senhor) parecia, como muitos estudiosos do século
XX supunham, um meio de dar mais força ao seu plano. Em um mundo onde religião
e política, mesmo no Ocidente, estavam inextricavelmente interligadas, era
necessário atribuir uma origem sobrenatural ao plano.
Glogauer achava que
era bem provável que João acreditasse que sua ideia havia sido inspirada por
Deus, já que os gregos, do outro lado do Mediterrâneo, ainda discutiam sobre as
origens da inspiração, se ela se originava na cabeça do homem ou se fora
colocada lá pelos deuses. O fato de João tê-lo aceitado como uma espécie de
mágico egípcio também não surpreendeu Glogauer . As circunstâncias de sua
aparição devem ter parecido extraordinariamente milagrosas e aceitáveis,
especialmente para uma seita como os essênios, que praticavam penitência e
jejum e que deviam estar muito acostumados a ter visões naquele deserto
escaldante. Não havia dúvida de que esses indivíduos eram os essênios
neuróticos, cuja lavagem ritual (batismo) e cujas penitências e jejuns
correspondiam ao misticismo quase paranoico que os levou a inventar línguas
secretas e coisas semelhantes, uma indicação segura de seu estado de
desequilíbrio mental. Tudo isso era o que Glogauer , o psiquiatra fracassado,
pensava, mas Glogauer , o homem, oscilava entre os polos do racionalismo
extremo e o desejo de ser convencido pelo misticismo.
"Preciso
meditar", disse John, virando-se para a entrada da caverna. Preciso rezar.
Você permanecerá aqui até que eu receba instruções.
E ele saiu da
caverna com passos rápidos.
Glogauer afundou
novamente na palha molhada. Ele estava, sem dúvida, em uma caverna de calcário,
e a atmosfera lá dentro era surpreendentemente úmida. Devia estar muito quente
lá fora. Ele sentiu sono.
CAPÍTULO
DOIS
CINCO anos atrás. Quase dois mil no futuro. Deitado na cama, quente e
pegajoso, com Monica. Mais uma vez, outra tentativa normal de fazer amor
resultou na execução de pequenas aberrações que pareciam satisfazê-la mais do
que qualquer outra coisa.
Ele ainda não havia
alcançado um relacionamento pleno, para culminar seus relacionamentos. Tudo
seria verbal, como sempre. E terminaria, como sempre, em discussões acaloradas.
"Acho que você
vai me dizer de novo que não está satisfeito", ela disse, aceitando o
cigarro aceso que ele lhe entregou no escuro.
"Estou
bem", ele disse.
Eles permaneceram
em silêncio por um tempo, fumando.
Então, mesmo
sabendo qual seria o resultado se fizesse isso, ele começou a falar, quase sem
perceber.
—É irônico, não é?
—ele começou.
Ele esperou pela
resposta dela. Eu sabia que levaria um tempo.
-O que você quer
dizer? —ela disse finalmente.
—Tudo isso, você
passando o dia todo tentando ajudar neuróticos sexuais a se tornarem pessoas
normais. E você passa as noites fazendo o que eles fazem.
—Não na mesma
medida. Você sabe que é tudo uma questão de grau.
—É o que você diz.
Ele virou a cabeça
e olhou para ela na luz das estrelas que entrava pela janela. Ela era uma ruiva
de feições marcantes, com a voz calma, sedutora e profissional da assistente
social psiquiátrica que era; uma voz suave, equilibrada e falsa. Somente
ocasionalmente, quando ela ficava muito nervosa, seu verdadeiro caráter emergia
em sua voz. Suas feições nunca pareciam estar em repouso, nem mesmo quando ele
dormia. Seus olhos estavam sempre tensos e seus movimentos quase nunca eram
espontâneos. Uma camada protetora a cobria completamente, e essa era
provavelmente a razão pela qual ela encontrava pouco prazer em fazer amor
normalmente.
—A questão é que
você não pode se entregar, certo? —ele disse.
—Ah, cale a boca,
Karl. Dê uma olhada em si mesmo se quiser ver um exemplo de neurose.
Ambos eram
psiquiatras amadores, ela assistente social psiquiátrica, ele um simples
leitor, um diletante, embora tivesse feito um curso algum tempo atrás, quando
decidiu se tornar psiquiatra. Eles usavam bastante terminologia psiquiátrica e
ficavam mais felizes se pudessem nomear alguma coisa.
Ele se afastou dela,
pegou o cinzeiro do criado-mudo e olhou para si mesmo no espelho da
penteadeira. Ele era um livreiro judeu, de pele escura, olhos profundos e um
caráter melancólico, com a cabeça cheia de imagens e obsessões não resolvidas,
seu corpo cheio de emoções. Eu sempre perdia essas discussões com a Monica. Ela
era a dominante no campo verbal. Esse tipo de troca às vezes lhe parecia mais
perverso do que sua maneira de fazer amor, na qual, pelo menos normalmente, seu
papel era o masculino. Eu entendi que eu era basicamente um indivíduo passivo,
masoquista e indeciso. Até mesmo sua raiva, que aparecia com frequência, era
impotente. Mônica era dez anos mais velha que ele, dez anos de amargura. Como
pessoa, é claro, eu tinha muito mais dinamismo do que ele poderia ter; Mas como
assistente social psiquiátrica ela teve exatamente tantos fracassos quanto ele.
Ela continuou a ter esperança, aparentemente cada vez mais cínica, de talvez
alguns sucessos espetaculares com seus pacientes. Ambos estavam tentando fazer
demais, esse era o problema, ele pensou. Os padres forneceram uma panaceia com
a confissão; Os psiquiatras tentaram curar e quase sempre falharam, mas pelo
menos tentaram. Foi o que ele pensou e se perguntou se, afinal, isso era uma
virtude.
"Eu já olhei
para mim mesmo", ele respondeu.
Ela teria
adormecido? Ele se virou. Seus olhos vivos ainda estavam abertos, olhando pela
janela.
"Eu já olhei
para mim mesmo", ele repetiu. Como Jung fez: "Como posso ajudar essas
pessoas se eu mesmo sou um fugitivo e talvez também sofra do morbus sacer de
uma neurose?" Foi isso que Jung se perguntou...
—Aquele velho
sensacionalista. Aquele velho racionalizador do seu próprio misticismo. Não é
de se admirar que eu não tenha conseguido me tornar psiquiatra.
—Ele não seria um
bom psiquiatra. Mas isso não tem nada a ver com Jung...
—Não desconte em
mim...
—Você me disse que
sentia o mesmo... que parecia inútil para você...
—Depois de uma
semana de trabalho duro, talvez eu pudesse ter dito isso. Me dá outro cigarro.
Ele abriu o maço
que estava no criado-mudo, colocou dois cigarros na boca, acendeu-os e entregou
um a ela.
Quase
distraidamente, ele percebeu que a tensão estava aumentando. A discussão, como
sempre, foi inútil. Mas o importante não era a discussão, a discussão era
simplesmente uma expressão do relacionamento básico deles. Ele se perguntou se
isso seria importante de alguma forma.
"Você não está
me dizendo a verdade", ele percebeu que não havia como parar o assunto,
uma vez que todo o ritual havia começado.
—Estou lhe dizendo
a verdade prática. Não sinto nenhuma compulsão me pressionando a deixar o
trabalho. Não tenho desejo de fracassar na vida...
—Fracassar na vida?
Você é mais melodramático do que eu.
—Você é muito
veemente, Karl. Você quer sair um pouco de si mesmo.
"Se eu fosse
você", ele disse ironicamente, "eu largaria meu emprego,
Monica". Você não tem mais talento para ele do que eu tinha.
"Você é um
pequeno bastardo", ela disse, dando de ombros.
—Não estou com
ciúmes de você, se é isso que quer dizer. Nunca entendi o que estou procurando.
Sua risada era
frágil e artificial.
—O homem moderno em
busca de uma alma, certo? O homem moderno em busca de uma virilha, eu diria. E
você pode levar isso como quiser.
—Estamos destruindo
os mitos que fazem o mundo girar.
—Agora diga:
"E por que estamos substituindo-os?" Você é um babaca rançoso e um
imbecil, Karl. Você nunca foi capaz de considerar nada racionalmente. Nem você
mesmo.
-E? Você diz que o
mito não é importante.
Jung sabia que o
mito também pode criar a realidade.
—O que prova que
ele era um pobre tolo que não sabia do que estava falando.
Ele esticou as
pernas. Ao fazer isso, ele roçou no dela e ela se encolheu. Ele coçou a cabeça.
Ela ainda estava lá fumando, mas já estava sorrindo.
"Vamos",
ele disse. Vamos falar um pouco sobre Cristo.
Ele não respondeu.
Ela lhe passou a ponta do cigarro e ele a colocou no cinzeiro. Ele olhou para o
relógio. Eram duas da manhã.
—Por que fazemos
isso? -disse.
"Porque
precisamos", ela disse. E ele colocou a mão na nuca dela e puxou a cabeça
dela em sua direção, colocando-a sobre seus seios. O que mais podemos fazer?
Nós, protestantes, devemos, mais cedo ou mais
tarde, enfrentar esta questão: devemos entender a " Imitação de
Cristo" no sentido de que devemos copiar sua vida e, se posso usar a
expressão, imitar seus estigmas? Ou no sentido mais profundo de que devemos
viver nossas próprias vidas com a mesma autenticidade com que ele viveu a dele
em todas as suas implicações? Não é fácil viver uma vida modelada pela de
Cristo, mas é muito mais difícil viver a própria vida com a mesma autenticidade
com que Ele viveu a sua. Qualquer um que fizesse isso seria mal interpretado,
ridicularizado, torturado e crucificado. Uma neurose é uma dissociação da
personalidade.
( Jung: O Homem Moderno em Busca de uma Alma )
João Batista ficou ausente por um mês e Glogauer
viveu com os essênios, achando surpreendentemente fácil, depois que suas
costelas sararam, adaptar-se à vida diária da comunidade. A aldeia dos essênios
consistia em uma mistura de casas térreas feitas de calcário e tijolos de
barro, e cavernas encontradas em ambos os lados do pequeno vale. Os essênios
compartilhavam suas posses entre si e aquela seita em particular tinha
mulheres, embora muitos essênios levassem vidas absolutamente monásticas. Os
essênios também eram pacifistas e se recusavam a possuir ou fabricar armas,
embora aquela seita em particular tolerasse os guerreiros batistas. Talvez o
ódio que sentiam pelos romanos os fizesse esquecer seus princípios, ou talvez
não soubessem ao certo qual era o verdadeiro motivo de sua tolerância; havia
pouca dúvida de que João Batista era praticamente seu líder.
A vida dos essênios
consistia em um banho ritual três vezes ao dia, oração e trabalho. O trabalho
não foi difícil. Glogauer às vezes guiava um arado puxado por outros dois
membros da seita e cuidava das cabras, que ele deixava pastar nas encostas. Era
uma vida pacífica e organizada, e até os aspectos prejudiciais à saúde eram tão
rotineiros que Glogauer mal os notava depois de um tempo.
Quando ele ia
cuidar das cabras, ele se deitava no topo de uma colina e contemplava a
paisagem, que não era exatamente um deserto, mas sim um terreno baldio com
arbustos e pedras onde animais como cabras e ovelhas podiam pastar e se
alimentar. Havia também arbustos baixos que quebravam a monotonia da paisagem e
algumas pequenas árvores nas margens do rio, que sem dúvida devia desaguar no
Mar Morto. O terreno era irregular. Seu perfil tinha a aparência de um lago
tempestuoso, congelado e tingido de amarelo e marrom. Depois do Mar Morto,
ficava Jerusalém. Evidentemente, Cristo ainda não havia entrado na cidade pela
última vez. Antes que isso acontecesse, João Batista teria que morrer.
O modo de vida dos
essênios era bastante confortável, apesar de toda sua simplicidade. Eles lhe
deram uma tanga de pele de cabra e um cajado e, exceto pelo fato de que ele era
vigiado dia e noite, pareciam aceitá-lo como uma espécie de membro leigo da seita.
Às vezes,
perguntavam-lhe sobre seu carro (a máquina do tempo que planejavam mover em
breve do deserto para a vila) e ele explicava que ela o havia levado do Egito
para a Síria e depois de lá. Eles aceitaram o milagre calmamente. Como ele
suspeitava, eram pessoas acostumadas a milagres.
Os essênios, de
fato, viram coisas mais estranhas do que sua máquina do tempo. Eles viram
homens andando sobre as águas e anjos descendo do céu. Eles ouviram a voz de
Deus e seus arcanjos, e também as vozes tentadoras de Satanás e seus servos.
Eles escreveram todas essas coisas em seus pergaminhos. Eles eram apenas um
registro do sobrenatural, assim como seus outros pergaminhos eram de suas vidas
diárias e das notícias trazidas a eles pelos membros itinerantes da seita.
Eles viviam
constantemente na presença de Deus e falavam com Ele, e Ele os respondia quando
eles mortificavam suas carnes o suficiente, jejuavam e cantavam suas orações
sob o sol escaldante da Judeia.
Karl Glogauer
deixou seu cabelo e barba crescerem. Ele também mortificou sua carne, jejuou e
cantou orações debaixo do sol, assim como eles faziam. Mas ele não ouviu Deus e
somente uma vez pensou ter visto um arcanjo com asas de fogo.
Apesar de sua ânsia
de experimentar as alucinações dos essênios, Glogauer ficou decepcionado, mas
surpreso por se sentir tão bem, considerando todas as dificuldades voluntárias
que teve que suportar, e também se sentiu confortável e relaxado na companhia
desses homens e mulheres que eram indubitavelmente loucos. Talvez porque a loucura
dos essênios não fosse muito diferente da sua, mas o fato é que depois de um
tempo ele parou de considerar tal problema.
João Batista
retornou uma noite seguido por cerca de vinte de seus discípulos mais próximos.
Glogauer o viu quando ele estava prestes a colocar as cabras na caverna para
passar a noite. Ele esperou que Juan se aproximasse.
O Batista franziu a
testa, mas sua expressão se suavizou quando viu Glogauer . Ela sorriu e pegou o
braço dele, no estilo romano.
—Bem, Emmanuel,
você é um amigo nosso, como eu supunha. Enviado por Adonai para nos ajudar a
cumprir Sua vontade. Amanhã você me batizará, para mostrar a todo o povo que
Ele está conosco.
Glogauer estava
cansado. Ele havia comido muito pouco e passado a maior parte do dia no sol,
cuidando das cabras. Bocejar. Foi difícil para ele responder. No entanto, ele
se sentiu aliviado. Era evidente que João estava em Jerusalém tentando
descobrir se ele havia sido enviado pelos romanos como espião; e ele parecia
tranquilo, parecia confiar nele.
Ele estava
preocupado, no entanto, com a fé do Batista em seus poderes.
“Juan”, ele
começou. Eu não sou vidente...
O rosto do Batista
escureceu por um momento. Então ele começou a rir.
—Não diga nada.
Venha jantar comigo esta noite. Tenho lagostas e mel silvestre.
Glogauer ainda não
havia experimentado aqueles alimentos, que eram a dieta básica dos viajantes
que não carregavam provisões e viviam do que encontravam pelo caminho. Havia
quem o considerasse uma iguaria.
Ele tentou isso mais tarde quando foi à casa de
Juan. A casa tinha apenas dois cômodos, uma sala de jantar e um quarto. O mel e
as lagostas pareciam um prato doce demais para seu gosto, mas era uma mudança
muito agradável em relação à cevada e à carne de cabra.
Ele sentou-se de
pernas cruzadas em frente a João Batista, que comia com prazer. Já estava
escuro. De fora vinham os murmúrios, gemidos e gritos daqueles que estavam
orando.
Glogauer mergulhou
outra lagosta na tigela de mel que foi colocada entre as duas.
—Você está
planejando liderar o povo da Judeia contra os romanos? -perguntado.
O Batista pareceu
ficar incomodado com uma pergunta tão direta. Foi o primeiro trabalho desse
tipo que Glogauer fez .
"Se essa fosse
a vontade de Adonai", disse ele, sem olhar para cima, enquanto se
inclinava em direção à tigela de mel.
—Os romanos sabem?
—Não sei, Emanuel,
mas Herodes, o incestuoso, certamente lhe terá dito que eu falo contra os maus.
—Mas os romanos não
o impediram.
—Pilatos não
ousa... especialmente depois da petição que foi enviada ao Imperador Tibério.
—Qual pedido?
—Bem, aqueles que
Herodes e os fariseus assinaram quando Pilatos colocou placas votivas no
palácio em Jerusalém e tentou profanar o templo. Tibério repreendeu Pilatos e,
a partir de então, embora ainda odeie os judeus, ele nos trata com muito mais
cuidado.
—Diga-me, João, há
quanto tempo Tibério reina em Roma? —Eu não tive a oportunidade de fazer essa
pergunta novamente até então.
—Quatorze anos.
Então eles estavam
em 28 d.C.; Faltava pouco menos de um ano para a crucificação, e sua máquina do
tempo estava quebrada.
João Batista já
estava planejando uma rebelião armada contra os romanos, mas, se os Evangelhos
fossem acreditados, ele logo seria decapitado por Herodes. É claro que nenhuma
rebelião em larga escala ocorreu naquela época. Aqueles que alegaram que a
entrada de Jesus e seus discípulos em Jerusalém e a invasão do templo foram
ações de rebeldes armados também não encontraram evidências que sugerissem que
João Batista tivesse liderado uma rebelião semelhante.
Glogauer passou a
apreciar bastante o Batista. Ele era, simplesmente, um revolucionário
endurecido que passou anos planejando uma revolta contra os romanos e que
gradualmente conquistou seguidores suficientes para garantir que seus objetivos
pudessem ser coroados de sucesso. Para Glogauer Isso o lembrou muito dos
líderes da Resistência na Segunda Guerra Mundial. Ele possuía uma resistência
semelhante e uma compreensão semelhante das realidades de sua posição. Ele
sabia que teria apenas uma chance de esmagar as coortes que estavam guarnecidas
no país. Se a insurreição não tivesse sucesso imediato, Roma teria tempo
suficiente para enviar mais tropas para Jerusalém.
—Quando você acha
que Adonai pretende destruir os perversos através de você? —disse Glogauer
prudentemente .
Juan olhou para ele
com curiosidade e zombaria. Ele sorriu.
"A Páscoa é
uma época em que as pessoas ficam inquietas e odeiam mais os
estrangeiros", disse ele.
—Quando é a próxima
Páscoa?
—Não faltam muitos
meses.
-Como posso
ajudá-lo?
—Você é um mágico.
—Eu não consigo
fazer milagres.
Juan limpou o mel
da barba.
—Não acredito,
Emmanuel. Você chegou aqui de uma forma milagrosa. Os essênios não sabiam se
você era um demônio ou um mensageiro de Adonai.
—Eu não sou nem uma
coisa nem outra.
—Por que você quer
me confundir, Emmanuel? Eu sei que você é um mensageiro de Adonai. Você é o
sinal que os essênios estavam esperando. A hora está quase chegando. O reino
dos céus em breve será estabelecido na Terra. Venha comigo. Diga ao povo que
Adonai fala pela sua boca. Realize grandes milagres.
—Seu poder estava
enfraquecendo, não estava? — Glogauer olhou fixamente para Juan. Você precisa
que eu renove as esperanças dos seus rebeldes?
"Você fala
como um romano, sem a menor sutileza", disse Juan, levantando-se
abruptamente.
Evidentemente,
João, assim como os essênios com quem convivia, preferia uma conversa menos
direta. Havia uma razão prática para isso. Glogauer sabia disso; O problema é
que João e seus homens temiam a traição. Os essênios até escreveram seus anais
parcialmente em linguagem codificada, com uma palavra ou frase aparentemente
inocente significando algo completamente diferente.
—Com licença, Juan.
Mas diga-me se estou certo, disse Glogauer suavemente.
—Você não é um
mágico que chegou em uma carruagem que apareceu do nada? —disse o Batista,
acenando com as mãos e encolhendo os ombros. Meus homens viram você. Eles viram
aquele objeto brilhante tomar forma no ar e se desfazer, e viram você emergir
dele. Isso não é mágico? As roupas que você vestia... eram vestimentas
terrenas? Os talismãs dentro da carruagem... não indicavam magia poderosa? O
profeta disse que um mágico viria do Egito, que seria chamado Emanuel... assim
está escrito no livro de Miquéias ! Essas coisas não são verdade?
—A maioria deles.
Mas há explicações... —ele interrompeu-se, incapaz de encontrar o sinônimo
exato para "racional"—. Sou um homem normal, como você. Não tenho
poder para fazer milagres! Sou apenas um homem!
Juan olhou para ele
furiosamente.
—Quer dizer que
você se recusa a nos ajudar?
—Sou muito grato a
você e aos essênios. Você salvou minha vida. Se eu pudesse te pagar...
Juan assentiu
lentamente.
—Você pode,
Emmanuel.
-Como?
—Sendo o grande
mágico que preciso. Deixe-me apresentá-lo a todos aqueles que são impacientes e
se afastam da vontade de Adonai. Deixe-me explicar como você chegou até nós.
Então você pode dizer que tudo é a vontade de Adonai e que todos devem se
preparar para cumpri-la.
Juan olhou para
ele.
—Você fará isso,
Emmanuel?
—Eu farei isso por
você, Juan. E em troca, você enviará homens para trazer minha carruagem aqui o
mais rápido possível. Quero ver se isso pode ser consertado.
-Eu farei isso.
Glogauer de repente
ficou entusiasmado. Ele riu. O Batista olhou para ele surpreso. Então ele
também começou a rir.
Glogauer não
conseguia parar de rir. Embora a história não mencione, ele, junto com João
Batista, prepararia o caminho para Cristo.
Cristo ainda não
havia nascido. Talvez Glogauer soubesse disso, um ano antes da crucificação.
E o Verbo se fez carne e habitou entre nós, cheio
de graça e de verdade, e vimos a sua glória, glória como Filho unigênito do
Pai. João dá testemunho dele e exclama, dizendo: "Eis que aquele de quem
eu disse que viria depois de mim foi preferido a mim , porque era primeiro do
que eu".
(João 1:14-15)
Eu tive grandes discussões com Monica desde que a
conheci. Naquela época, seu pai ainda não havia morrido e não lhe havia deixado
o dinheiro com o qual mais tarde comprou a Livraria Oculta na Great Russell
Street, em frente ao Museu Britânico. Naquela época, ele fazia todo tipo de
trabalho temporário e isso o deprimia muito. Mônica parecia ser uma grande
ajuda, uma excelente guia na escuridão mental que o cercava. Os dois moravam
perto de Holland Park e passeavam por lá quase todos os domingos no verão de
1962. Aos 22 anos, ele já era obcecado pelo estranho estilo de misticismo
cristão de Jung. Ela, que desprezava Jung, começou muito cedo a denegrir todas
as ideias de Glogauer . Isso nunca o convenceu de fato, mas depois de um tempo,
conseguiu confundi-lo. Levaria mais seis meses até que eles dormissem juntos.
Estava
desconfortavelmente quente.
Eles se sentaram
sob o toldo do café, assistindo à distante partida de críquete. Ao lado deles,
havia duas meninas e um menino sentados na grama, bebendo suco de laranja em
copos de plástico. Uma das meninas tinha um violão no colo, abaixou o copo e
começou a tocar e cantar uma canção popular com uma voz rica e elegante.
Glogauer tentou descobrir a letra. Quando estudante, ele sempre gostou de
música popular tradicional.
“O cristianismo
está morto”, disse Ménica , tomando um gole de chá. A religião está morrendo.
Deus foi morto em 1945.
—Ainda pode haver
uma ressurreição, ele disse.
—Espero que não
haja nenhuma. A religião nasceu do medo. O conhecimento destrói o medo. E sem
medo, a religião não pode sobreviver.
—E você acha que
não existe medo nestes tempos?
—Não é do mesmo
gênero, Karl.
—Você nunca considerou
a ideia de Cristo? —ele perguntou, mudando de tática. O que isso significa para
os cristãos?
"A ideia do
trator também significa muito para um marxista", ela respondeu.
—Mas diga-me, o que
veio primeiro? A ideia ou a realidade de Cristo?
Ela deu de ombros.
—Realidade, se é
que isso importa. Jesus foi um agitador judeu que organizou uma rebelião contra
os romanos e acabou crucificado. Isso é tudo o que sabemos e tudo o que
precisamos saber.
—Uma grande
rebelião não poderia ter começado de forma tão simples.
—Quando necessário,
uma grande religião é feita dos princípios mais impróprios.
"Você chegou
ao ponto, Monica", ele disse com uma careta enquanto ela dava um passo
para trás. A ideia precedeu a realidade de Cristo.
—Ah, Karl, não
vamos continuar. A realidade de Jesus precedeu a ideia de Cristo.
Um casal passou e
olhou para eles enquanto discutiam.
Mônica percebeu que
estavam sendo observados e ficou em silêncio. Então ela se levantou e ele
também se levantou, mas ela balançou a cabeça e disse:
—Estou indo para
casa, Karl. Você não precisa vir comigo. Nos veremos em alguns dias.
Ele a observou se
afastando em direção aos portões do parque.
No dia seguinte,
quando chegou em casa do trabalho, ele encontrou uma carta. Monica deveria ter
escrito para ela depois de deixá-lo e postado no mesmo dia.
Caro Carl :
Conversar e conversar
não parece ter muita influência sobre você, sabia? É como se você estivesse
ouvindo o tom de voz, o ritmo das palavras, sem nunca ouvir o que deveria ser
comunicado. Você é como um animal sensível, incapaz de entender o que lhe é
dito , mas também incapaz de dizer se a pessoa que está falando está
feliz/enojada ou brava. É por isso que estou escrevendo para você: para tentar
transmitir minhas ideias. Você reage muito emocionalmente quando estamos
juntos.
Você comete o erro de
considerar o cristianismo como algo que se desenvolveu ao longo de alguns anos,
desde a morte de Jesus até o momento em que os Evangelhos foram escritos. Mas o
cristianismo não era novo. A única coisa nova era o nome. O cristianismo foi
apenas uma etapa na fusão e influência mútua da metamorfose da lógica ocidental
e do misticismo oriental. Considere como a própria religião mudou ao longo dos
séculos, reinterpretando-se para se adaptar a várias mudanças. Cristianismo
nada mais é do que um novo nome para um conglomerado de mitos e filosofias que
já são antigos. Tudo o que os Evangelhos fazem é recontar o mito solar e
adicionar a ele algumas ideias dos gregos e romanos. Ainda no século II,
estudiosos judeus afirmaram e demonstraram que tudo não passava de uma
miscelânea. Eles denunciaram as grandes semelhanças existentes entre os vários
mitos solares e o mito de Cristo. Não houve milagre, elas foram inventadas
depois, emprestadas daqui e dali.
Lembra como os antigos
vitorianos costumavam dizer que Platão era na verdade um cristão porque ele
antecipou o pensamento cristão? Pensamento cristão! O cristianismo foi um
veículo para ideias que circulavam há vários séculos antes de Cristo. Marco
Aurélio era cristão? Foi enquadrado na tradição direta da filosofia ocidental.
É por isso que o cristianismo decolou na Europa e não no Oriente. Você deveria
ser um teólogo, dadas suas tendências, não um psiquiatra. E o mesmo poderia ser
dito do seu amigo Jung.
Tente limpar sua
cabeça de todas essas bobagens mórbidas e você será muito melhor no seu
trabalho.
Sua, Mônica
Ele amassou a carta e jogou-a fora. Mais tarde
naquela noite, ele ficou tentado a lê-lo novamente. Mas ele resistiu a eles.
CAPÍTULO
TRÊS
J UAN estava no rio com água até a cintura. Quase todos os essênios
estavam na praia, olhando para ele. Glogauer também olhou para ele.
—Não posso, Juan.
Eu não deveria fazer isso.
"Você deve
fazer isso", murmurou o Batista.
Glogauer estremeceu
ao afundar na água ao lado do Batista. Ele sentiu-se tonto. Ele ficou tremendo,
incapaz de se mover.
De repente, ele
escorregou nas pedras do rio e Juan o agarrou pelo braço, segurando-o.
O céu estava claro
e o sol, em seu zênite, queimava sua cabeça descoberta.
—Emanuel! —Juan
gritou de repente. O espírito de Adonai habita em você!
Glogauer ainda
achava difícil falar . Ele assentiu. Sua cabeça doía e ele mal conseguia
enxergar. Foi a primeira crise de enxaqueca desde que cheguei lá. Senti vontade
de vomitar. A voz de Juan soou distante para ela.
Ele cambaleou.
Quando ele começou
a cair em direção ao Batista, toda a paisagem tremeu ao seu redor. Ele percebeu
que Juan o estava agarrando e ouviu-se dizer desesperadamente:
—Batiza-me, João!
Então ele percebeu
água na boca e na garganta e acabou tossindo.
Juan estava
gritando alguma coisa. Seja o que for, suas palavras encontraram uma resposta
entre aqueles que estavam na praia. O murmúrio de vozes aumentou, mudando de
tom. Glogauer mergulhou na água e então sentiu que estava sendo ajudado a se
levantar.
Os essênios
balançavam em uníssono, todos os rostos voltados para o sol deslumbrante.
Glogauer começou a
vomitar na água, cambaleando enquanto Juan o segurava firmemente pelos braços e
o guiava em direção à costa.
Os essênios balançavam
e cantavam um canto estranho e rítmico; O tom aumentava quando eles balançavam
para um lado e diminuía quando eles balançavam para o outro.
Glogauer tapou os
ouvidos quando Juan o soltou. Eu ainda estava vomitando, mas não tinha mais
nada para vomitar e era ainda mais nojento do que antes.
Ele começou a andar
cambaleante, mal conseguindo manter o equilíbrio, depois começou a correr, sem
descobrir os ouvidos; Ele correu e correu por aquele deserto de pedras e
arbustos secos; Ele correu enquanto o sol queimava no céu e o calor queimava em
sua cabeça; fugiu dali.
Mas João resistiu, dizendo: Eu preciso ser
batizado por ti, e tu vens a mim? E Jesus, respondendo, disse-lhe: Deixa-me
fazê-lo agora; É assim que nos convém fazer o que é justo. Então John
concordou. Quando Jesus foi batizado, assim que saiu da água, os céus se
abriram para ele, e ele viu o Espírito de Deus descendo na forma de uma pomba e
pousando sobre ele. e ouviu-se uma voz do céu , que dizia: Este é o meu Filho
amado, em quem me comprazo.
(Mateus 3:14-17)
Eu tinha quinze anos na época e estava no ensino
médio. Eu tinha lido nos jornais sobre as gangues Teddy garotos que vagavam
pelo sul de Londres, mas o jovem estranho que ele tinha visto em roupas
pseudoeduardianas parecia inofensivo e estúpido o suficiente.
Ele foi ao cinema
em Brixton Hill e decidiu voltar a pé para casa porque havia gasto quase toda a
passagem de ônibus em sorvete. Eles saíram do cinema ao mesmo tempo. Ele mal
percebeu que estava sendo seguido.
Então, de repente,
eles o cercaram. Meninos pálidos com expressões malévolas, quase todos um ou
dois anos mais velhos que ele. Ele então percebeu que conhecia vagamente dois
deles. Eles iam para aquela grande escola municipal na mesma rua da escola
deles. Eles usaram o mesmo campo de futebol.
“Olá”, ele disse
fracamente.
"Olá,
filho", disse o ursinho . menino mais velho ; Ela estava mascando chiclete
e ficou ali, diante dele, apoiada em um joelho, sorrindo para ele.
-Onde você está
indo ?
-Lar.
"Casa",
disse o mais velho, imitando seu sotaque. E o que você vai fazer quando chegar
em casa?
-Deitar-se. —Karl
tentou passar, mas eles não deixaram.
Eles o encurralaram
próximo à entrada de uma loja. Atrás deles, carros passavam ruidosamente pela
rua. Havia bastante luz, vinda dos postes de luz e dos letreiros iluminados das
lojas. As pessoas passavam, mas ninguém parava. Karl começou a entrar em
pânico.
—Você não tem que
fazer sua lição de casa, filho? —disse o que estava ao lado do chefe. Ele tinha
cabelos ruivos, sardas e olhos cinzentos e duros.
—Você quer lutar
com um de nós? — perguntou outro garoto. Ele era um dos que ele conhecia.
—Não, eu não luto.
Deixe-me ir.
—Você está com
medo, filho? —disse o chefe sorrindo.
Então, muito
lentamente, ele esticou o chiclete que tinha na boca com os dedos, colocou-o de
volta na boca e continuou mastigando.
-Não. Por que eu
iria querer lutar com você?
—Você acha que é
melhor que a gente, é isso, filho?
—Não —ela começou a
tremer; estavam à beira das lágrimas. Claro que não.
—Claro que não,
filho.
Ele tentou passar
novamente, mas foi empurrado de volta para a entrada da loja.
—Você é quem tem o
nome alemão, não é? —disse o outro garoto que eu conhecia. Cagongaüer ou algo
assim...
— Glogauer .
Deixe-me ir.
—Sua mãe não gosta
quando você chega tarde?
—Parece mais um
nome judeu do que alemão.
—Você é judeu,
filho?
—Você é um garoto
judeu, filho?
—Cale a boca agora!
— gritou Karl. E ele se lançou sobre eles, determinado a passar por qualquer
meio necessário. Um deles lhe deu um soco no estômago. Ele soltou um grito de
dor. Outro o empurrou e ele cambaleou.
As pessoas
continuavam passando pela calçada. Eles olharam para o grupo e continuaram seu
caminho. Um homem parou, mas sua esposa o fez continuar. "São crianças
brincando", ele disse a ela.
"Tire as
calças", disse um dos garotos, rindo. É assim que saberemos.
Karl tentou forçar
a passagem novamente e não foi impedido. Ele começou a correr morro abaixo.
"Temos que dar
a ele uma pequena vantagem", ouviu alguém dizer.
Ele continuou
correndo.
Eles começaram a
segui-lo, rindo.
Quando ele chegou à
Avenida onde morava, eles não o haviam alcançado. Ele chegou na casa e correu
pelo corredor escuro ao lado. Ele abriu a porta dos fundos. A madrasta dele
estava na cozinha.
-O que houve? —ele
perguntou a ela.
Ela era uma mulher
alta, magra, nervosa e histérica. Ele tinha cabelos pretos e desgrenhados.
Ele passou na
frente dela.
—O que houve, Karl?
—ele disse a ela. Havia um tom nervoso em sua voz.
"Nada",
ele respondeu.
Eu não queria uma
cena.
Estava frio quando ele acordou. O falso amanhecer
era cinzento e tudo o que eu conseguia ver era uma paisagem desolada em todas
as direções. Ele conseguia se lembrar muito pouco do dia anterior, apenas que
havia corrido muito.
Sua tanga estava
encharcada de orvalho.
Ele umedeceu os
lábios e esfregou a pele do rosto. Como sempre, depois de uma dessas
enxaquecas, ele se sentia fraco e completamente exausto. Ao olhar para seu
corpo nu, ela percebeu o quanto de peso havia perdido. Isso se deveu, sem
dúvida, à sua vida com os essênios.
Ele se perguntou
por que ficou com tanto medo quando João pediu que o batizasse. Seria simplesmente
honestidade ou havia algo nele que o impedia de enganar os essênios, fazendo-os
acreditar que ele era algum tipo de profeta? Era difícil dizer.
Ele enrolou a pele
de cabra em volta dos quadris e amarrou-a firmemente logo acima da coxa
esquerda. Ele imaginou que a melhor coisa a fazer seria voltar ao acampamento,
encontrar Juan e pedir desculpas, para ver se conseguia consertar as coisas. A
máquina do tempo também estava lá agora. Eles a transportaram usando apenas
cordas de couro.
Havia pelo menos uma
chance de consertá-lo se ele conseguisse encontrar um bom ferreiro ou outro
metalúrgico. A viagem de volta seria perigosa.
Ele se perguntou se
deveria voltar imediatamente ou tentar ir para um momento mais próximo da
crucificação. Ele não voltou no tempo para testemunhar a crucificação em si,
mas para capturar a atmosfera de Jerusalém durante a festa da Páscoa, quando
Jesus deveria ter entrado na cidade. Segundo Mônica, ele teria feito isso de
forma violenta, com um grupo armado. Ela disse que todas as evidências
apontavam para isso. Todas as evidências de um certo tipo pareciam indicar
isso, mas ele não podia aceitar tais evidências. Havia algo mais, ele tinha
certeza. Se eu pudesse conhecer Jesus. João, ao que parece, nunca tinha ouvido
falar dele, embora tivesse dito a Glogauer que, segundo a profecia, o Messias
seria um nazareno. Houve muitas profecias, e algumas se contradiziam.
Ele começou a
refazer seus passos na direção do acampamento dos essênios. Ele não pode ter
ido muito longe. Logo eu veria as colinas onde eles tinham suas cavernas.
O calor logo se
tornou insuportável e a terra parecia mais árida. O ar tremeu diante de seus
olhos. A sensação de cansaço com que ele havia acordado aumentou. Sua boca
estava seca, suas pernas estavam falhando. Eu estava com fome e não tinha nada
para comer. Não havia vestígios das colinas onde os essênios viviam.
Havia uma colina
cerca de três quilômetros ao sul. Ele decidiu ir até ela. De lá, ele
provavelmente conseguiria se orientar, talvez até mesmo ver uma cidade onde
pudessem alimentá-lo. O chão arenoso se transformou em poeira flutuante ao
redor dele enquanto seus passos o agitavam. Havia alguns arbustos no chão e
pedras irregulares nas quais ele tropeçou.
Quando ele começou
a subir laboriosamente o cume daquela colina, ele estava sangrando e já coberto
de hematomas.
Foi difícil para
ele chegar ao cume (que era muito mais distante do que ele havia pensado
inicialmente). Ele escorregou na encosta rochosa, caindo de cara no chão, e
teve que usar as mãos e os pés para não cair para trás, segurando-se em tufos
de grama e líquens que cresciam espalhados ao redor, abraçando grandes
projeções rochosas onde quer que pudesse; e parando de vez em quando para
descansar, com o corpo e a mente entorpecidos pela dor e pelo cansaço.
Ele suava sob
aquele sol escaldante, e a poeira grudava no suor de seu corpo seminu,
cobrindo-o da cabeça aos pés. Sua tanga estava rasgada.
Aquele mundo árido
girava e balançava, o céu parecia se fundir com a terra, a rocha amarela com as
nuvens brancas. Nada parecia parado.
Ele chegou ao topo
e deitou-se ofegante. Tudo era irreal.
Ele ouviu a voz de
Mônica; Por um momento, ele pensou tê-la visto com o canto do olho.
Karl, não seja
melodramático.
Eu já havia dito
isso a ele muitas vezes. Sua própria voz respondeu em seguida.
Eu nasci fora do meu
tempo, Monica. Nesta era da razão não há lugar para mim. Eles vão acabar me
matando.
Então sua voz
respondeu.
Você é morto pelo
medo, pelo remorso e pelo seu masoquismo. Você pode ser um ótimo psiquiatra,
mas se entregou tanto às suas próprias neuroses...
-Fique quieto!
Ele se virou e
deitou de costas. O sol batia torrencialmente em seu corpo despedaçado.
-Fique quieto!
Toda a síndrome
cristã, Karl. Acho que você acabará se tornando um católico convicto. Onde está
a força do seu pensamento?
-Fique quieto! E
vai, Mônica.
O medo condiciona seu
pensamento. Você não está procurando uma alma, nem mesmo um sentido para a
vida. Você busca conforto e consolo.
—Me deixa em paz,
Mônica!
Ele tapou os
ouvidos. Seu cabelo e barba estavam enegrecidos de poeira. Nos ferimentos leves
que ele já tinha pelo corpo, seu sangue havia coagulado. Acima, o sol parecia
bater em uníssono com seu coração.
Você está afundando,
Karl, não percebe? A cada dia você está pior. Pense novamente. Você é
perfeitamente capaz de pensar racionalmente.
—Ah, Mônica! Fique
quieto!
Alguns corvos
começaram a voar em círculos acima dele. Ela os ouviu chamando-a com uma voz
insistente que era como a dela.
Deus morreu em 1945...
—Não estamos em
1945. Estamos no ano vinte e oito depois de Cristo. Deus ainda vive!
Como você pode se
interessar em estudar uma religião tão obviamente sincrética como o
cristianismo: judaísmo rabínico , moralidade estóica, cultos de mistérios
gregos, rituais orientais...
-Não importa!
Não no seu estado
psicológico atual.
—Eu preciso de
Deus!
No final das contas, é
nisso que tudo se resume , certo? Tudo bem, Karl, cave sua própria virilha. E
pense no que você poderia ter sido se tivesse sido capaz de se analisar...
Glogauer conseguiu
levantar seu corpo despedaçado, ficou em pé no topo e soltou um grito.
Os corvos ficaram
assustados. Eles se viraram para o céu e fugiram. O céu já estava escurecendo.
Então Jesus foi levado pelo Espírito ao deserto,
para ser tentado pelo diabo. E depois de jejuar quarenta dias e quarenta
noites, teve fome.
(Mateus 4:1-2)
CAPÍTULO
QUATRO
O louco cambaleou até a cidade. Seus pés agitavam a poeira e o faziam
dançar. Os cães latiam ao redor dele enquanto ele caminhava mecanicamente, com
a cabeça erguida para olhar o sol, os braços inertes ao lado do corpo, os
lábios se movendo.
Para os moradores,
suas palavras eram de uma língua familiar; Mas aquele homem disse isso com
tanta intensidade e convicção que parecia que o próprio Deus estava usando aquela
criatura emaciada e nua como seu porta-voz.
Eles se perguntavam
de onde aquele louco tinha vindo.
A vila branca era
composta principalmente de casas de um ou dois andares, feitas de pedra e
tijolos de barro, construídas ao redor de uma praça de mercado presidida por
uma antiga e humilde sinagoga, em cuja porta um velho vestido com roupas
escuras conversava. Era uma cidade próspera e limpa, repleta de comércio
romano. Havia apenas um ou dois mendigos nas ruas e eles pareciam bem
alimentados. As ruas seguiam os altos e baixos da colina onde estavam
localizadas. Eram ruas sinuosas, sombreadas e silenciosas. Ruas da cidade. O ar
estava impregnado do aroma de madeira recém-cortada e do som das oficinas de
carpintaria, já que a cidade era famosa por seus carpinteiros habilidosos.
Ficava na orla da planície de Jezreel. E eles saíam constantemente, carroças
carregadas com o trabalho dos artesãos locais. A cidade chamava-se Nazaré.
O louco o procurou
perguntando a todos os viajantes que conseguiu encontrar. Ele havia atravessado
outras cidades (Filadélfia, Gerasa, Pela e Citópolis , seguindo as estradas
romanas) fazendo a mesma pergunta com seu sotaque exótico. "Onde fica
Nazaré?"
Alguns lhe deram
comida para a viagem. Outros pediram sua bênção e ele impôs as mãos sobre eles,
falando naquela língua estranha. Outros o apedrejaram e o expulsaram.
Ele cruzou o Jordão
pelo viaduto romano e depois continuou para o norte em direção a Nazaré.
Não foi difícil
encontrar a cidade, mas foi difícil nos arrastar até lá. Ele perdeu muito
sangue e comeu muito pouco durante a viagem. Ele andava até cair e ficava ali
até poder continuar, até que alguém o encontrasse e lhe desse um pouco de vinho
ou pão para reanimá-lo. Em certa ocasião, alguns legionários romanos o pararam
e perguntaram com rude cordialidade se ele tinha algum parente a quem pudessem
levá-lo. Eles falavam com ele em aramaico grosseiro e ficavam surpresos quando
ele respondia em latim com um sotaque estranho, mais puro do que o que eles
próprios falavam.
Perguntaram-lhe se
ele era um rabino ou um estudioso. Ele lhes disse que não era nem uma coisa nem
outra. O oficial lhe ofereceu um pouco de carne seca e vinho. Esses romanos
faziam parte de uma patrulha que passava por lá uma vez por mês. Eram homens
morenos, corpulentos, com rostos duros e bem barbeados. Eles usavam saias de
couro tingido, couraças e sandálias, e carregavam capacetes de ferro na cabeça
e espadas curtas nas bainhas na cintura. Mesmo quando o cercaram, ali sob o sol
do crepúsculo, eles não pareciam relaxados. O oficial, que falava num tom mais
suave que seus homens, embora se parecesse muito com eles, exceto por usar uma
couraça de metal e uma longa capa, perguntou ao louco seu nome.
O louco fez uma
breve pausa, abrindo e fechando a boca como se estivesse tentando lembrar seu
nome.
"Karl",
ele disse finalmente, hesitante. Foi mais uma sugestão do que uma declaração.
"Parece quase
um nome romano", disse um dos legionários.
—Você é cidadão
romano? —perguntou o oficial.
Mas os pensamentos
do louco estavam evidentemente divagando. Ele desviou o olhar deles e murmurou.
De repente, ele
olhou para eles novamente e disse:
-Nazaré?
"Ali", o
policial apontou para a estrada que cortava as colinas.
—Você é judeu?
Isso pareceu
perturbar o louco. Ele pulou e tentou abrir caminho entre os soldados. Eles o
deixaram ir, rindo. Ele era um louco inofensivo.
Eles o viram
correndo pela estrada.
"Ele deve ser
um desses profetas", disse o oficial, caminhando em direção ao seu cavalo.
O país estava cheio
de profetas. Todos eles alegaram estar espalhando a mensagem de seu deus.
Eles não eram um
problema, e a religião parecia desviar os pensamentos das pessoas da
insurreição. Deveríamos ser gratos, pensou o oficial.
Seus homens ainda
estavam rindo.
retomaram a marcha,
na direção oposta àquela que o louco havia seguido.
O louco já estava em Nazaré e os habitantes da
cidade olhavam para ele com curiosidade e não pouca suspeita quando ele
cambaleou até a praça do mercado. Ele pode ser um profeta ambulante ou estar
possuído pelo diabo. Às vezes era difícil distinguir. Os rabinos eram os que
sabiam como fazer isso.
Ao passar pelos
grupos formados em frente às barracas dos comerciantes, todos ficaram em
silêncio até que ele foi embora. As mulheres se enrolaram ainda mais firmemente
nos grossos mantos de lã que envolviam seus corpos bem alimentados, e os homens
recolheram suas roupas de algodão para que o louco não os tocasse. Normalmente,
eles teriam se sentido motivados a perguntar por que ele tinha vindo para a
aldeia, mas havia tal brilho em seus olhos, tal vitalidade e nitidez em seu
rosto, apesar de sua aparência emaciada, que os fez tratá-lo com certo respeito
e manter distância.
Quando chegou ao
centro da praça do mercado, ele parou e olhou ao redor. Ele parecia ter
dificuldade em diferenciar as pessoas. Ele piscou e umedeceu os lábios.
A mulher passou,
olhando para ele ansiosamente. Ele falou com ela em voz baixa, com palavras
cuidadosamente pronunciadas.
—É Nazaré?
"É sim",
ela disse, assentindo e acelerando o passo.
Um homem estava
atravessando a praça. Ele usava uma túnica de lã com listras vermelhas e
marrons. Ela usava um boné vermelho sobre seus cabelos pretos e cacheados. Ele
era um homem de rosto redondo e expressão amigável. O louco ficou no seu
caminho e o deteve.
—Estou procurando
um carpinteiro.
—Há muitos
carpinteiros em Nazaré. A cidade é famosa por suas carpintarias. Eu também sou
carpinteiro. Posso ajudar?
Seu tom era
benevolente e paternal.
—Você conhece um
carpinteiro chamado José? Ele é da linhagem de Davi. Ele tem uma esposa chamada
Maria e vários filhos. Um deles se chama Jesus.
O homem alegre
franziu o rosto em uma careta de zombaria e coçou a nuca.
—Conheço mais de um
José. Um homem pobre que atende a essas placas mora naquela rua ali, ele disse.
O nome da esposa dele é Maria. Tente lá. Você o encontrará em breve. Encontre
um homem que nunca ria.
O louco olhou na
direção que o homem apontava. Assim que viu a rua, ele pareceu esquecer todo o
resto e foi direto para lá.
Ao entrar, o cheiro
de madeira cortada o atingiu ainda mais forte. Ele afundou até os tornozelos em
aparas. O barulho dos martelos e o ranger das serras ressoavam em todas as
casas. Havia tábuas de todos os tamanhos encostadas nas paredes claras e sombreadas
das casas, e mal havia espaço para passar entre elas. Muitos carpinteiros
tinham bancos próximos às portas. Eles esculpiam tigelas usando tornos simples,
moldando a madeira em todos os formatos imagináveis. Todos olharam para cima
quando o louco entrou na rua e se aproximou de um velho carpinteiro de avental
comprido que estava esculpindo uma estatueta em sua bancada. O homem tinha
cabelos grisalhos e parecia míope. Ele olhou para o louco.
-O que você quer?
—Estou procurando
um carpinteiro chamado José. O nome da esposa dele é Maria.
O velho indicou com
a mão em que segurava a estatueta meio esculpida.
—Duas casas
adiante, do outro lado da rua.
A casa onde o louco chegou tinha pouquíssimas
tábuas encostadas na parede e a qualidade da madeira parecia inferior ao que
ele tinha visto antes. O banco perto da entrada estava torto de um lado, e o
homem que trabalhava nele, consertando um banquinho, também parecia deformado.
Ele se endireitou quando o louco tocou seu ombro. Ele tinha o rosto enrugado e
torturado pela miséria. Seus olhos expressavam cansaço e havia fios grisalhos
prematuros em sua barba rala. Ele tossiu suavemente, talvez surpreso por estar
incomodado.
—Você é o José?
—perguntou o louco.
-Não tenho dinheiro.
—Não quero nada...
só te fazer algumas perguntas.
—Eu sou o José. O
que você quer saber?
—Você tem um filho?
-Diversos. E filhas
também.
—Sua esposa se
chama Maria? Você é da linhagem de Davi?
O homem fez um
gesto impaciente com a mão.
—Sim, mas enfim,
pelo que me vale...
—Gostaria de
conhecer um dos seus filhos. Para Jesus. Você pode me dizer onde fica?
—Aquele cara
inútil. O que você fez agora?
-Onde está?
Nos olhos de José,
quando ele olhou para o louco, um brilho mais calculista se iluminou.
—Você é um
visionário? Você veio curar meu filho?
—Sou uma espécie de
profeta. Eu posso prever o futuro.
José se levantou
com um suspiro.
—Você pode vê-lo se
quiser. Vir.
E ele levou o louco
para o pátio lotado da casa. Estava cheio de pedaços de madeira, móveis
quebrados, utensílios e sacos de aparas podres. Eles entraram na casa, que
estava às escuras. Na primeira sala (evidentemente uma cozinha) havia uma
mulher ao lado de um grande fogão de barro. Ela era alta e muito gorda. Seus
cabelos longos, negros, desgrenhados e oleosos caíam sobre olhos grandes e
brilhantes que ainda conservavam o calor da sensualidade. Ele examinou o louco.
"Não há comida
para mendigos", ele rosnou. Ele já come o suficiente.
E ele apontou com
uma colher de pau para um pequeno ser sentado na escuridão em um canto. O ser
se moveu quando o ouviu falar.
“Procure Jesus,
nosso Jesus”, disse José à mulher. Talvez ele venha aliviar nosso fardo.
A mulher olhou para
o louco e deu de ombros. Ele então lambeu os lábios vermelhos com a língua
gorda.
-Jesus!
O ser no canto
sentou-se.
"É esse
mesmo", disse a mulher, com certa complacência.
O louco franziu a
testa e balançou a cabeça.
-Não.
O ser estava deformado.
Ele tinha uma corcunda pronunciada e um olho esquerdo caído. Sua expressão era
ausente e estúpida. Uma espuma de saliva apareceu em seus lábios. Ele riu
quando seu nome foi repetido. Ele deu um passo mancando .
—Jesus —disse ele.
Sua voz era grossa
e vaga.
—Jesus —ele
repetiu.
"É tudo o que
ele sabe dizer", murmurou a mulher. Sempre foi assim.
"É a vontade
de Deus", disse Joseph amargamente.
—Mas o que há de
errado com ele? —havia uma nota desesperada e patética na voz do louco.
"Sempre foi
assim", repetiu a mulher, voltando para o fogão. Você pode pegar se
quiser. É inútil. Eu o carregava em meu ventre quando meus pais me casaram com
esse meio-homem...
"Sem
vergonha..." José conteve a expressão enquanto sua esposa o encarava. Ele
se virou para o louco. O que você quer do nosso filho?
—Eu queria falar
com ele... Eu...
—Ele não tem
poderes proféticos... ele não é um vidente... Costumávamos pensar que ele
poderia se tornar um. Ainda há pessoas em Nazaré que vêm até ele para ver se
ele pode curá-las ou prever seu futuro, mas tudo o que ele faz é rir delas e
repetir seus nomes várias vezes...
—Você tem
certeza... de que não há nada nele... que você não tenha notado?
-Claro! —Maria
murmurou sarcasticamente. Precisamos sempre de dinheiro. Se ele tivesse algum
poder mágico, saberíamos disso.
Jesus riu novamente
e mancou para outra sala.
"É
impossível", murmurou o louco.
A própria história
poderia ter mudado? Ele poderia estar em outra dimensão temporal, na qual
Cristo nunca existiu?
José pareceu
perceber o brilho doloroso nos olhos do louco.
-O que está
acontecendo? -disse-. O que você vê? Você disse que podia prever o futuro. O
que nos espera, diga-nos .
"Agora
não", disse o profeta, virando-se. Agora não.
carvalho, cedro e
cipreste envelhecidos . Ele correu de volta para a praça do mercado e ficou ali
olhando ao redor, perplexo. Ele viu a sinagoga bem na sua frente. Ele caminhou
em direção a ela.
O homem com quem eu
havia conversado antes ainda estava na praça do mercado, comprando vasos para
dar à sua filha que estava prestes a se casar. Ele gesticulou para o estranho
quando ele entrou na sinagoga.
"Ele é parente
de José, o carpinteiro", disse ele ao que estava ao seu lado. Um profeta,
pelo que entendi.
O louco, o profeta,
Karl Glogauer , o viajante do tempo, o psiquiatra neurótico frustrado, o
buscador de significados, o masoquista, o indivíduo com desejo de morte e
complexo de messias, um verdadeiro anacronismo, entraram na sinagoga sem
fôlego. Ele tinha visto o homem que estava procurando. Ele tinha visto Jesus,
filho de José e Maria. Ele viu um homem que identificou sem sombra de dúvida
como um imbecil congênito.
"Todos os homens têm complexo de messias,
Karl", disse Monica.
As memórias já
estavam menos completas. Seu senso de tempo e identidade estava ficando
confuso.
—Havia dezenas de
Messias na Galileia naquela época. Que Jesus foi o único que personificou o mito
e a filosofia foi uma coincidência da história.
—Não pode ter sido
só isso, Mônica.
Todas as terças-feiras, na sala acima da Livraria
Oculta, o grupo de estudos junguianos se reunia para terapia e análise de
grupo. Glogauer não era o organizador do grupo, mas ele havia emprestado o
local de bom grado e se juntado a ele com muita alegria. Foi um grande alívio
conversar com pessoas que pensavam como eu uma vez por semana. Uma das razões
pelas quais comprei a Livraria Oculta foi que eu conheceria pessoas interessantes,
como aquelas que frequentavam o grupo de estudos junguiano .
Eles estavam unidos
por uma obsessão mútua pelas ideias de Jung, mas cada um tinha sua própria
obsessão pessoal. A Sra. Rita Blenn revisou e estudou as rotas dos discos
voadores, embora não estivesse claro se ela acreditava nelas ou não. Hugh Joyce
acreditava que todos os arquétipos junguianos vinham da raça atlante original,
extinta há milênios. Alan Cheddar, o mais novo do grupo, interessava-se pelo
misticismo indiano e Sandra Peterson, a organizadora, era uma grande
especialista em bruxaria. James Headington estava interessado no tempo. Ele era
o orgulho do grupo; Ele era, na verdade, Sir James Headington , um inventor de
guerra, muito rico e com condecorações de todos os tipos por suas contribuições
à vitória dos Aliados. Ele era conhecido como um grande improvisador durante a
guerra, mas depois se tornou um problema embaraçoso para o Departamento de
Guerra. Eles achavam que ele era um lunático e, pior ainda, que ele exibia sua loucura
em público sem a menor vergonha.
De vez em quando,
Sir James contava ao grupo sobre sua máquina do tempo. Eles brincaram com ele,
zombando. Eles, na maioria das vezes, gostavam muito de exagerar suas próprias
experiências em relação às suas diferentes obsessões.
Numa terça-feira à
noite, quando todos já tinham ido embora, Headington explicou a Glogauer que
sua máquina estava pronta.
Glogauer
sinceramente .
—Você é a primeira
pessoa a quem conto isso.
—Por que eu?
-Não sei. Eu gosto
de você... e a livraria também.
—Você não contou ao
governo?
Headington riu.
—Por que eu faria
isso? Até que eu teste e fique satisfeito, não contarei a vocês. Isso poderia
dar a eles uma chance de me dizer para dar uma volta.
—Você não sabe se
funciona?
—Tenho certeza que
sim. Você quer ver?
"Uma máquina
do tempo", disse Glogauer , com um sorriso alegre.
—Você tem que ver.
—Por que eu?
—Achei que você
estaria interessado. Eu sei que você não segue visões ortodoxas no campo da
ciência...
Glogauer sentiu
pena dele .
disse Headington .
Ele foi para
Banbury no dia seguinte. Naquele mesmo dia ele deixou 1976 e chegou ao ano 28
d.C.
A sinagoga era fresca e silenciosa, com um aroma
sutil de incenso permeando o ar. Os rabinos o levaram até o pátio. Eles não
sabiam, como os habitantes da cidade, o que fazer com ele, mas tinham certeza
de que não era um homem possuído pelo demônio. Eles tinham o costume de dar
abrigo aos profetas itinerantes que eram muito numerosos na Galileia naquela
época, embora, é claro, este fosse mais estranho que os demais. Seu rosto
sempre parecia imóvel e inexpressivo, seu corpo rígido, lágrimas escorrendo por
suas bochechas sujas. Nunca vi tanta tristeza nos olhos de um homem.
“A ciência pode dizer como, mas nunca pergunta
por quê”, ele disse a Monica. Ele não consegue responder.
—Quem quer saber
por quê ? —ela respondeu.
-EU.
—Bem, você nunca
saberá, entendeu?
—Sente-se, meu filho — disse o rabino. O que você
quer me perguntar?
—Onde está Cristo?
-disse-. Onde está Cristo?
Eles não entendiam
o que ele estava falando.
—É grego?
—perguntou um; mas outro balançou a cabeça.
Kyrios : O Senhor.
Adonai: O Senhor.
Onde estava o Senhor?
Ele franziu a
testa, olhando ao redor vagamente.
"Preciso
descansar", disse ele, agora em sua própria língua.
-De onde você é?
Ele não conseguia
pensar em uma resposta.
-De onde você é? —
repetiu um rabino.
—Ha-Olam Hab-Bah... —ele murmurou por fim.
Eles olharam um
para o outro.
—Ha-Olam
Hab-Bah; Ha-Olam Haz- Zeh : o mundo que há de ser e
o mundo que é.
—Você tem alguma
mensagem para nós? —disse um dos rabinos. Eles estavam acostumados com
profetas, é claro, mas nunca tinham conhecido um como este. Uma mensagem?
"Não
sei", disse o profeta asperamente. Tenho que descansar; Estou com fome.
-Vir. Nós lhe
daremos comida e um lugar para dormir.
Ele só conseguia
comer um pouco da comida saborosa que lhe davam, e a cama, que tinha um colchão
de palha, era muito macia. Eu não estava acostumado com isso.
Ele dormia mal,
gritando durante o sono, e na porta os rabinos ouviam, mas pouco conseguiam
entender do que ele dizia.
Karl Glogauer permaneceu na sinagoga por várias
semanas. Ele passou a maior parte do tempo lendo na biblioteca, procurando nos
grandes pergaminhos uma solução para seu dilema. As palavras dos livros
sagrados, que em muitos casos estavam abertas a uma dúzia de interpretações, só
serviam para confundi-lo ainda mais. Não havia nada em que se agarrar, nada que
lhe dissesse que ele estava errado.
Os rabinos quase
sempre mantinham distância. Eles o aceitaram como um santo. Eles estavam
orgulhosos de tê-lo na sinagoga. Eles estavam convencidos de que ele era um dos
escolhidos de Deus e esperaram pacientemente que ele falasse com eles.
Mas o profeta
falava pouco, apenas murmurando para si mesmo frases em sua própria língua e
frases naquela língua incompreensível que ele usava, mesmo quando se dirigia a
eles diretamente.
O povo de Nazaré
não falava nada além daquele misterioso profeta na sinagoga, mas os rabinos não
respondiam às suas perguntas. Eles disseram aos curiosos para cuidarem da
própria vida, que havia coisas que eles ainda não precisavam saber. Dessa
forma, assim como os sacerdotes sempre faziam, eles evitavam perguntas que não
conseguiam responder e, ao mesmo tempo, fingiam possuir muito mais conhecimento
do que realmente possuíam.
Então, num sábado,
o suposto profeta apareceu na área pública da sinagoga e tomou seu lugar com os
outros que tinham vindo adorar.
O homem que lia à
sua esquerda confundiu as palavras, olhando para o profeta com o canto do olho.
O profeta sentou-se
escutando, com uma expressão distante.
O rabino-chefe
olhou para ele com ar de dúvida e então indicou que o texto fosse passado ao
profeta. O mesmo fez um menino, hesitante, que o colocou em suas mãos.
O profeta
contemplou as palavras por um longo tempo e então começou a ler. No começo eu
lia sem entender o que estava lendo. Era o livro de Isaías.
O Espírito do Senhor está sobre mim, porque ele
me ungiu para pregar o evangelho aos pobres. Ele me enviou para proclamar
liberdade aos cativos e recuperação da vista aos cegos. para dar liberdade aos
oprimidos. Para anunciar o ano das misericórdias do Senhor. E ele enrolou o
livro, e o entregou ao ministro , e sentou-se ; e na sinagoga
todos tinham os olhos fitos nele.
(Lucas 4:18-20)
CAPÍTULO
CINCO
Eles já o seguiam, seguiram-no quando ele saiu de Nazaré em direção ao Mar
da Galileia. Ele vestia uma túnica de linho branco que lhe fora dada e, embora
todos acreditassem que ele os liderava, eles apenas o empurravam à frente
deles.
"Ele é o nosso
Messias", diziam eles aos que perguntavam. E já havia rumores de milagres.
Quando via os
doentes, sentia pena deles e tentava fazer o que podia, porque esperavam algo
dele. Para muitos, não havia nada que ele pudesse fazer, mas para outros, que
claramente sofriam de distúrbios psicossomáticos , ele podia ajudar. Eles
acreditavam mais em seu poder do que em sua doença. É por isso que ele os
curou.
Quando chegou a
Cafarnaum , cerca de cinquenta pessoas o seguiram pelas ruas da cidade. Já se
sabia que ele estava associado de alguma forma a João Batista, que gozava de
imenso prestígio na Galileia e que havia sido declarado um verdadeiro profeta
por muitos fariseus. Mas, em muitos aspectos, aquele homem tinha mais poder que
Juan. Ele não tinha o poder oratório do Batista, mas realizou milagres.
Cafarnaum era uma
cidade muito dispersa, localizada próxima ao cristalino Mar da Galileia. Suas
casas eram separadas por grandes pomares. Havia barcos de pesca ancorados na
costa branca, assim como embarcações comerciais que viajavam para as aldeias às
margens do lago. Embora estivesse cercada por colinas verdes, a cidade de
Cafarnaum ficava em terreno plano, protegida pelas próprias colinas. Era uma
cidade tranquila e, como quase todas as da Galileia, tinha uma grande população
gentia; Mercadores gregos, romanos e egípcios transitavam por suas ruas e
muitos tinham residências permanentes ali. Havia uma burguesia próspera de
comerciantes, artesãos e armadores, bem como médicos, estudiosos e professores,
já que Cafarnaum ficava nas fronteiras das províncias da Galileia, Traconites e
Síria e, embora fosse uma cidade relativamente pequena, constituía um centro
muito importante para comércio e transporte.
Aquele profeta
estranho e louco, com suas vestes de linho, seguido por aquela multidão heterogênea,
composta basicamente de pessoas pobres, mas que também incluía homens de certa
posição, irrompeu em Cafarnaum . Espalhou-se a notícia de que esse homem
realmente podia prever o futuro, que ele já havia previsto que Herodes Antipas
mandaria prender João e que pouco depois ele o fez na Pereia. Ele não previu em
termos gerais, usando palavras vagas, como os profetas fizeram. Ele falou sobre
coisas que iriam acontecer num futuro próximo e falou sobre elas em detalhes.
Ninguém sabia seu
nome. Ele era simplesmente o profeta de Nazaré, ou o Nazareno. Segundo alguns,
ele era parente, talvez filho de um carpinteiro de Nazaré, mas isso pode ter
ocorrido porque na linguagem escrita "Filho de carpinteiro" e
"mágico" eram quase a mesma coisa, e a confusão se deu por isso.
Houve quem dissesse que seu nome era Jesus. O nome havia sido usado uma ou duas
vezes, mas quando perguntado se aquele era realmente o seu nome, ele negou ou,
com seu ar distraído, recusou-se terminantemente a responder.
Seus sermões muitas
vezes não tinham o fogo incendiário da oratória de John. Aquele homem falava
suavemente, mas também vagamente, e sorria frequentemente. Ele também falava de
Deus de uma maneira estranha e parecia estar relacionado, como João, aos
essênios, pois pregava contra o acúmulo de riqueza pessoal e falava da raça
humana como uma irmandade, assim como os essênios faziam.
Mas enquanto o
conduziam em direção à bela sinagoga em Cafarnaum , o que mais os preocupava
eram os milagres. Nenhum profeta antes dele havia curado os doentes, e ele
parecia entender os problemas sobre os quais as pessoas raramente falavam. Foi
esse espírito compreensivo e afável que os fez reagir, mais do que as palavras
específicas que ele disse.
Pela primeira vez
na vida, Karl Glogauer se esqueceu de Karl Glogauer . Além disso, pela primeira
vez na vida, ele estava fazendo o que sempre quis fazer como psiquiatra.
Mas não era a sua
vida. Eu estava dando vida a um mito... uma geração antes do mito nascer. Eu
estava completando um certo tipo de circuito psíquico. Eu não estava mudando a
história, apenas dando mais substância a ela.
Eu não suportava a
ideia de que Jesus Cristo fosse mais do que um mito. Ele poderia fazer de Jesus
uma realidade física e não o resultado de um processo de autogênese.
E ele falava nas
sinagogas, e lhes falava de um Deus mais gracioso do que qualquer outro deus
jamais ouvira falar, e lhes explicava parábolas, conforme se lembrava delas.
E gradualmente a
necessidade de justificar o que estava fazendo desapareceu e seu senso de
identidade se tornou mais tênue, gradualmente substituído por um senso de
identidade diferente, no qual ele deu cada vez mais peso ao papel que havia
escolhido. Era um papel arquetípico. Era um papel que tinha que agradar a um
discípulo de Jung. Era um papel que ia além da mera imitação. Era um papel que
ele tinha que interpretar até a cena final. Karl Glogauer descobriu a realidade
que estava procurando.
Estava na sinagoga um homem possesso de um
demônio imundo, que clamou em alta voz: Deixa-nos; que temos nós contigo, Jesus
Nazareno? Você veio para nos exterminar? Eu sei quem você é, você é o santo de
Deus. Mas Jesus o repreendeu, e disse: Cala-te, e sai desse homem. E o demônio,
lançando-o por terra no meio de todos, saiu dele sem lhe fazer o menor dano;
Então todos ficaram com medo e, conversando entre si, diziam: O que é isto? Com
autoridade e poder ele ordena aos espíritos imundos e eles saem. Com isso, a
fama de seu nome se espalhou por todo o país.
(Lucas 4:33-37)
—Alucinação coletiva. Milagres, discos voadores,
aparições, é tudo a mesma coisa, disse Monica.
"É bem
possível", ele respondeu. Mas por que eles os viram?
—Porque eles
queriam.
—Por que eles
queriam isso?
—Porque eles
estavam com medo.
—E você acha que
foi só isso?
—Não é o
suficiente?
Quando ele saiu de
Cafarnaum pela primeira vez, muitas outras pessoas o acompanharam. Tornou-se
impossível permanecer na cidade, pois as pessoas que vinham vê-lo realizar seus
milagres simples praticamente paralisaram as atividades comerciais locais.
Ele falou com eles
fora das cidades, nos campos. Ele conversou com homens inteligentes e
esclarecidos que pareciam ter algo em comum com ele. Alguns eram donos de
barcos de pesca, como Simão, Tiago e João. Outro era médico, outro era
funcionário público e ouviu-o falar pela primeira vez em Cafarnaum .
"Devem ser
doze", ele lhes disse um dia. Como os signos do Zodíaco.
Ele não se
importava com o que dizia. Muitas de suas ideias pareciam estranhas para eles.
Muitas das coisas sobre as quais ele falava eram desconhecidas para eles.
Alguns fariseus achavam que ele era, na verdade, um blasfemador por causa do
que dizia.
Um dia ele conheceu
um homem que reconheceu como um dos essênios da colônia perto de Maqueronte .
"Juan quer
falar com você", disse o essênio.
—Juan ainda está
vivo? —ele perguntou a ela.
—Ele está confinado
na Pereia. Acho que Herodes está com muito medo e não ousa matá-lo. Ele o deixa
andar pelos muros e jardins do palácio, deixa-o falar com seus homens, mas João
teme que Herodes crie coragem suficiente para ordenar que ele seja apedrejado
ou decapitado. Ele precisa que você o ajude.
-Como posso
ajudá-lo? Ele deve morrer. Não há esperança para ele agora.
O essênio olhou
incompreensivelmente para os olhos alucinados do profeta.
—Mas, mestre, não
há mais ninguém que possa ajudá-lo.
"Já fiz tudo o
que ele queria que eu fizesse", disse o profeta. Eu curei os doentes e
preguei aos pobres.
—Eu não sabia que
ele queria isso. Mas agora ele precisa de ajuda, mestre. Você pode salvar a
vida dele.
O profeta havia
separado os essênios da multidão.
—Ninguém pode
salvá-lo agora.
—É a vontade de
Deus?
—Se eu sou Deus,
então é a vontade de Deus.
O essênio foi
embora, decepcionado e triste.
João Batista teve
que morrer. Glogauer não tinha desejo de mudar a história, ele só queria
fortalecê-la.
Ele continuou
viajando pela Galileia com aqueles que o seguiam. Ele selecionou os doze mais
iluminados, e os outros que o seguiram eram predominantemente pobres. Ele lhes
ofereceu sua única esperança de fortuna. Havia muitos que estavam dispostos a
seguir João contra os romanos, mas João já estava preso. Talvez aquele homem
pudesse liderar a insurreição para saquear as riquezas de Jerusalém, Jericó e
Cesareia. Cansados e famintos, com os olhos vidrados pelo sol escaldante, eles
seguiram o homem de túnica branca. Eles precisavam de esperança e descobriram
razões para ter esperança. Eles o viram realizar grandes milagres.
Em certa ocasião,
quando ele pregou para eles de um barco, como era seu costume, quando ele
caminhou de volta para a praia, como havia muito pouca água, pareceu-lhes que
ele estava caminhando em cima dela.
Eles viajaram por
toda a Galileia no outono, ouvindo em todos os lugares as notícias da execução
de João Batista. O desespero causado pelo acontecimento transformou-se em
esperança renovada naquele novo profeta que o havia conhecido.
Em Cesareia, eles
foram expulsos da cidade pelos soldados romanos, que estavam acostumados com
aqueles selvagens que vagavam pelo país gritando suas profecias.
À medida que a fama
daquele profeta crescia, eles eram expulsos de mais cidades. E não apenas as
autoridades romanas, mas também as judaicas pareciam relutantes em tolerar o
novo profeta como haviam tolerado João. O clima político estava mudando.
Era difícil
conseguir comida. Eles viviam de tudo o que conseguiam encontrar e estavam tão
famintos quanto animais selvagens.
Ele os ensinou a
fingir que estavam comendo e a apagar a fome de seus pensamentos.
Karl Glogauer ,
bruxo, feiticeiro, psiquiatra, hipnotizador, messias.
Às vezes, sua fé no
papel que escolheu vacilou, e seus seguidores ficaram incomodados com suas
contradições. Eles costumavam aplicar a ele o nome que tinham ouvido: Jesus de
Nazaré. Ele quase nunca se opôs ao uso desse nome, mas às vezes ficava furioso
e gritava um nome estranho e gutural.
—Karl Glogauer !
Karl Glogauer !
E eles disseram:
Eis que ele fala com a voz do Senhor.
—Me chame por esse
nome! —ele gritou para eles, e eles ficaram assustados e o deixaram até que sua
raiva diminuísse.
Quando o tempo
mudou e o inverno chegou, eles retornaram a Cafarnaum , que havia se tornado
uma fortaleza para seus seguidores.
E passou o inverno
em Cafarnaum , fazendo profecias.
Várias dessas
profecias se referiam a ele e ao destino daqueles que o seguiram.
Então ele ordenou aos seus discípulos que não
dissessem a ninguém que ele era Jesus, o Cristo. E desde então começou a dizer
aos seus discípulos que era necessário que fosse a Jerusalém, e que ali devia
padecer muito dos anciãos, dos escribas e dos principais sacerdotes, e que eles
o matariam, e que ao terceiro dia ressuscitaria.
(Mateus 16:20-21)
Eles estavam assistindo televisão no apartamento
dela. Ela estava comendo uma maçã. Eram entre seis e sete horas de uma tarde
quente de domingo. Monica apontou para a tela com sua maçã meio comida.
"Olha que
absurdo", ela disse. Você não pode me dizer honestamente que isso
significa alguma coisa para você.
Era um programa
religioso, uma ópera pop em uma igreja em Hampstead. A ópera contava a história
da crucificação.
“Grupos pop no
púlpito”, disse Monica. Que degradação.
Ele não respondeu.
Ele achou o programa obsceno, de um jeito sombrio. Ele não se sentia capaz de
discutir com ela.
"O cadáver de
Deus já está começando a apodrecer, sem dúvida", disse Monica alegremente.
Ufa! Que fedor!
"Desligue e
continue", ele disse suavemente.
—Qual é o nome
desse grupo? As larvas?
—Muito engraçado.
Vou desligar a televisão, se você não se importa.
—Não, eu quero ver.
É divertido.
—Ah, vamos, desliga
isso!
—Imitação de
Cristo! —Mônica zombou. Que desenho animado nojento.
Um cantor negro,
representando Cristo, cantando com uma voz monótona e vulgar, com
acompanhamento inconsequente, começou a recitar letras sem vida sobre a
irmandade dos homens.
"Se ele era
assim, não é de se admirar que o tenham crucificado", disse Monica.
Karl foi até a TV e
a desligou.
"Uau, eu
estava me divertindo", ela disse com falsa decepção. Foi um lindo canto do
cisne.
Mais tarde ela lhe
disse num tom afetuoso que o preocupou:
—Velho chato. Que
pena. Você poderia ter sido John Wesley ou Calvin ou alguém assim. Hoje em dia,
não é possível ser um Messias, pelo menos não com sua abordagem. Ninguém lhe
daria ouvidos.
CAPÍTULO
SEIS
O profeta estava morando na casa de um homem chamado Simão, embora
preferisse chamá-lo de Pedro. Simão ficou grato ao profeta porque ele havia
curado sua esposa de uma doença da qual ela sofria há muito tempo. Era uma
doença misteriosa, mas o profeta a curou sem esforço.
Havia muitos
estrangeiros em Cafarnaum naquela época . Muitos vieram ver o profeta. Simão o
avisou que alguns eram agentes conhecidos dos romanos e dos fariseus. Os
fariseus, em geral, não se opunham ao profeta, embora desconfiassem dos rumores
de milagres que chegaram aos seus ouvidos. Entretanto, a atmosfera política era
tensa, e a agitação reinava entre as tropas de ocupação romanas de Pilatos,
desde os oficiais até os próprios soldados. Eles esperavam uma explosão e não
conseguiam ver nenhum sinal tangível do que estava acontecendo.
Pilatos, por sua
vez, queria revoltas em larga escala. Eles demonstrariam a Tibério que ele
havia sido muito leniente com os judeus na questão das placas votivas. Pilatos
seria vingado e seu poder sobre os judeus aumentaria. No momento, ele estava em
maus termos com todos os tetrarcas provinciais, especialmente com o inquieto
Herodes Antipas, que, em certo momento, parecia ser seu único apoio. Além da
situação política, sua própria situação doméstica era perturbadora, pois sua
esposa neurótica estava novamente tendo pesadelos e exigindo muito mais atenção
do que ele podia dar a ela.
Talvez fosse
possível, pensou ele, provocar um incidente, mas ele teria que ter muito
cuidado para que Tibério não descobrisse. Esse novo profeta poderia servir de
ponto focal , mas até então, esse indivíduo não havia feito nada contra as leis
dos judeus ou dos romanos. Não havia lei que proibisse um homem de se proclamar
messias, como diziam que havia feito esse novo profeta, que, aliás, não
incitava o povo à rebelião, muito pelo contrário.
Olhando pela janela
de seu quarto, através da qual os minaretes e torres de Jerusalém podiam ser vistos,
Pilatos analisou as informações que seus espiões lhe trouxeram.
Pouco depois do
festival que os romanos chamavam de Saturnália , o profeta e seus seguidores
deixaram Cafarnaum novamente e partiram mais uma vez para viajar pelo país.
Havia menos milagres
agora, porque não estava tão quente, mas suas profecias tinham um grande
público. Aquele novo profeta alertou seus ouvintes sobre todos os erros que
ocorreriam no futuro, sobre todos os crimes que seriam cometidos em seu nome.
Ele vagou pela
Galileia e Samaria, seguindo as magníficas estradas romanas até Jerusalém.
A Páscoa estava se
aproximando.
Em Jerusalém,
autoridades romanas estavam analisando o festival iminente. Foi nessa época que
sempre ocorreram os piores tumultos. Já havia ocorrido tumultos antes, na festa
da Páscoa, e sem dúvida haveria problemas naquele ano também.
Pilatos falou aos
fariseus, pedindo sua cooperação. Os fariseus disseram que fariam o que
pudessem, mas não poderiam impedir o povo de agir de forma tola.
Pilatos franziu a
testa e os dispensou.
Seus agentes lhe
trouxeram relatórios de todo o território. Alguns mencionaram o novo profeta ,
mas disseram que ele era inofensivo no momento, mas que se chegasse a Jerusalém
durante a Páscoa, ele poderia não ser mais.
Duas semanas antes da festa da Páscoa, o profeta
chegou à cidade de Betânia, perto de Jerusalém. Alguns de seus seguidores
galileus tinham amigos em Betânia, e esses amigos estavam mais do que dispostos
a hospedar o homem sobre quem tinham ouvido falar de outros peregrinos a
caminho de Jerusalém e do grande templo.
A razão pela qual
eles foram para Betânia foi que o profeta estava preocupado com o grande número
de pessoas que o seguiam.
"São
muitos", ele disse a Simon. Demais, Pedro.
Glogauer estava
magro e com círculos escuros. Ele falava muito pouco.
Às vezes ele olhava
vagamente ao redor, como se não soubesse muito bem onde estava.
Notícias chegaram à
casa em Betânia de que agentes romanos estavam fazendo investigações sobre ele.
Isso não pareceu incomodá-lo. Pelo contrário, ele assentiu pensativamente, como
se isso o agradasse.
Em certa ocasião,
ele caminhava com dois de seus seguidores pelo campo, para contemplar
Jerusalém. As paredes amarelo-claras da cidade eram um espetáculo alegre à luz
do entardecer. As torres e os edifícios altos, muitos deles decorados com
mosaicos vermelhos, amarelos e azuis, podiam ser vistos a quilômetros de
distância.
O profeta então
retornou novamente para Betânia.
—Quando iremos para
Jerusalém? —perguntou-lhe um dos seus seguidores.
"Ainda
não", disse Glogauer . Ele caminhava curvado e protegia o peito com os
braços e as mãos como se estivesse com frio.
Dois dias antes da
festa da Páscoa em Jerusalém, o profeta conduziu seus homens ao Monte das
Oliveiras, através de um subúrbio de Jerusalém que ficava ao longo de sua
encosta e era chamado Betfagé .
"Tragam-me um
burro", ele disse a eles. Um potro de jumento. Agora devo fazer a profecia
se tornar realidade.
—Então todos
saberão que você é o Messias — disse André.
-Sim.
Glogauer suspirou.
Fiquei com medo de novo, mas dessa vez não era um medo físico. Era o medo do
ator que está prestes a interpretar a cena final e mais dramática, e que não
tem certeza se conseguirá fazê-la bem. O lábio superior de Glogauer estava
coberto de suor frio. Ele limpou tudo.
Na penumbra, ele
olhou para os homens ao seu redor.
Eu ainda não sabia
ao certo os nomes de alguns deles. Ele não estava particularmente interessado
nos nomes deles. Apenas seu número. Estavam dez lá com ele. Os outros dois
estavam procurando o burro.
Eles ficaram ali na
encosta gramada do Monte das Oliveiras, olhando para Jerusalém e para o grande
templo que se erguia abaixo. Uma brisa quente e leve soprava.
-Judas? —disse
Glogauer curiosamente .
Havia um chamado
Judas.
—Sim, mestre —disse
ele.
Ele era alto e
bonito, com cabelos ruivos cacheados e olhos inteligentes e neuróticos.
Glogauer achava que era epiléptico.
Glogauer olhou
pensativamente para Judas Iscariotes.
"Quero que
você me ajude mais tarde", disse ele, "quando entrarmos em
Jerusalém".
—O que devo fazer,
Mestre?
—Você tem que levar
uma mensagem aos romanos.
—Os romanos?
—Iscariotes pareceu surpreso. Porque?
—Devem ser os
romanos. Não podem ser os judeus... eles usariam a fogueira ou o machado.
Explicarei mais quando chegar a hora.
O céu estava
escuro, as estrelas brilhavam sobre o Monte das Oliveiras. Já estava frio.
Glogauer estava tremendo.
Ó filha de Sião ! Alegrar. Pule de alegria,
Ó filha de Jerusalém! aqui está
que seu rei venha até você; é justo e vitorioso
Ele chega pobre e montado num jumento e seu
potro.
(Zacarias 9:9)
Osh'na ! Osh'na ! Osh'na !
Quando Glogauer entrou na cidade montado num
burro , seus seguidores correram na frente, jogando ramos de palmeira no chão.
Havia pessoas dos dois lados da rua, avisadas da chegada do profeta por seus
próprios seguidores.
O novo profeta cumpriu assim as profecias dos
textos antigos e muitos acreditaram que ele tinha vindo para liderá-los contra
os romanos. Talvez naquele momento ele estivesse indo até a casa de Pilatos
para confrontá-lo.
—Ohs'nal ! Ah , não!
Glogauer olhou ao redor distraidamente. A garupa
do burro, embora acolchoada pelos mantos de seus seguidores, era realmente
desconfortável. Ele se sentiu inseguro lá em cima e teve que se segurar na
crina do animal. Ouvi as palavras, mas não consegui compreendê-las claramente.
—Osh'na ! Osh'na !
A princípio, ele pensou que estivessem dizendo
"hosana", mas depois percebeu que estavam gritando
"livrai-nos", em aramaico.
Libertem-nos! Libertem-nos!
João havia planejado pegar em armas contra os
romanos naquela Páscoa. Havia muitos que estavam esperando para participar da
rebelião.
Eles acreditavam que ele tomaria o lugar de Juan
como líder dos rebeldes.
"Não", ele murmurou para eles, olhando
para seus rostos expectantes. Não, eu não sou o Messias, não posso libertá-lo,
não posso...
Eles não conseguiam ouvi-lo, ensurdecidos pelos
próprios gritos.
Karl Glogauer entrou em Cristo. Cristo entrou em
Jerusalém. A história estava chegando ao seu clímax.
—Osh'na !
Não estava na história. Eu não pude ajudá-los.
Em verdade, em verdade vos digo: quem recebe o
que eu envio, a mim me recebe; e quem me recebe, recebe aquele que me enviou.
Quando Jesus disse isso, turbou-se em espírito e declarou: Em verdade, em
verdade vos digo que um de vós me trairá.
Quando os discípulos
ouviram isso, olharam uns para os outros, imaginando de quem ele estava
falando. Estava ali um deles, a quem Jesus amava, reclinado à mesa no seio de
Jesus. Simão Pedro então fez sinal ao discípulo, dizendo: "De quem ele
está falando?" Então ele se recostou no peito de Jesus e lhe perguntou:
"Senhor, quem é?" Jesus respondeu-lhe: É aquele a quem eu der pão
molhado. E, tendo molhado o pão, deu-o a Judas, filho de Simão Iscariotes.
E, depois que ele
tomou o pedaço, Satanás entrou nele. E Jesus lhe disse: O que tens a fazer,
faze-o depressa.
(João 13.20-27)
Judas Iscariotes franziu a testa, incerto, e saiu
da sala para a rua movimentada, em direção ao palácio do governador. Ele iria
participar de um plano criado para enganar os romanos e fazer com que o povo se
levantasse para defender Jesus, embora o plano parecesse um absurdo para ele. O
clima era tenso naquelas ruas lotadas. Havia muito mais soldados romanos do que
o normal em patrulha.
Pilatos era um
homem corpulento, com um rosto bem-humorado e olhos suaves e duros. Ele olhou
com desdém para o judeu.
"Não pagamos
denunciantes que fornecem informações falsas", alertou.
"Não estou
procurando dinheiro, senhor", disse Judas, fingindo a atitude servil que
os romanos pareciam esperar dos judeus. Sou um súdito leal do imperador.
—Quem é o rebelde?
—Jesus de Nazaré,
senhor. Ele entrou na cidade hoje...
-Eu sei. Eu o vi.
Mas entendo que em seus sermões ele fala de paz e respeito à lei.
—Para enganá-lo,
senhor.
Pilatos franziu a
testa. Era provável. Parecia o tipo de trapaça que ele começou a suspeitar
nessas pessoas de fala mansa.
—Você tem provas?
—Sou um dos seus
tenentes, senhor. Estou disposto a testemunhar sobre sua culpa.
Pilatos franziu os
lábios grossos. Ele não podia se dar ao luxo de ofender os fariseus naquele
momento. Eles já lhe causaram problemas suficientes. Caifás , em particular,
imediatamente começaria a gritar "Injustiça" se aquele homem fosse
preso.
"Ele afirma
ser o verdadeiro rei dos judeus, descendente de Davi", disse Judas,
repetindo o que seu mestre lhe havia dito para dizer.
-Realmente?
—Pilatos olhou pensativo pela janela.
—Quanto aos
fariseus, senhor...
—O que você diz
sobre eles?
—Os fariseus
desconfiam dele. Eles prefeririam vê-lo morto. Fale contra eles.
Pilatos assentiu.
Ele estreitou os olhos enquanto considerava essa informação. Os fariseus podiam
odiar o louco, mas rapidamente tirariam vantagem política de sua prisão.
"Os fariseus
querem prendê-lo", continuou Judas. As pessoas se aglomeram para ouvir o
profeta, e hoje algumas pessoas organizaram uma revolta no templo em seu nome.
—É verdade?
—É verdade, senhor.
Era verdade. Cerca
de meia dúzia de indivíduos atacaram os cambistas do templo e tentaram
roubá-los. Quando foram presos, disseram que estavam fazendo a vontade do
Nazareno.
"Não posso
detê-lo", disse Pilatos, pensativo.
A situação já era
perigosa em Jerusalém, mas se ousassem prender aquele "rei", poderiam
precipitar uma insurreição. Tibério o responsabilizaria, não os judeus. Ele
teve que envolver os fariseus no assunto . Eles tiveram que efetuar a prisão.
“Espere aqui um
momento”, disse ele a Judas. Enviarei uma mensagem a Caifás .
Nisto eles chegam a um lugar chamado Getsêmani. E
disse aos seus discípulos: Sentem-se aqui enquanto eu oro. E, levando consigo
Pedro, Tiago e João, começou a ter medo e a angustiar-se. E ele lhes disse : A
minha alma está triste até a morte. Espere aqui e fique de guarda.
(Marcos 14:32-4)
Glogauer já podia ver a multidão se aproximando.
Pela primeira vez desde Nazaré ele se sentiu fisicamente exausto e fraco. Eles
iam matá-lo. Ele teve que morrer; Aceitei isso, mas temia a dor que viria. Ele
sentou-se ali na encosta, observando as tochas que se aproximavam.
"O ideal do martírio nunca existiu, exceto
nos pensamentos do asceta ocasional", disse Mônica. Caso contrário, era
simplesmente masoquismo mórbido, uma maneira fácil de evitar responsabilidades
comuns, um método para manter os reprimidos sob controle...
—Não é tão simples...
—É sim, Karl.
Agora Monica veria. A única coisa que ele
lamentava era que era tão improvável que Monica descobrisse. Pensei em escrever
tudo e colocar na máquina do tempo na esperança de que pudesse ser recuperado.
Que estranho, ele não era um homem religioso no sentido usual, ele era
agnóstico. Não foi por convicção que ele foi levado a defender a religião
diante do desdém cínico de Mônica por ela. Na verdade, havia sido uma falta de convicção no ideal no qual ela baseou sua própria
fé, o ideal da ciência como uma panaceia para todos os males. Eu não podia
compartilhar essa fé e nada restava além da religião, embora eu não pudesse
acreditar no tipo cristão de Deus. O Deus concebido como uma força mística, dos
mistérios cristãos e de outras grandes religiões, nunca foi pessoal o
suficiente para ele. Sua mente racional lhe dizia que Deus não existia em
nenhuma forma pessoal. Seu inconsciente lhe dizia que a fé na ciência não era
suficiente.
“A ciência é
basicamente o oposto da religião ”, Monica lhe disse uma vez, de forma áspera. Por mais que os jesuítas se reúnam para racionalizar sua abordagem à
ciência, o fato é que a religião não pode aceitar as atitudes básicas da
ciência e que há uma oposição implícita na ciência aos princípios básicos da
religião. A única área onde não há diferença ou necessidade de confronto é
nesta última. Pode-se admitir ou não que existe um ser sobrenatural chamado
Deus, mas assim que você começa a defender qualquer uma das duas suposições,
tem que haver conflito.
—Você está falando de
religião organizada...
—Falo de religião como
algo oposto a uma crença. O que precisamos para o ritual da religião quando
temos um ritual muito superior, o da ciência, que pode substituí-lo? A religião
é um substituto razoável para o conhecimento. Mas não há mais necessidade de
substitutos, Karl. A ciência nos fornece uma base mais sólida para formular
sistemas éticos e racionais. Não precisamos da cenoura do céu e do castigo do
inferno. A ciência já pode nos mostrar as consequências das ações, e as pessoas
podem facilmente julgar por si mesmas se essas ações são justas ou injustas.
—Não posso aceitar
isso.
—Você não pode porque
está doente. Eu também estou doente, mas pelo menos vejo uma chance de cura.
—Só consigo ver a
ameaça da morte...
Conforme combinado, Judas o beijou na bochecha e
a força combinada de guardas do templo e soldados romanos o cercou.
Aos romanos ele
disse, um tanto desajeitadamente:
—Eu sou o rei dos
judeus.
Aos guardiões do
templo ele disse:
—Eu sou o Messias
que veio para destruir os vossos senhores, os fariseus.
E então o levaram,
já condenado, e o ritual final começou.
CAPÍTULO
SETE
Foi um julgamento sujo, uma mistura arbitrária de normas romanas e judaicas
que não satisfez completamente ninguém. O objetivo foi alcançado após várias
conferências entre Pôncio Pilatos e Caifás , e três tentativas de fundir seus
diversos sistemas jurídicos, a fim de resolver a situação. Ambos precisavam de
um bode expiatório para seus vários objetivos e, então, o resultado foi
finalmente alcançado e o louco foi condenado, por um lado, por rebelião contra
Roma e, por outro, por heresia.
Uma característica
peculiar do julgamento foi que todas as testemunhas eram seguidoras do réu e
ainda assim pareciam ansiosas para vê-lo condenado.
Os fariseus
aceitaram que o método romano de execução poderia ser aplicado naquela situação
e naquele momento, e decidiram crucificá-lo. O indivíduo, porém, tinha bastante
prestígio, por isso seria essencial usar alguns dos métodos garantidos de
humilhação dos romanos, a fim de transformá-lo em uma imagem patética e
ridícula diante dos peregrinos . Pilatos garantiu aos fariseus que ele
pessoalmente cuidaria disso, mas também garantiu que eles assinassem documentos
aprovando suas ações.
Os soldados então o levaram para o pátio do
Pretório, e toda a coorte reunida ali, o vestiram de púrpura e colocaram nele
uma coroa de espinhos trançados. E imediatamente começaram a saudá-lo: Salve,
Rei dos Judeus! e, ao mesmo tempo, bateram em sua cabeça com uma cana, cuspiram
nele e, ajoelhando-se, o adoraram. Depois de zombarem dele, tiraram-lhe o manto
púrpura, vestiram-no novamente e o levaram para fora, a fim de crucificá-lo.
(Marcos 15:16-20)
Seu cérebro já estava embotado, devido à dor e ao
ritual de humilhação; por ter se entregado completamente ao seu papel.
Ele se sentiu fraco
demais para carregar a pesada cruz de madeira e caminhou atrás dela,
arrastando-se em direção ao Gólgota, enquanto um cireneu, a quem os romanos
haviam forçado a fazê-lo, a carregava.
Enquanto ele
cambaleava pelas ruas silenciosas e lotadas, observado por aqueles que
acreditavam que ele os lideraria contra os governantes romanos, seus olhos se
encheram de lágrimas, de modo que sua visão ficou completamente turva, e ele
tropeçou e se desviou do caminho, apenas para ser empurrado de volta para si
pelos guardas romanos.
—Você é uma pessoa
muito emotiva, Karl. Por que você não usa esse seu cérebro de vez em quando e
se analisa?
Ele se lembrava das
palavras, mas achava difícil lembrar quem as havia dito e quem era Karl.
O caminho que subia
a encosta era pedregoso e às vezes escorregadio, lembrando-o de outra colina
que ele havia escalado há muito tempo: parecia-lhe que ele tinha sido uma
criança naquela época, mas a lembrança se fundia com outras e era impossível
determinar.
Ele respirava
pesadamente e com dificuldade. Ele mal sentia a dor dos espinhos na cabeça, mas
todo o seu corpo parecia pulsar em uníssono com seu coração. Era como um
tambor.
Estava ficando
escuro. O sol estava se pondo. Ele caiu de bruços, cortando o rosto em uma
pedra, ao chegar ao topo da colina. Ele desmaiou.
E o levaram ao lugar chamado Gólgoia , que
significa lugar da caveira. Ali lhe deram para beber vinho misturado com mirra,
mas ele não quis bebê-lo.
(Marcos 15:22-3)
Ele guardou o copo. O soldado deu de ombros e
pegou seu braço. A outra já estava tomada por outro soldado.
Quando ele
recuperou a consciência, começou a tremer violentamente. Ele sentiu uma dor
intensa quando as cordas cravaram na carne de seus pulsos e tornozelos. Luta.
Ele sentiu algo
frio sendo colocado contra sua palma. Embora cobrisse apenas uma pequena parte
do centro da mão, parecia muito pesado. Ele ouviu um som que também seguia o
ritmo do seu batimento cardíaco. Ele virou a cabeça para olhar para a mão.
Um soldado
empunhando um martelo estava martelando o grande prego de ferro em sua mão
enquanto ele estava deitado na cruz, que ainda estava horizontalmente no chão.
Ele olhou, imaginando por que não sentia dor. O soldado levantou o martelo mais
alto quando o prego encontrou resistência na madeira. Ele errou duas vezes,
esmagando os dedos de Glogauer .
Glogauer olhou para
o outro lado e viu que o segundo soldado também estava pregando. Era evidente
que ele também havia errado várias vezes, porque os dedos de Glogauer estavam
machucados e sangrando.
O primeiro soldado
terminou de martelar o prego e passou para os pés. Glogauer sentiu o ferro
deslizar através de sua carne e ouviu as marteladas.
Usando uma polia,
eles começaram a levantar a cruz para deixá-la vertical. Glogauer percebeu que
estava sozinho. Eles não crucificaram mais ninguém naquele dia.
Ele viu claramente
as luzes de Jerusalém se estendendo abaixo. Ainda havia alguma luz no céu, mas
não muita. Logo seria noite. Havia um pequeno grupo assistindo. Uma das
mulheres o fez lembrar de Mônica. Ele ligou para ela.
—Mônica?
Mas sua voz falhou
e ele só conseguiu sussurrar. A mulher nem levantou os olhos.
Ele sentiu a
pressão do seu corpo sobre os pregos que o prendiam. Ele achou que sentiu uma
picada dolorosa na mão esquerda. Aparentemente ele estava sangrando muito.
Era estranho, ele
refletiu, que fosse ele quem estivesse pendurado ali. Esse era o evento que ele
tinha vindo testemunhar. Não havia dúvidas, sim. Tudo correu perfeitamente.
A dor na minha mão
esquerda aumentou.
Ele olhou para os
guardas romanos jogando dados aos pés de sua cruz. Eles pareciam absortos no
jogo. Eu não conseguia ver as marcas dos dados daquela altura.
Suspirar. O
movimento do peito parecia lançar tensão adicional em direção às mãos. A dor já
era muito intensa. Ele piscou e tentou aliviar a dor encostando-se na madeira.
A dor começou a se
espalhar por todo o corpo. Ele cerrou os dentes. Foi horrível. Ele engasgou e
gritou. Luta.
Não havia mais luz
no céu. Nuvens espessas cobriam as estrelas e a lua.
Vozes sussurradas
vinham de baixo.
“Me coloque no
chão”, ele disse. Por favor, me coloque no chão!
A dor o inundou.
Ele se lançou para frente, mas ninguém o soltou.
Pouco depois, ele
levantou a cabeça. O movimento trouxe de volta a dor e ele começou a lutar na
cruz novamente.
—Me coloque no
chão. Por favor. Já chega!
Toda a sua carne,
todos os seus músculos, tendões e ossos do seu corpo estavam submersos em um
nível quase impossível de dor.
Eu sabia que não
sobreviveria até o dia seguinte, como eu pensava que aconteceria. Ele não havia
compreendido a magnitude de sua dor.
E à nona hora, clamou Jesus em alta voz, dizendo:
Eloí , Eloí , Jama sabacfani , que quer dizer : Deus meu, Deus meu! Por que me
abandonaste?
(Marcos 15:34)
Glogauer tossiu. Era um som seco, quase
inaudível. Debaixo da cruz, os soldados o ouviram, pois o silêncio da noite já
era muito intenso.
"Isso é
engraçado", disse um deles. Ontem eles o adoraram. Hoje eles pareciam
querer que o matássemos... até mesmo aqueles mais próximos dele.
"Quero sair
deste país", disse outro.
Ele ouviu a voz de
Monica novamente.
—É a fraqueza e o
medo, Karl, que te levam a isso. O martírio é vaidade. Você não percebe?
Fraqueza e medo.
Ele tossiu
novamente e a dor retornou, porém mais fraca.
Pouco antes de
morrer, ele começou a falar novamente, murmurando palavras até ficar sem
fôlego.
—É mentira. É
mentira. É mentira.
Mais tarde, depois
que seu corpo foi roubado por servos de médicos que acreditavam que ele devia
ter propriedades mágicas, espalhou-se um boato de que ele não havia morrido.
Mas o cadáver já estava apodrecendo nas salas de dissecação dos médicos e logo
seria destruído.
_______________________________
_______________________________________
Michael Moorcock, nascido em 18 de dezembro de 1939 em Londres, é um prolífico escritor britânico conhecido sobretudo por suas obras de ficção científica e fantasia, destacando-se pela criação do personagem Elric de Melniboné, um anti-herói que subverteu os clichês do gênero e influenciou toda uma geração de autores136. Além de escritor, Moorcock teve papel fundamental como editor da revista New Worlds, sendo figura central no movimento New Wave, que renovou e expandiu as fronteiras da literatura fantástica e da ficção científica no Reino Unido e inspirou o cyberpunk15. Sua carreira é marcada por incursões na música, múltiplos prêmios literários e uma produção inventiva que atravessa romances literários, sátiras, paródias e ensaios, consolidando-se como um dos nomes mais respeitados e inovadores da literatura especulativa contemporânea36.
- https://pt.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock
- http://www.selo-multiversos.com.br/escritores-2/michael-moorcock/
- https://www.saidadeemergencia.com/autor/michael-moorcock/
- http://www.guiadosquadrinhos.com/artista/michael-moorcock/4310
- https://en.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock
- https://www.querolivro.com.br/autores/michael-moorcock/
- https://www.skoob.com.br/autor/737-michael-moorcock
- https://www.gibizilla.com.br/2021/01/michael-moorcock-o-tolkien-as-avessas/
- https://en.wikipedia.org/wiki/Michael_Moorcock
Nenhum comentário:
Postar um comentário